—Bueno, ¿De qué querías hablarme? Le dijiste a mi secretaria que había algo que necesitabas comentarme.
—Así es —unió sus manos sobre el regazo para ocultar que le temblaban. Era mejor decirlo todo— Tengo una oferta de trabajo.
La expresión de Pedro no cambió.
—Ya.
—Es una gran oportunidad profesional. Parece que las Torres Alfonso no son las únicas beneficiadas de toda esta publicidad. Alguien más ha visto mi trabajo y le ha impresionado lo suficiente como para ponerse en contacto conmigo.
—No me sorprende.
—A mí sí. No me lo esperaba en absoluto.
—No se por qué. Eres muy buena en tu trabajo, Paula. Era cuestión de tiempo que alguien te agarrara.
Quería que él la agarrara, y esperó que eso fuera lo que había dicho entre líneas. Necesitaba desesperadamente saber cómo se sentía él con todo aquello, pero su rostro era inexpresivo. ¿Qué estaba pasando? Nunca había sido la presidenta de una corporación de millones de dólares, pero si su asistente le anunciara que tenía una oferta de trabajo, tendría algunas preguntas que hacer. Muchas. Estaría preguntado quién, qué, cuándo, dónde, por qué y cuánto le iban a pagar para ver si podía igualar la oferta.
—Es en Atlantic City —dijo ella de forma voluntaria para señalar que el sitio estaba en la otra punta del país, por si necesitaba que se lo recordara por si le preocupaba que ella estuviera tan lejos.
—Me alegro de que no trabajes para ninguno de mis competidores de Las Vegas.
Así que no estaba preocupado por la distancia. Sintió dolor en el pecho.
—Tengo un contrato con Alfonso Inc. así que puede que tenga que decirles que...
—No hay ningún problema. Puedo liberarte del contrato.
«Por favor, no», quiso decir. «Dime que te lo debo, dime que me quede», pensó.
—Si hubiera sabido que ibas a hacer esto tan difícil... —luchaba para mantener la serenidad.
—Es lo que tú quieres —respondió Pedro encogiéndose de hombros.
Lo que quería era que le dijera que la amaba, que se volvería loco si se iba. Quería que se pusiera de pie, bloqueara la puerta con su cuerpo y le dijera que se quedara porque no podía vivir sin ella. Pero lo que estaba haciendo era apartarle los obstáculos para que pudiera irse. Había recibido el mensaje alto y claro. Había sido en serio lo de nada de compromisos.
—Entonces está arreglado —le costó cada brizna de su capacidad de autocontrol contener el dolor hasta que pudiera salir del despacho— A menos que tengas algo que añadir...
—No.
—De acuerdo —se puso de pie— Tendrás mi dimisión en tu mesa antes de que me vaya hoy a casa.
Pedro asintió con la cabeza.
—Buena suerte, Paula.
—Gracias.
Deseaba con todo su corazón escucharle decir: «estaremos en contacto», pero no lo dijo. Pedro estaba de nuevo concentrado en el trabajo que ella había interrumpido. Nunca sabría cómo había conseguido llegar hasta la puerta sin perder la dignidad. Era mucho peor que la anterior vez que lo había dejado, porque ahora sabía lo bien que podían estar juntos. Cuando estuvo sola, las lágrimas que había estado conteniendo nublaron su vista y se deslizaron por sus mejillas. Podría jurar que había escuchado el sonido de su corazón al romperse. Y se juró que sería la última vez que Pedro Alfonso la hacía llorar.
Pedro apoyó los codos en la mesa y se frotó los ojos. Exhaló una gran cantidad de aire, miró el reloj y se sorprendió de que fueran las nueve de la noche. Estaba cansado, pero no lo suficiente. Tal vez si se agotaba pudiera olvidarla. Paula. Hacía sólo una semana que se había ido de Las Vegas, pero para él se había marchado el día en que Luciana le había contado lo de la oferta de trabajo. ¿Por qué aquello era mucho peor que la vez anterior que se habían separado? Porque esa vez la conocía de verdad. No sólo sabía que le gustaban las avellanas en el chocolate, sino que se había dado cuenta de que había querido a la niña tanto como él y que se había culpado por no haber sido capaz de traerla al mundo. Se había dado cuenta de que era brillante y divertida además de sexy. Y fuerte, aunque con mucho miedo a cometer un error que pudiera convertirlos en clones de sus padres. Si hubiera sabido todo eso un año antes, no estaría ahí sentado echándola de menos. Necesitándola, queriéndola.
—¿Por qué demonios estás todavía aquí? —dijo Luciana desde la puerta del despacho con las manos en las caderas.
—Porque tengo trabajo.
—Por favor...
Pedro se recostó en el respaldo. No le apetecía aquello. Echaba de menos a Paula.
—Estás guapa —dijo, era la verdad—¿Has cenado con Nan?
—Hemos ido al Pinnacle —confirmó ella— Está esperando abajo. He pensado que seguirías en tu despacho.
—Como ya te he dicho, tengo mucho trabajo.
—Trabajas demasiado.
Él se encogió de hombros.
—Siempre espero que los duendes vengan por la noche y hagan el trabajo por mí.
—No va a funcionar, Pepe.
—Ya lo sé. Los duendes necesitan que les diga unas cuantas cosas.
—No me refiero a eso —dijo haciendo una mueca— Puedes correr pero no puedes esconderte. Creo que deberías haberla retenido.
—¿A quién?
—No te hagas el tonto. ¿Por qué dejaste que se fuera Paula?
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