Paula miró al hombre que iba a su lado mientras caminaba por el vestíbulo de la sede de Fair Face. Sus pasos reverberaban en el suelo de mármol y decenas de preguntas sin respuesta daban vueltas en su cabeza. Con su flamante traje gris, Pedro Alfonso era el director perfecto, y se comportaba como tal. Sin embargo, debajo de esa fachada se escondía un hombre que soñaba con la aventura, un hombre que deseaba servir a su país, capaz de sacrificarlo todo por su familia. Se encontraron con un empleado cuyo turno terminaba muy tarde ese día. Pedro le saludó llamándole por su nombre. Era el tercero con el que se paraba.
–Todos nos quedamos impresionados con esos diseños para etiquetas, Antonio. Buen trabajo.
El empleado, un hombre mayor, canoso y con gafas de montura de metal, se marchó con una sonrisa en los labios.
–¿Conoces a toda la gente que trabaja aquí?
–No, pero todo el mundo lleva una plaquita. Eso me ayuda a recordar los nombres.
–Parece que los empleados agradecen tu esfuerzo.
–Trabajan duro –Pedro le abrió una de las puertas dobles de cristal–. Es lo menos que puedo hacer.
–Gracias.
Salieron al exterior. A las siete de la tarde el calor aún era asfixiante.
–Bienvenida al verano de Boise.
Un camión de comida de color verde fosforescente estaba estacionado junto a la acera. La gente hacía cola. El olor a ajo y a romero impregnaba el aire. A Paula se le hizo la boca agua. Miró el plato de tallarines con carne que servían por la ventanilla.
–¿Tienes hambre?
–Un poco –no había comido ese día–. Sea lo que sea lo que estén cocinando, huele bien.
–Sí.
De repente sonó una sirena. A Paula se le puso la carne de gallina a pesar del calor. Odiaba las sirenas. El sonido le recordaba muchas cosas, cosas que queríaolvidar. Cruzó los brazos y se obligó a seguir adelante. Tenía que olvidar, y quería que la gente también lo hiciera. Quería que la gente confiara en ella. Quería que Pedro confiara. «Deja de pensar en él». El sonido se perdió en la distancia. Tomando el aliento, bajó los brazos y señaló un cartel blanco que tenían delante.
–Aquí es donde tomo el autobús.
Pedro miró a la gente que esperaba. No había mucha.
–Déjame llevarte al estacionamiento de Park & Ride. Puedo seguirte hasta la casa de la abuela y después cenamos, si quieres.
Paula contuvo el aliento. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras no le salieron. Lo intentó de nuevo.
–Gracias, pero no tienes por qué molestarte tanto.
–Yo también tengo que cenar –sacó el móvil–. Voy a ver si la abuela ha cenado ya.
Solo era una cena con Betty, no una cita con Pedro. Él le enseñó un mensaje de texto en la pantalla del teléfono.
–La señora Harrison le iba a calentar algo a la abuela, pero ella prefiere tomar una pizza. ¿Te apetece una pizza con pepperoni y una ensalada?
–Suena muy bien –las palabras se le escaparon de la boca antes de poder detenerlas.
Él tecleó una respuesta. Los mensajes iban y venían.
–Ya está. La abuela va a pedir la pizza.
Paula miró hacia la parada de autobús y después miró a Pedro.
–Tienes que volver a Fair Face.
–Tengo el coche en el estacionamiento del edificio de al lado.
–Betty me dijo que había estacionamiento delante de Fair Face.
–Y lo hay.
–¿Y por qué no estacionas ahí?
–Prefiero que los empleados y visitantes utilicen los sitios más próximos a la entrada.
Paula no quería dejarse impresionar, pero no podía evitarlo. Le miró de reojo. Era tan apuesto, tan decidido, tan fuerte... A lo mejor se tomaba las cosas demasiado en serio. Unos minutos más tarde, Pedro le abrió la puerta por la que accedían a los ascensores del estacionamiento.
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