–Te vamos a echar de menos.
Betty parecía profundamente decepcionada.
–¿Trabajas esa noche, Pau? –su voz sonaba temblorosa.
Pedro puso la mano sobre la de su abuela de forma automática.
–¿Abuela, te encuentras bien?
La señora se miró las manos.
–Había olvidado que trabajaba el miércoles. Tengo a una asistenta que me recuerda las cosas, pero... –sacudió la cabezalentamente.
Pedro entendía el origen de su preocupación. Su abuelo había padecido Alzheimer.
–No te preocupes. Ya tienes demasiadas cosas en la cabeza.
–Sí. Eso es –dijo Paula.
–Debería ser capaz de recordar detalles como los horarios de Pau.
–No te he dicho el horario que tengo la semana que viene. Me llamaron esta misma mañana para decirme qué turnos voy a hacer. No has olvidado nada porque no lo sabías.
–¿No?
La incertidumbre que había en su voz preocupó mucho a Pedro. Era hora de llamar a su médico.
–No –le confirmó Paula.
–Voy a quedarme por aquí esta tarde –dijo Pedro de pronto.
La decisión causaría estragos en su agenda laboral, pero teníam que estar ahí para la abuela. Además, así podría averiguar qué se traía entre manos la ayudante de veterinaria.
–Puedo terminar mi trabajo aquí, y después cenaremos.
Betty se puso erguida. La sonrisa le quitaba veinte años de golpe. Los ojos le brillaban. Se frotó las palmas de las manos.
–Eso estaría muy bien.
–María, la nueva cocinera, va a preparar lasaña usando mi receta para la salsa. A Pau le encanta, ¿Verdad?
–Sí.
–Es estupendo, pero llamemos a tu médico primero.
–No me pasa nada. Me hice una revisión completa hace dos meses. El doctor Latham dice que me encuentro muy bien, y que tengo la memoria de un elefante.
–No tardaré nada llamándole.
Betty se inclinó hacia su nieto.
–Estás preocupado por mí.
Pedro asintió. La anciana le hizo una caricia en la mejilla.
–Siempre has sido un chico muy dulce y sensible.
–Ya hace tiempo que no soy un chico.
–Cierto, pero yo todavía recuerdo cómo corrías desnudo por la casa –Betty miró a Paula–. Nunca quería llevar ropa, a no ser que fuera un traje de superhéroe o de camuflaje.
–¿Cuántos años tenía? ¿Tres?
–Tres, cuatro, cinco... Parece que fue ayer –dijo la abuela con un toque de nostalgia. Se puso en pie–. Por favor, no te preocupes por mí. Estoy bien.
Pedro no estaba tan seguro. Se puso en pie también, pero ella le hizo sentarse de nuevo.
–Cómete lo que te queda de la tarta. Le voy a decir a la señora Harrison que te vas a quedar a cenar.
–Iré contigo.
paula apuntó hacia abajo con el pulgar. El gesto era inconfundible. Volvió a sentarse.
–Bueno, creo que mejor me terminaré la tarta.
–Hazlo. Y después puedes irte al estudio a trabajar –dijo Betty y echó a andar hacia la casa.
Las puertas que daban al patio se cerraron tras ella. Pedro se inclinó hacia Paula por encima de la mesa. No sabía si le caía bien o no, pero no se fiaba de ella.
–¿Qué pasa con mi abuela?
Paula miró hacia la casa. Reprimió una sonrisa.
–Seguro que va a ir directamente a la despensa a buscar los ingredientes para preparar tu tarta favorita.
–¿Qué?
–¿Recuerdas lo que dijiste? ¿Que ella haría cualquier cosa para salirse con la suya?
–Sí –dijo Pedro, arrugando los párpados.
–Betty nos la ha jugado a los dos haciéndose la olvidadiza.
–No haría eso.
–Sí que lo ha hecho –Paula se echó a reír–. Será mejor que practiques tu cara de póquer o que te prepares para sus triquiñuelas, porque esta le ha funcionado muy bien.
–¿Eh?
–No solo te has quedado para tomarte la tarta, sino que también vas a cenar.
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