El sábado por la mañana, Pedro no fue a la arena sólo para firmar autógrafos. Se había apuntado al concurso. Un año antes estaría encantado con la atención de sus fans, especialmente las mujeres, pero aquel día sólo deseaba estar solo. Tenía que concentrarse. Habían cambiado tantas cosas desde que conoció a Paula. Le habría gustado hablar con ella, oír su voz. Tanto que tuvo que resistir la tentación de guardar sus cosas y volver a San Angelo. Pero no podría lidiar con el futuro hasta que hubiese lidiado con el pasado. Tenía que probarse a sí mismo, tenía que saber si seguía siendo el mejor. Pedro oyó la voz por megafonía anunciando el comienzo del rodeo, pero cuando se dirigía al portón una rubia lo tomó del brazo. Era Lara Sue Hartley, una aficionada al rodeo, o más bien a los campeones del rodeo, con la que se había corrido un par de juergas. Nada serio.
—¿Cómo estás, Pedro?
—Bien, ¿Y tú?
—Echándote de menos —contestó la rubia.
—Sí, bueno, perdona pero tengo que irme. Están a punto de empezar.
Cuando llegó al portón, tuvo que controlar el temblor de sus manos. Pero tenía que hacerlo, se dijo. No podía volver con Paula hasta que hubiese matado sus demonios personales. Su toro era una bestia de mil kilos, que bufaba en el cajón mientras él se ponía los guantes. Había llegado la hora de la verdad. Era todo o nada. Y él lo quería todo. Pedro se subió al toro, sujeto por los peones, y agarró la cuerda con una mano mientras levantaba la otra para que abriesen el portón. El animal salió despedido hacia la arena, moviéndose de un lado a otro como una fiera para quitarse la carga de encima. Pedro conseguía anticipar todos sus movimientos, aunque la pierna le dolía horrores. Incluso se mantuvo encima cuando empezó a cocear salvajemente. Entonces sonó la campana y el público prorrumpió en aplausos. Se tiró del toro y cayó rodando por la arena antes de subirse a la valla.
—Parece que El Diablo ha vuelto —anunció el presentador por megafonía.
—Noventa y tres puntos —sonrió Tomás—. Has pasado a la final.
Le daba igual. Sólo quería probar que aún podía montar un toro, que aún era un campeón. Pero ya no necesitaba más cinturones, ya no necesitaba más palmaditas en la espalda… En ese momento apareció Lara Sue de nuevo con un par de periodistas. Pero cuando iba a besarlo en la boca, él se apartó.
—Estoy casado, Lara.
—¿Y dónde está tu mujer?
—En casa. Está embarazada.
—¿Ah, sí? —sonrió la rubia, apretándose descaradamente contra él—. Entonces, supongo que necesitas un poco de diversión.
—No, gracias —contestó él.
Entonces oyó su nombre y giró la cabeza. Era Federico. ¿Federico? ¿Qué hacía allí?, se preguntó. ¿Le habría pasado algo a Paula? ¿O a la niña? Entonces la vió. Sólo habían pasado dos semanas, pero se le puso el corazón en la garganta, estaba tan guapa con el pelo suelto…
—¡Pau! ¿Qué haces aquí?
—Había venido a verte, pero está claro que no me necesitas — contestó Paula, mirando a la rubia.
—No, espera. Te estás confundiendo…
—No lo creo. Fede, te espero en el coche.
—¡Pau!
Pedro intentó seguirla, pero su hermano se lo impidió.
—Déjala, ahora está enfadada y no va a escucharte.
—Pero tengo que hablar con ella…
—Ya lo sé. Mira, vuelve a casa. Nosotros llegaremos en un par de horas, tú puedes llegar por la noche. Quizá para entonces se le habrá pasado —suspiró Federico.
—Muy bien, de acuerdo.
—Nos vemos luego, Pedro.
Poco después, apareció Tomás.
—¿Quieres cenar algo antes de la final?
—No voy a presentarme a la final —contestó él.
—¿Por qué? ¿Te has hecho daño?
—No, he encontrado algo que me importa mucho más que la final. Pero tengo que convencerla.
Tomás sonrió.
—Pues buena suerte. Me alegro de que sigas siendo el mejor.
Pedro no se sentía así. De hecho, se sentía como un completo imbécil.
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