—¡Cómo vas a ser la granjera si no tienes más de dieciséis años!
La joven dudaba entre sentir orgullo o enfado, pero dejó pasar la cuestión teniendo en cuenta que apenas había luz y que su estatura era realmente pequeña.
—Pues claro que lo soy… Se ha atascado su coche en la nieve, ¿No es así?
Él detestaba encontrarse en una situación de desventaja y dijo:
—Necesito que me ayuden a remolcarlo… Me pregunto si su padre será tan amable de usar su tractor para tirar de él.
La joven contuvo la risa diciendo:
—Seguro que sí. El problema es que mi padre se encuentra en estos momentos en su casa de Berkshire. De todas formas, el tractor no funciona.
—¿Qué quieres decir con que no funciona? —dijo el hombre, molesto por el contratiempo.
—Pues que no arranca.
—Oye, ¿Podemos meternos en algún sitio donde no caiga nieve? — preguntó nervioso, peinándose los cabellos nevados con los dedos.
—Pase por aquí —dijo ella, mostrándole el camino hacia el establo.
Las vacas reaccionaron mugiendo y alzando sus cabezas, lo que asustó al intruso.
—Estarán bien atadas, ¿Verdad?
«Nuestro visitante de la ciudad detesta las vacas», pensó Paula, sonriendo.
—No se preocupe porque no hacen nada. Están más asustadas de usted que usted de ellas.
—Lo dudo mucho.
En ese momento, se oyó algo que caía al suelo.
—Tenga cuidado por donde anda —aconsejó Paula entre los mugidos de los animales.
—Pero, ¿Cómo voy a tener cuidado si no se ve absolutamente nada?
La joven fue consciente de que allí todo estaba negro como la tinta y que fuera todavía caía la nieve constantemente. No pudo evitar ponerse a tiritar.
—Lo siento, si pudiera, le ayudaría —dijo la joven solícitamente, dejando a un lado sus ganas de tomarle el pelo—, pero no se puede contar con el tractor. Si quiere, puedo intentar empujarle para desatascarlo.
—Lo dudo porque está enterrado bajo un montículo de nieve.
—¡Cielos! Bueno, pues podemos buscar alguna linterna y pedir ayuda… ¿Está usted inscrito en alguna compañía de seguros automovilísticos?
—Por supuesto —contestó Pedro agriamente—. Y es la primera vez que necesito su ayuda.
—Claro —sonrió Paula para sí misma.
—El coche no está estropeado —refunfuñó Pedro.
—Y, además, la tormenta de nieve ha sido algo inesperado.
La joven apenas pudo vislumbrar un gesto despectivo en el rostro del intruso. Sin duda, su coche nunca se atrevería a dejarle tirado. A diferencia del suyo. Ella había optado por hacer viajes cortos y en casos de extrema necesidad.
—Los llamaremos por teléfono. Sígame, por favor.
—¿Cómo te voy a seguir si no se ve nada? —preguntó Pedro agriamente.
Paula intentó agarrarle de la mano, pero en vez de acertar se la puso en el muslo.
—¿Se puede saber qué es lo que pretendes? —chilló el hombre, dando un respingo.
La joven no pudo contener una carcajada; poco a poco, la situación se iba transformando en una farsa.
—Lo siento, sólo quería tomar su mano para guiarle hasta la casa.
De nuevo, Paula alargó su mano y tras un embarazoso segundo, los fríos y suaves dedos del hombre se unieron a los de ella, que estaban prácticamente congelados.
—Estás helada, niña —murmuró tratando de hacerlos entrar en calor, protectoramente.
—Ya me he dado cuenta y, además, no soy una niña.
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