A la mañana siguiente, Paula fue a correr en compañía de Simba. Ya de regreso, el sudor le caía por toda la cara. Las piernas le temblaban por el ejercicio.
–Vamos a llevarte a la perrera y luego voy a ver a Betty por si necesita algo.
–Mi abuela quiere verte.
La voz de Pedro le puso la carne de gallina. Era una extraña sensación. Tres visitas en tres días. Pero ese día no iba a la oficina. Era sábado.
–Sales a correr.
–Los perros –Paula abrió la puerta de la perrera. El aire fresco del interior la ayudó a mantener el control–. Yo sujeto las correas y dejo que me lleven.
–No te gusta correr.
–¿Tengo aspecto de atleta? –le preguntó por encima del hombro–. No contestes a esa pregunta.
Pedro esbozó una sonrisa. Si era genuina o no, era difícil saberlo. La siguió hacia el interior de la perrera. La puerta se cerró tras él.
–¿Por qué vas a correr si no te gusta?
–Algunos perros prefieren correr antes que caminar –abrió la puerta del recinto de Simba y le quitó la correa.
El animal fue hacia el bol de agua directamente.
–Así que vamos a correr.
–Veo que sí se te dan muy bien los perros.
–El tono muscular es importante. A los jueces no les gusta ver perros gordos y fofos.
–¿También llevas a los pequeños?
–A esos los llevo a andar –miró todos los recipientes de agua para ver si estaban llenos–. Seguimos el ritmo que les permitan sus patas.
–¿Cuándo los llevas a caminar?
–Ya lo he hecho.
Paula solo deseaba que se marchara cuanto antes. ¿Acaso no tenía a nadie más con quien entretenerse?
–Voy a ver qué necesita Betty.
–Voy contigo.
–Seguro que quieres pasar todo el tiempo posible con tu abuela.
–Eso es.
«Mentiroso». Paula se mordió la lengua para no decir la palabra en alto.
Betty estaba en la cocina, con la bata de laboratorio puesta. La señora Harrison estaba lavando verduras y María estaba frente al fuego, moviendo el contenido de una sartén.
–Querías verme –dijo Paula.
–Sí –Betty junto las palmas de las manos–. Tengo noticias. Malas y buenas.
–Empieza con las malas.
–No puedo ir contigo al concurso de Oregón la semana que viene.
Paula dió un paso adelante.
–¿Pasa algo?
–Oh, no, cariño. Estoy bien, pero me he enterado de que a una vieja amiga le van a dar una fiesta sorpresa. No puedo perdérmelo.
–Oh. Muy bien. Ve y pásatelo bien. Estoy acostumbrada a presentarme sola a los concursos.
–No vas a estar sola –dijo Betty–. Esa es la buena noticia. Pedro va a ir contigo para que pueda ver lo que hacen nuestros productos.
Paula retrocedió todo lo que había avanzado hasta que se tropezó con algo duro y muy alto. Pedro. Dió un salto adelante.
–Lo siento.
–No te preocupes.
La noticia no era buena. Un fin de semana entero en compañía de Pedro... Tenía que impedirlo.
–¿Has ido a algún concurso canino?
–No, pero necesito saber cómo son los productos para poder ayudarte.
Paula no tenía tiempo de entretenerle, ni tampoco estaba dispuesta a soportar otro de sus interrogatorios sutiles. Tenía que hallar una forma de convencerle para que no fuera.
Al lunes siguiente, el corazón de Pedro latía en sincronía con sus zapatos negros de piel al golpear el suelo de madera. Mientras trabajaba con Paula en el proyecto se había enterado de dos cosas. Era de una pequeña ciudad situada a las afueras de Twin Falls, Idaho, y su padre se llamaba Miguel. El detective al que había contratado ya había hecho uso de la información para recopilar más datos. La farsa había terminado. Pedro sabía que el instinto le decía la verdad sobre ella. Apretó con fuerza la carpeta que contenía evidencias irrefutables de la culpabilidad de Paula Chaves. Estaba intentando timar a su abuela. Ya no quedaba duda alguna. Entró en el solárium de la finca con un único objetivo en la cabeza: Apartar a esa manipuladora de su abuela.
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