martes, 7 de junio de 2022

Atracción: Capítulo 1

El incesante ladrido procedente del patio posterior de la mansión confirmó las sospechas de Pedro Alfonso. Su abuela estaba con los perros. Masculló un juramento y apretó el botón del timbre. Una alegre sinfonía empezó a sonar, ahogando los ladridos. Ni Mozart ni Bach eran suficientes para Beatríz Alfonso, la mujer que había fundado una próspera empresa de cosmética y cuidados para la piel junto a su difunto marido en Boise, Idaho. Ella tenía que tener una pieza por encargo de un reputado compositor neoyorquino. Pedro estaba allí para poner fin a esa loca fascinación por el mejor amigo del hombre. Era la única forma de salvar Fair Face, la empresa de la familia. La puerta de entrada se abrió. Una bocanada de aire frío le golpeó en la cara. El perfume de su abuela, siempre floral, estaba en todas partes. La abuela... Sus rizos cortos y blancos rebotaban en todas direcciones. Parecía que tenía cincuenta y siete años, en vez de setenta y siete.


–¡Pedro! He visto tu coche en las cámaras de seguridad, así que le he dicho a la señora Harrison que ya abría yo –las palabras salían de su boca a toda velocidad–. ¿Qué estás haciendo aquí? Tu asistente me dijo que no tenías tiempo libre esta semana. Es por eso que te mandé por correo las muestras de los productos caninos.


Pedro no esperaba que se alegrara tanto con su visita. Le dio un beso en la mejilla.


–Nunca estoy demasiado ocupado para tí.


Sus pupilas azules bailaron de alegría.


–Esto es toda una sorpresa.


Pedro sintió un sudor frío por la espalda. Era una pena no poder achacarlo a ese caluroso día de junio. Por muy profesional que quisiera parecer, a la abuela no le iba a gustar lo que tenía que decirle, pero se ajustó la corbata y la chaqueta del traje de todos modos.


–No he venido a hablarte como tu nieto. Tengo que hablar contigo como presidente de Fair Face.


–Oh, cariño. Yo te crié. Siempre vas a ser mi nieto.


Sus palabras le golpearon como un puño. Se lo debía todo a la abuela. 


La anciana abrió aún más la puerta.


–Entra.


–Bonito sari.


La abuela posó un instante.


–Lo tenía olvidado en el armario.


Pedro entró en el vestíbulo.


–Hay que tener un poquito de Bollywood en el fondo del armario, ¿No? –le dijo.


–Claro –Betty Alfonso cerró la puerta–. Vamos a charlar al patio.


Pedro miró a su alrededor. Algo había... Cambiado. Las obras de arte, dignas de los mejores museos, estaban donde debían estar. Los juguetes de perro, tirados sobre el brillante suelo de parqué, estaban como nuevos. Pero lo que más esperaba ver no estaba en su lugar.


–¿Dónde están...?


–En el salón.


Fue hacia la esquina. Las replicas de los portaviones de la marina de los Estados Unidos, de casi un metro de alto, estaban metidas en una flamante vitrina de madera. Tocó la cubierta del USS Ronald Reagan. Familiar, reconfortante, hogar...


–He hecho algunos cambios por aquí –le dijo la abuela desde detrás–. Pensé que debían estar en un sitio mejor que no fuera el vestíbulo.


Pedro se volvió hacia ella.


–Al abuelo le hubiera encantado.


–Eso pensé yo también. ¿Has comido?


–Piqué algo durante el camino.


–Entonces tienes que tomar postre. Tengo tarta. La hice yo misma–puso su delgada y venosa mano sobre el brazo de Pedro–. De zanahoria, no de chocolate, pero está muy buena.


–Tomaré un poco antes de irme.


La anciana esbozó una sonrisa de satisfacción. Por lo menos uno de los dos era feliz. Ya de vuelta en el vestíbulo, Pedro le dió una patada a una pelota de tenis.


–Es un milagro que no te rompas la cadera con todos estos juguetes de perro por ahí.


–Puede que sea vieja, pero todavía me siento ágil –la mirada de la abuela se suavizó. Se tocó el corazón–. Dios, cada vez que te veo, me recuerdas más y más a tu padre. Que Dios le tenga en su gloria. 

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