martes, 28 de junio de 2022

Atracción: Capítulo 25

De repente se oyó un grito. No era humano. Era un perro. Pedro echó a correr. Paula. Los gemidos continuaron. Otros perros comenzaron a ladrar.  Sabía que era un perro herido, pero el corazón se le salía del pecho. Aceleró más, respirando con violencia. En la cabaña de huéspedes solo estaba encendida la luz del porche. Siguió adelante, en dirección a la perrera. La puerta estaba abierta. Las luces estaban encendidas. Entró corriendo. Los perros no paraban de ladrar, agitados. Pedro miró a su alrededor. Paula estaba sentada en el suelo, con las piernas extendidas y un estetoscopio alrededor del cuello. Llevaba una camisola de color marfil que se le ceñía sobre los pechos. Había puesto su chaqueta sobre el perro que tenía sobre el regazo. Era el mismo animal que le había llenado de pelos el traje el día anterior. ¿Cómo se llamaba? ¿Sam? Simba. Se agachó a su lado. La tocó en el hombro.


–¿Qué pasa?


–Simba –Paula acarició al perro–. Tiene gases y le duele.


El perro parecía estar muy mal. El resto de animales no dejaba de ladrar. Simba no se movía.


–¿Es serio? –preguntó Pedro.


–No lo sé. No sé muy bien qué le pasa. El personal solo utiliza los productos que hace Betty, así que no me preocupa que sea un envenenamiento por sustancias químicas. Pero si comió demasiado, puede que sea un empacho. Voy a llevar a Simba a la clínica donde trabajo. No me quiero arriesgar.


–Se lo diré a mi abuela.


Al sacar el móvil se dio cuenta de que aún tenía la mano sobre el hombro de Paula. La retiró rápidamente.


–Dile a Betty que no se preocupe. La puerta de la despensa estaba abierta. Puede que Simba haya entrado y se haya empachado con algo.


El perro gimió de dolor.


–Apuesto a que comiste algo que no debías. ¿Es eso lo que pasó, pequeño?


Pedro tocó al perro.


–Yo te llevo.


–Gracias, pero tengo un transportín en el asiento de atrás. Tengo que acercar un poco el coche para que Simba no sufra tanto.


–Yo me quedo con él mientras vas a por el coche. 


–Pero te va a llenar de pelo.


–Solo es pelo. Y tienes un cepillo muy bueno –esbozó una sonrisa cómplice.


Ella se puso en pie.


–Gracias. Vuelvo enseguida.


Paula estacionó delante de la perrera y dejó el motor encendido. Abrió la puerta trasera y echó a correr, pero al entrar en la perrera se paró en seco. Pedro estaba sentado en el suelo, con su traje de firma, con la cabecita de Simba apoyada sobre el regazo. Le acariciaba suavemente y susurraba cosas.


–¿Cómo está?


–No te sientes muy bien, ¿Verdad, chico?


–Gracias por sentarte con él. Ya puedo meterle en el transportín.


Pedro se puso en pie antes de que se lo pidiera. Recogió al perro del suelo con facilidad.


–Yo lo llevo.


Le metió en el transportín y Paula comprobó el cerrojo.


–Te agradezco tu ayuda. Dile a Betty que la llamaré en cuanto sepa algo.


–Voy a echarles un vistazo a los otros perros y después me quedaré con la abuela hasta que llames. Ella quiere ir contigo.


–Podría ser una noche muy larga.


–Eso pensé yo. Abrió la despensa para buscar unas golosinas para el perro esta tarde. Se siente muy mal por no haber cerrado bien.


–Dile que no se preocupe. Simba se pondrá bien.


–Si no...


–No entremos en eso ahora.


Sus miradas se encontraron, tal y como había ocurrido ese primer día. Pero no era momento de ponerse a analizar las cosas. Pedro le dió un beso en la mejilla.


–Suerte.


Paula resistió el impulso de devolvérselo. Era el hombre menos indicado para ello. Cuatro horas más tarde, entró en la cabaña de huéspedes. Le dolían todos los músculos a causa del cansancio. Los párpados se le cerraban, pero no iba a dormir mucho esa noche. 

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