Londres, día de Navidad.
-Supongo que los millonarios también tienen problemas.
Paula Chaves esperó una respuesta del soltero millonario que estaba a su lado en el taxi y Pedro Alfonso no la decepcionó. Él la miró.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Lo siento. ¿Lo he dicho en voz alta? -preguntó haciéndose la inocente.
-Sabes muy bien que sí. ¿Ha sido una tontería? No me vengas con ésas, Paula -dijo él, con tensión en la voz. Era evidente que el viaje de negocios al que le había pedido que lo acompañara era importante, ya que se notaba que estaba muy tenso.
Y eso empezaba a preocupar a Paula. Pedro era un hombre rico, atractivo, carismático y, a menudo, calificado como el soltero más cotizado de Nueva York. Tenía el cabello corto y negro y sus ojos eran azules, con brillo de niño malo. Todo él transmitía una sensación excitante que había conseguido llegar a lo más profundo del corazón de Paula. Una vez, pero no dos. En un principio, ella se había enamorado de él. Enseguida, descubrió que no era un hombre de una sola mujer. Así que el hecho de que Pedro nunca intentara nada con ella la convenció de que ella no era su tipo. Pero no le importaba. Le gustaba su trabajo.
Durante los dos últimos años, Pedro y ella trabajaban juntos. Su carácter sensato contrarrestaba el carácter impulsivo de él. Habían sido un equipo. Hasta que él la implicó en sus planes de Navidad. Aunque desde que habían salido de Nueva York, Pedro no había sonreído, ni bromeado, una sola vez. Su manera de comportarse hacía que ella se sintiera culpable por haberse metido con él. Quizá, si ella bromeaba un poco, conseguiría animarlo.
-Si con tontería te refieres a mi estado actual de irritación, permíteme que te diga que tengo un buen motivo. Es Navidad y estoy en el continente equivocado. ¿Hay algún motivo por el que este viaje no haya podido hacerse más tarde?
-Es sólo un día, y prometí compensarte.
-¿Y cómo se compensa a alguien por hacerle perder el día de Navidad? Tenía planes.
-Lo sé. Lo dejaste muy claro.
Él sabía que sus planes no consistían en pasar aquellos días con su familia. Sus hermanos y hermanas estaban casados y pasaban las navidades con las familias de sus respectivas parejas. Ese año, sus padres iban a hacer un crucero. Habían invitado a Paula porque sentían lástima de su hija soltera de veintiocho años. Ella había rechazado la invitación porque le parecía demasiado patético, pero no se lo había comentado a Pedro. Se habría metido con ella acerca de que no tuviera vida amorosa y habría sido demasiado humillante.
-Es un buen detalle por tu parte venir...
-No, no lo es. Yo no soy buena.
-De acuerdo. Eres mala. Podré vivir con ello -durante un segundo, le dedicó su encantadora sonrisa.
¿Por qué la sonrisa de Pedro Alfonso era siempre tan potente? ¿O tal vez la tensión la hiciera parecer más emocionante de lo habitual? «Ni lo pienses», se dijo ella.
-No puedo creer que para traerme aquí hayas utilizado la excusa de «porque soy el jefe».
-No parecía que nuestras diferencias de opinión fueran a solucionarse. Y, para no perder tiempo, me pareció lo correcto.
-Que yo haya venido no tiene más sentido que antes. ¿Desde cuándo necesitas que vaya contigo? ¿Y qué negocio no puede esperar un día? Más importante aún, ¿Quién hace negocios el día de Navidad? No es el estilo estadounidense.
-Entonces me alegro de que estemos en Gran Bretaña.
¿Acababa de darle un corte? Eso tampoco era algo habitual en él. Pero antes de que pudiera preguntarle qué diablos le pasaba, el coche se detuvo frente a un restaurante. Fue entonces cuando ella se percató de que, por discutir, no había visto nada de Londres. Al menos, Pedro le había prometido que pasarían allí un par de días. Eso era lo que había conseguido que aceptara ir con él.
-¿Por qué paramos aquí? -preguntó ella.
-Hay algo que tengo que hacer.
La expresión de su rostro era oscura y de enfado. Ella se asustó porque era la primera vez que lo veía así.
-¿Qué ocurre, Pedro?
-Tengo que ver a mi hermana.
-¿Tu hermana? -preguntó asombrada-. No sabía que tuvieras una hermana.
-Ahora ya lo sabes.
-¿Y qué más no sé? -preguntó mientras el conductor abría la puerta para que salieran.
«Muchas cosas», pensó Pedro, e ignoró su pregunta. Se encontraría con Sonia y conocería a su marido. Después, se marcharía. El aire frío de Londres inundó sus pulmones al bajarse del coche. Caminó despacio hacia el restaurante Bella Lucia de donde, doce años atrás, no había podido salir lo bastante deprisa. La verja y el patio delantero del edificio le resultaban familiares. A través de las ventanas vio que había gente en el interior. Su familia. Y él estaba mirándolos desde fuera. La idea provocó un fuerte sentimiento de vacío.
-¿Pedro?
Él miró a Paula, agradecido por su presencia y decidido a no comentárselo. Sólo sería una vez, porque él no podía permitirse necesitar a nadie.
-Vamos, terminemos de una vez con esto -dijo él.
-Vaya manera de hacer que me alegre aún más de haberme perdido uno de los mejores días festivos del año.
Su sarcasmo lo hizo sonreír. La sinceridad brutal era lo que le gustaba de Paula. Nunca le había parecido tan indispensable tenerla a su lado. Abrió la puerta, entró en el restaurante y miró a su alrededor. Todo era diferente. El local se había convertido en un restaurante moderno. Un restaurante que quedó en silencio cuando todo el mundo se volvió para mirarlo. Él reconoció a su tío Juan, en el centro de la sala con una copa en la mano. Horacio Alfonso estaba de pie, a su lado, y Pedro miró a los ojos de su padre desde el otro lado de la habitación. El resto de la familia estaba agrupada a ambos lados de los dos hombres y miraban a Pedro y a Horacio alternativamente. Pedro habría jurado que todos estaban conteniendo la respiración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario