martes, 7 de junio de 2022

Atracción: Capítulo 4

 –No es tan fácil, abuela. Fair Face es una multinacional. Nuestros productos tienen que pasar por un período de pruebas e investigación para evitar cualquier posible daño a la salud –las palabras salieron lentamente, desprovistas de emoción.


Su abuela era una mujer muy lista, y estaba acostumbrada a salirse con la suya. Si no tenía cuidado, acabaría fabricando los productos y llevándose un cachorro a casa.


–No pienso exponer a Fair Face al gasto que supone colocar un producto en un mercado nuevo y desconocido.


La abuela suspiró.


–A veces quisiera que hubiera algo más de tu padre en tí. Me gustaría que no fueras tan cuadriculado.


Pedro sintió que la tensión aumentaba por momentos.


–No es nada personal. No puedo permitirme ni un error, y tú deberías estar disfrutando de tu retiro, y no trabajando en el laboratorio con tus ayudantes.


–Soy química. Esto es lo que hago. No tuviste ningún problema con la línea de productos infantiles –le dijo Betty, exasperada –. Ya entiendo lo que pasa. No te gustan los productos para perros.


–Yo no he dicho eso.


–Pero es cierto –le miró como si estuviera dispuesta a probar una hipótesis–. Tienes esa mirada, la mirada que ponías cuando decías que te daba igual si tu padre venía a casa por Navidad o no.


–Nunca le necesité aquí. Ya te tenía a tí y al abuelo –Pedro decidió probar con otra táctica. Acercó un poco la silla–. Recuerda el lema de marketing del abuelo...


–El rostro más bonito de todos...


–Esas palabras siguen marcando la filosofía de la empresa, cincuenta años después –Pedro se inclinó hacia ella, como si la cercanía pudiera suavizar el golpe–. Siento decirlo, pero los productos de perro, por muy naturales u orgánicos, o aromaterapéuticos que sean, no tienen sitio en una empresa como Fair Face.


–Pero sigue siendo mi empresa –dijo la abuela, enfatizando cada palabra con un tono firme.


–Lo sé, pero no solo depende de mí.


Un avión pasó por encima de ellos. El silencio se prolongó.


–Me reuní con los jefes de departamento antes de venir. Les enseñé las muestras. Hice cuentas, calculé márgenes.


–Y...


–Todo el mundo ha puesto grandes expectativas en la nueva línea infantil, pero están de acuerdo en que entrar en el ámbito de los productos para animales repercutirá en la imagen de la empresa y nos llevará a tener pérdidas que andarán entre el dos coma tres y el cinco coma siete por ciento.


Pedro esperaba alguna reacción, pero la abuela permaneció en silencio, acariciando a un perrito.


–¿Todo el mundo lo cree?


Pedro asintió. La anciana le miró con ojos incrédulos. Había puesto la misma cara cuando le habían diagnosticado Alzheimer a su abuelo. Algo brilló en su mirada. Era una chispa de resignación, o más bien de determinación.


–Bueno, pues ya está. Confío en tí y sé que sabes qué es lo mejor para Fair Face. Pau y yo encontraremos otra manera de sacar adelante los productos. Esos pingüinos de Fair Face se equivocan. Hay mucho mercado para mis productos de animales. Muchísimo.



El sol calentaba las mejillas de Paula Chaves. Una dulce fragancia a rosas flotaba en el aire. Atravesó el jardín del patio posterior de la casa de Betty. Iba acompañada de dos perros, Simba, el elkhound noruego, y Rocky, un bichon frisé. Los animales olisquearon un poco el suelo. Debían de buscar algún premio escondido, o quizás querrían hacer sus necesidades. Paula se guardó el teléfono móvil en el bolsillo.


–No se despisten, chicos. Betty nos espera en el patio.


No sabía qué quería su jefa, pero tampoco importaba. Betty la había rescatado de la misma forma en que rescataba a los perritos de la perrera. Estaban allí de forma temporal, pero al menos tenían la esperanza de encontrar un hogar. Simba levantó las orejitas.


–¿Oyes a Betty?


Los dos perros corrieron en dirección al patio. Paula aceleró el paso. Dobló una esquina. Betty estaba sentada junto a un hombre, bajo la sombrilla. Cinco de los perros reclamaban su atención, golpeando el suelo con las patas. La anciana la saludó con la mano. El hombre que estaba junto a ella se volvió. «Vaya. Hola, guapetón», pensó Paula. Un hormigueo le subió por el estómago. Ninguno de los perros le gruñía.

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