—Desde luego, cariño. Y una semana se pasa volando. Me alegro de que puedas charlar un poco con tu madre.
Paula asintió, pensando qué bonito habría sido. Cuando tenía un segundo para sentarse, era su madre la que hablaba: de lo bueno que era Gerardo con ella, la ropa que se había comprado, las vacaciones que pensaban tomarse antes de que comenzase el trabajo pesado de primavera, lo feliz que era..., Pero nunca le preguntaba nada a ella.
—Supongo que tendrás un buen trabajo, cariño. Algún día me tienes que contar qué haces. Como te iba diciendo...
Los días se eternizaban. Le había escrito una nota a Lady Haleford diciéndole que volvería cuando consiguiese ayuda. Como su madre ya se encontraba bien, solo restaba esperar a que la señora Twist estuviese libre.
—No es necesario que haga nada mientras tú estás aquí —había dicho medio en broma.
Paula llevaba casi dos semanas con su madre cuando el doctor logró finalmente encontrar el momento para ir a Aldbury.
—Pero has venido a ver a Paula, ¿Verdad? —le dijo su tía, recibiéndolo con placer—. Pues no está aquí. Ha tenido que irse a casa a cuidar a su madre, que se encontraba enferma. Pensaba irse por una semana, pero he recibido una carta en la que me dice que tendrá que quedarse una semana más. No sé por qué no ha telefoneado.
La señora Twitchett la llamó y se puso un hombre al teléfono. Fue muy brusco y le dijo que Paula estaba ocupada.
Ya era tarde y el doctor tenía consulta por la mañana, una operación por la tarde y pacientes que visitar. Deseaba subirse al coche e ir a ver a Paula, pero era imposible. Tendría que esperar dos días más. Pensó en llamarla, pero eso podría empeorar las cosas y además podía hacer otra cosa. Volvió a su casa, se sentó ante su mesa y tomó el teléfono. Iba a averiguar qué sucedía. El médico de la señora Martínez fue muy solícito. No había motivo por el que Paula tuviese quedarse, a él le parecía que solo era una excusa para hacerla volver.
—¿Algo más? —se ofreció.
—No, no, gracias. Quería saber si su madre la necesitaba.
El doctor volvió a llamar por teléfono y oyó la voz firme de la señorita Chaves del otro lado.
—Tenía esperanzas de que ya hubiese vuelto —le dijo.
Habló con ella un rato y finalmente colgó para ir en busca de Bernardo. Después de aquello, tenía que armarse de paciencia hasta que pudiera ir a ver a Amabel. Partió dos días más tarde, por la mañana temprano, con Tiger a su lado y Bernardo despidiéndolo en la puerta. La vida iba a ser muy interesante, pensó Bernardo al verlo ir en busca de su futura esposa. Una vez fuera de Londres, Paula aceleró. Esperaba haber pensado en todo. Iban a suceder muchas cosas en las siguientes horas y no tenía que fallar nada. Llovía cuando llegó a la casa y ahora que el huerto de manzanos había desaparecido, la casa parecía desnuda y solitaria. Los invernaderos se veían extraños. Condujo hasta el costado de la casa, sacó a Tiger del coche, abrió la puerta de la cocina y entró.
Paula se encontraba frente al fregadero pelando patatas. Llevaba un delantal enorme y el cabello le caía en una trenza sobre el hombro. Estaba pálida y cansada, con aspecto triste. No era momento de dar explicaciones. El doctor se dirigió al fregadero, le quitó el cuchillo y la patata que pelaba, y la abrazó. No habló, no la besó, solo la estrechó entre sus brazos. En eso, entró el señor Martínez.
—¿Qué quiere? —preguntó el padrastro de malos modos.
—Vete a hacer la maleta y ponerte el abrigo —le dijo el doctor a Paula. Algo en su voz hizo que ella se separase un poco de él para elevar su mirada al rostro masculino. Él le sonrió—. Corre, mi amor —le dijo, dándole un suave empujoncito.
Ella subió y lo único que podía pensar era en que él la había llamado «Mi amor». Tendría que haberlo hecho pasar al salón a ver a su madre, pero en vez de eso, sacó la maleta del armario y la llenó. Luego tomó el abrigo y bajó. El doctor la había visto irse. Luego se dió la vuelta para enfrentarse al señor Martínez.
—No sé qué ha venido usted a hacer aquí —le espetó este.
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