martes, 21 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 17

La granjera le ofreció a Agustín una taza de té después de haber sacado el coche del cúmulo de nieve con soltura y eficacia.


—Bonito BMW —dijo el granjero—. En la ciudad debe de funcionar de maravilla…


Los dos granjeros se tomaron el té tranquilamente, mientras que Pedro luchaba para no patinar con su automóvil y dejarlo en el interior del patio.  En la parte de atrás había un ramo de flores para su abuela. Decidió dárselo a Paula para que alegrara la casa y así fastidiar a Agustín. Cerró el coche con llave y se dirigió a la cocina donde fue recibido con alegría por Jess, que había gruñido previamente al vecino. Siguió acariciando al perro, sonriendo ingenuamente. A Paula no le hizo gracia esa inocencia y le fulminó con la mirada. A continuación, le dió el ramo de flores a la joven, que ya era parte de su vida, puesto que la había besado aquella misma mañana. Agustín puso los ojos desorbitados y Paula se quedó sorprendida. Pero, a continuación, su mirada se entristeció: le habría gustado que las hubiese comprado pensando en ella.


—Eran para mi abuela, pero pensé que podrían hacerte ilusión.


—Y ahora qué es lo que toca —dijo Agustín, desafiante.


Y acercándose a Paula, se despidió de ella con un beso en los labios que la dejó perpleja.


—No dudes en llamarnos si tienes algún problema. Si no puedes con todo el ganado, en casa podremos ordeñarlas gracias al generador.


—Ya nos las arreglaremos —replicó Pedro, que estaba furioso por el beso que le había dado a Paula en los labios.


De nuevo, la granjera lanzó una mirada fulminante a su huésped y, acercándose a su vecino, le sonrió diciendo:


—Gracias, Agustín. Eres muy amable. Pensaré en tu ofrecimiento si la avería eléctrica dura más de lo normal.


—Sería un buen momento para que fueras sensata y me vendieras tu ganado.


—Te ibas ya, ¿No es así? —le espetó Pedro, mientras Paula le asesinaba con la mirada.


Agustín enarcó una ceja, hizo un ademán tosco para despedirse y cerró la puerta de la casa con un portazo. En ese momento, Luna comenzó a gruñir y se acercó a su ama lamiéndole los dedos furiosamente.


—La perra no parece apreciar mucho a tu galán —dijo el joven con mala cara.


—Ni yo a ustedes dos —dijo ella mientras ponía las flores a remojo para tratar de que recuperaran la frescura—. Parecen un par de gallitos revoloteando a mi alrededor; es simplemente ridículo. 


—No pensabas lo mismo cuando tenías seis años.


—Yo era una mocosa y me impresionaba mucho tu descaro… Además, tu abuela hacía unas tartas más ricas que las de la madre de Agustín.


—Espero que aún lo sean —dijo Pedro, riéndose.


—Lo son… Pero mi criterio actual es un poco más sofisticado.


El joven suspiró. Cualquiera que defendiera a Agustín el Buey, tenía una escala de valores equivocada, excepto Luna, claro está.


—¿Hay más cosas que hacer? —preguntó Pedro, dolido porque Paula defendiera al granjero.


—Sí, la limpieza. Ya que no te vas a marchar, puedes serme muy útil…


El joven se tragó los improperios que le pasaron por la cabeza y siguió a la granjera. Se le ocurrían cientos de maneras de serle útil en su vida, pero recoger la suciedad no era una de ellas… 


«La verdad es que es muy eficaz» pensó Paula. Podía recordar que hace veintidós años, el verano que conoció a Pedro fue muy especial. Lo pasaron en grande juntos, riéndose con complicidad de cualquier cosa. También se acordaba del mal humor de Agustín, siempre enfurruñado porque Paula había sido su chica hasta que apareció Pedro. Tan sólo ahora se había acordado de la rivalidad que existía entre ellos dos, cuando eran niños. Puestos a recordar, ella se preguntó cómo no la había reconocido Pedro, nada más verla. Quizá el joven había cambiado mucho en estos veintidós años… Se rió ella sola. Por supuesto que había cambiado… Por lo menos físicamente. Seguía teniendo las mismas disputas con Agustín que cuando tenían ocho años… De pronto, su sonrisa se eclipsó y se quedó mirando a sus vacas, tan gordas y saludables. Eran el orgullo del tío Tomás. Agustín estaba empeñado en que se las vendiera, pero la granjera no sabía muy bien si le interesaban realmente, o si se trataba de una excusa para ir a visitarla a menudo. En el fondo, le daba igual. Eran su sustento y no pensaba abandonarlas ni por amor ni por dinero. Además, no amaba a Agustín, y nunca lo amaría. 

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