Paula estaba verdaderamente cansada: Hacía un frío gélido, sus manos agrietadas estaban a punto de sangrar y, por si fuera poco, Sandy tenía la ubre inflamada de nuevo. Se oyó un coche que pasaba a toda prisa por la carretera. Siguió escuchando y oyó el impacto del vehículo contra la barrera de nieve al final del camino. Suspiró… ¡Una vez más! Vendrían a pedirle ayuda, como siempre, y de nuevo, les iba a defraudar porque el tractor que podría sacarles del apuro no funcionaba. Mientras estaba ocupada con la ubre de la vaca, seguía pendiente de la llegada inminente de los accidentados.
—Pobre vieja amiga —murmuró Paula, mientras masajeaba con crema la lesión de Sandy.
Tendría que ordeñarla manualmente para evitar hacerle daño en esa parte de la mama. Era algo complicado para ambas porque la vaca no parecía sentir ninguna gratitud por su cuidadora, sino más bien todo lo contrario.
—Lo tuyo no es la cortesía ¿Verdad, vieja Sandy? —canturreó Paula, esquivando una patada del animal—. ¡Quieta!… Así, muy bien, buena chica.
La joven le dió una palmada en los cuartos traseros. En cualquier momento aparecerían los desconocidos, solicitando ayuda… Pero, de pronto, sin previo aviso, se fue la luz.
—Vaya. ¡Justo lo que necesitaba!
Esperó un rato para acostumbrarse a la oscuridad completa, preguntándose si sería un corte de corriente momentáneo o más prolongado. Entretanto, retiró el ordeñador automático de las ubres de Bluebell y lo guardó en su sitio. Era una verdadera faena que se hubiese ido la electricidad a la hora de ordeñar las vacas. Se había quejado mil veces a la compañía eléctrica por la deficiencia de su servicio y, sin embargo, no había conseguido que le pusieran la instalación nueva. El culpable de la situación era un enorme roble muerto que enredaba los cables del tendido eléctrico, haciéndolo fallar cuando soplaba el viento un poco más fuerte de lo habitual. Era evidente que hasta que no derribaran el árbol, no iban a molestarse en renovar los cables. El responsable era el propietario del árbol, es decir, ella misma. Le había pedido a una empresa que le hiciera un presupuesto para talarlo. Pero, resultaba demasiado caro y ella no podía gastarse ese dinero en algo tan trivial. La verdad es que ordeñar a mano treinta vacas no era algo trivial… Se oyó un ruido y una retahíla de juramentos que podrían haberla sonrojado, si no fuera porque ella también los decía de vez en cuando. Evidentemente, se trataba del desconocido que venía a pedir ayuda. Los perros estaban arremolinados a su alrededor, ladrando como locos. Paula retiró el cubo de leche que estaba debajo de Daisy y entreabrió la puerta del establo, para vislumbrar a duras penas de quién se trataba esta vez. Antes de salir, se caló el gorro de lana hasta las orejas, pero el viento la cubrió de gránulos de hielo cuando apareció en el patio, encontrándose de bruces con una silueta masculina.
—Hola…
—Perdone.
El recién llegado diço un paso hacia atrás murmurando algo que se confundía con su respiración. Paula levantó su rostro para verle mejor la cara; pero la ventisca le fustigó las mejillas implacablemente y le hizo llorar de frío.
—¿Necesita ayuda? —preguntó la joven, gritando todo lo posible.
—Necesito hablar con el granjero —dijo el hombre, esta vez a pocos centímetros de ella—. ¿Está tu padre?
Su forma de hablar, que denotaba hábito de dar y recibir órdenes, hizo sonreír a Paula. Le gustaba ese tipo.
—Yo soy la granjera.
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