martes, 28 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 25

Paula lo echaba de menos. Era ridículo, después de haber vivido completamente sola durante todo un año en la granja y sin necesitar a nadie a su lado. Pero el caso era que echaba de menos su risa, su compañía… incluso su irritante silbido. Lo echó de menos cuando Agustín vino a ayudarla con su tanque de agua y comenzó a hostigarla de nuevo con la compra de las vacas. No es que hiciera nada malo, pero su maciza presencia ya suponía de por sí una amenaza.


—¿Se ha ido Pedro? —preguntó a la granjera.


—Sí. Se ha ido con su familia —respondió Paula, molesta por la sonrisa mal disimulada del granjero.


—No lo necesitábamos para nada —dijo Agustín posesivamente.


—Pues yo sí lo he necesitado, y mucho —apostilló suavemente la joven—. Me ayudó enormemente con el agua del manantial.


—Sabes muy bien que yo podía haberte ayudado. Tú sabes perfectamente que yo haría cualquier cosa por tí, Paula.


La joven lo miró a los ojos y se acordó del nombre con que le había bautizado Pedro: Agustín el Buey. En efecto, su vecino se parecía enormemente a un buey: Era pesado, leal y completamente insensible.


—Gracias, Agustín. Es estupendo contar contigo como vecino…


—Soy algo más que un vecino —profirió el hombre rudo.


—Bueno, entonces, somos amigos. Como te digo, agradezco mucho tu ayuda —y la joven se dispuso a seguir con sus tareas—. Todavía tengo que dar de comer al ganado y recoger los huevos del gallinero.


—Si quieres, te ayudo.


—Oh, gracias Agustín. Ya has hecho demasiado por mí. Creo que puedo hacerlo yo sola.


El granjero se fue no especialmente contento. Paula pudo oír el motor de su tractor mientras ella se disponía a retomar su faena.  Estaba comenzando el deshielo y el tiempo se había suavizado notablemente en las últimas cuarenta y ocho horas. Paula se sintió aliviada al comprobar que la nieve se iba deshaciendo lentamente y que el rumor del manantial crecía alegremente. Cuando dejó a las gallinas, salió a pasear con los perros. De pronto, se dirigió hacia la casa de Alfredo, Luisa y Pedro. Se quedó quieta, culpándose por dejar marchar al joven arquitecto. Realmente, lo echaba de menos. Sin embargo, se dirigió hacia su casa recordando lo bien que lo habían pasado la noche anterior todos juntos. «Silencio. No debería pensar en esas cosas…» se decía. Acabó volviendo con los perros a la granja. Una vez en la cocina, la granjera echó nuevamente de menos a Sam. Le recordaba sentado en el asiento del tío Tomás que ahora estaba vacío. Notaba cómo le faltaba su presencia por toda la casa. Para distraerse, dió de comer a los perros. Cocinó unos huevos revueltos que estaban bastante malos. No tenían nada que ver con los que le había preparado el nieto de sus vecinos… «Esto es ridículo, deja en paz a Sam de una vez» se autocensuró la granjera. Pero esto resultaba sumamente difícil para ella. Subió al piso de arriba para deshacer la cama del joven y lavar las sábanas en cuanto pudiera utilizar la lavadora. Tuvo que hacer esfuerzos para no oler la ropa de cama que conservaba su aroma varonil. La joven pensó que era necesario espabilarse para no quedarse encerrada en su casa. Al fin y al cabo, ¡sólo convivía con sus animales! Siempre tendría a Agustín… Volvió a la cocina y puso agua a calentar. Encendió la radio, pero apenas quedaban pilas y no se oían más que ruidos molestos. Por lo tanto, se resignó a escuchar únicamente los ronquidos de Daisy. De pronto se oyó una sirena y la luz intermitente de un coche de bomberos llenó de curiosidad a la granjera. ¿Qué habría pasado? La sirena dejó de sonar y Paula se enfundó el abrigo y se puso sus botas. Cuando salió, vió que los bomberos se habían parado en la granja de los Stockdales. No parecía que hubiera fuego. De repente, descubrió que el tractor de Agustín estaba boca abajo en la entrada de la granja y se oían voces gritando.


—¿Agustín?


—¿Puedo ayudarla, señorita? —le preguntó un hombre que se acercó a ella apresuradamente.


—¿Hay algún herido?


—El hijo del granjero… ¿Quién es usted?


—Soy una vecina… ¿Está herido? 

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