sábado, 1 de abril de 2017

Te Necesito: Capítulo 11

—¿Sabes? —empezó a decir— Creo que nunca conociste a mi familia.

Él frunció el ceño.

—No, ahora que lo mencionas... ¿Por qué?

—Es una larga historia. Basta con decir que, si mis padres hubieran venido a nuestra boda, mi bombazo habría sido sólo una nota a pie de página al lado de su guerra.

—Ah.

—Seguro que mi madre habría discutido con mi padre y habría dicho que su marido habría sabido qué hacer conmigo.

—¿Aunque sea tu padrastro?

—Habría buscado alguna razón y se habría atrincherado en ella. Y papá... — sacudió la cabeza— Si ella dice blanco, él dice negro.

—¿Se pelean?

—Como Capuletos y Montescos —afirmó.

 En su propia historia la única víctima había sido su corazón. Y seguía siendo un final trágico debido al bagaje que aún arrastraba, producto de su niñez.

—Siempre pensé que era irónico que me pusieran el nombre de una ciudad que se enorgullece de ser neutral. Ahora los dos pueden estar en la misma habitación y tener una conversación civilizada, pero era mucho peor cuando estaban casados.

—¿Cuánto hace que se divorciaron?

—Mucho tiempo, como diez años —dijo recordando el temor y la inseguridad que había pasado encerrada en su cuarto tapándose los oídos con las manos para no escuchar las peleas, las acusaciones y los insultos. Se encontró con los ojos de él mientras trataba de ocultar el dolor en los suyos— Pero fue lo mejor. La relación fue horrible durante demasiado tiempo. Y seguían intentándolo por mí.

—¿Te refieres a eso cuando dices que lo correcto puede ser un error?

En realidad había pensado en las razones de Pedro para seguir adelante con su boda, pero podía ser una buena oportunidad para hacerle pensar que se había referido a sus padres.

—Sí —asintió— A eso me refería.

Él la miró con detenimiento.

—Nunca me hablaste sobre lo que es crecer en un campo de batalla.

—¿No? Frunció el ceño al recordar. Costaba creer que nunca le hubiera hablado de su traumática niñez. Por el contrario, sí recordaba la atracción inflamable que ambos habían compartido. Cuando estaban en la misma sala, saltaban chispas.

Todo lo relacionado con su historia había sido caliente y los había consumido. Habían hecho de todo con sus bocas excepto hablar. Era inevitable que la pasión se agotara, que las ascuas se convirtieran en cenizas. Si hubiera habido algo más que el embarazo que los mantuviera unidos, Pedro no habría desaparecido sin una palabra. Si hubieran seguido adelante con la boda, habrían terminado odiándose. Esa era una de las causas de que se hubiera arrepentido y no se hubiera casado con él. No quería terminar odiándolo. Tampoco quería sentirse atraída por él, pero todavía no sabía cómo iba a hacer para acabar con la atracción. Esperó que él pensara que se refería a su infancia cuando dijo:

—Supongo que lo único que deseo es dejar el pasado atrás.

Siguiendo las indicaciones de Paula, el chofer de la limusina condujo hasta un estacionamiento al lado de un edificio blanco en la esquina de Las Vegas con Sahara Boulevard. Habían pasado varias horas recorriendo capillas y ella no había podido resistirse a tomarse una pequeña compensación. ¿No había querido ir con ella? Pues ya sabía lo que era el trabajo de ir de acá para allá.

El sol había caído, pero la oscuridad aún no impedía que se vieran los baches del estacionamiento ni lo deslucido de la fachada del edificio. Al otro lado del bulevar brillaban las luces de neón de la entrada del Hotel Sahara.

La puerta de Paula se abrió y Pedro la sujetó mientras ella salía tratando de no enseñar mucho por lo corto de la falda. Estaba segura de que él no se perdía detalle. Pedro miró alrededor y levantó una ceja cuando vio el cartel en el edificio: «El jardín del amor». Paula luchaba por mantener una expresión inocente.

—¿Qué te parece? —Le confiere un nuevo sentido a la expresión «capilla para bodas» —respondió él.

—Aún quiero echarle un vistazo —dijo conteniendo la risa.

—¿Por qué? —parecía escéptico.

 —No tardaré mucho.

Entraron a un pequeño vestíbulo atestado de gente. A la derecha había una pared con una ventanilla y Paula golpeó suavemente el cristal. Un adolescente la abrió. Le brillaba el pelo negro debido a algún producto que servía para que pareciera un puercoespín. El muchacho se quitó los auriculares enchufados al MP3.

—Bienvenidos al Jardín del amor.

—Gracias —respondió ella— Me gustaría conocer sus ofertas. Estoy organizando una boda —eso era verdad.

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