—Los padres de Pedro fueron buenos amigos de Beatríz y míos, pero se fueron demasiado pronto. Nosotros estuvimos ahí para lo que hiciera falta, pero Pedro se hizo cargo de todo, se graduó mientras trabajaba y sacaba adelante a su hermana. Ella es una chica preciosa y mi hijo un hombre afortunado. Así que esta noche que celebramos su compromiso, quiero compartir algo que la madre de ellos dijo una vez. La vida no se mide por el número de veces que respiramos, sino por el número de veces que nos deja sin respiración. Ella está mirando desde el cielo esta noche y deseándoos una vida de momentos sin respiración.
Paula estaba emocionada y contenta de estar en la sombra mientras las lágrimas inundaban sus ojos. Debía de haber sido increíblemente difícil para Pedro hacer lo que había hecho llorando aún la pérdida de sus padres. Más aun si se tenía en cuenta el éxito que había tenido. Era un hombre extraordinario.
Pedro fue el último en brindar por la pareja. Cuando Luciana lo abrazó, el cariño que despidió su abrazo prácticamente incluyó a Paula entre la categoría de las idiotas lloronas. Como organizadora sabía que los brindis eran prácticamente el final de la celebración, aunque los invitados podían quedarse todo lo que quisieran. Así que para ella aquello había terminado y podía marcharse.
Pedro la detuvo en la puerta.
—Eh, Cenicienta, no son las doce. ¿Tienes una carroza de calabaza estacionada?
—El equipo del hotel está pendiente de si alguien necesita cualquier cosa. Mi trabajo aquí ha terminado —dijo tranquilamente esperando que la tenue luz no dejara ver los restos de llanto en sus ojos.
—Ha sido un trabajo espectacular. Has superado tu propio listón. Va a ser difícil de mejorar.
Su tono era de broma, pero que le dijera aquello la emocionaba. Había estado luchando por contener las lágrimas y tuvo miedo de que aquello volviera a desbordarlas. Su vulnerabilidad demostraba que no era un buen momento para enfrentarse a Pedro.
—Me alegro de que te haya gustado todo. Buenas noches.
Pedro le puso una mano en el brazo.
—¿Qué pasa, Paula? ¿Estás llorando?
—Claro que no —dijo sorbiendo— Soy una profesional. Una roca. Nervios de acero. Las organizadoras de eventos no lloran.
Él le tendió el pañuelo.
—Si tú lo dices...
—Lo siento —dijo tendiéndole el pañuelo manchado de maquillaje después de limpiarse los ojos.
Pedro le levantó la barbilla con un dedo y estudió su rostro.
—¿Por qué estás triste?
—¿Quién dice que esté triste? ¿No has oído nunca la expresión lágrimas de alegría?
—Sí, y por eso me he figurado que tenía el cincuenta por ciento de posibilidades con la pregunta. La verdad es que nunca he podido apreciar la diferencia, pero no has respondido a mi pregunta. ¿Qué es, alegría o tristeza?
—No estoy segura —respondió encogiéndose de hombros.
—Entonces no sé cómo reaccionar.
—Puede que un poco de ambas —dijo sorprendida agradablemente al ver que él se preocupaba por sus sentimientos— Estaba imaginando lo horrible, lo duro que tiene que ser perder a los padres.
Él frunció el ceño y se metió las manos en los bolsillos.
—Sí, lo es.
—Pero Luciana y tú tuvieron a los Paz. Y se tuvieron el uno al otro. Eso tiene que ayudar. Tener gente a la que recurrir.
—La familia de Nan es extraordinaria —se detuvo y encontró su mirada— Pero tú tenías a tus padres.
—No mucho —le quitó el pañuelo de la mano— Lucharon por mi custodia durante mucho tiempo, hasta que ganó mi madre. Después de un tiempo se cansó de ser una madre sola responsable.
—¿Qué sucedió?
—Me dejaba con mi abuela cuando tenía alguna cita. Luego mi padre y mi madre volvieron a casarse y formaron nuevas familias. Y yo me quedé donde estaba.
—¿No fuiste a vivir con tu madre? —la rabia vibraba en su voz.
—Lo hablamos. Aunque en realidad sólo me preguntó qué quería. Yo no quería dar problemas. Quería quedarme donde estaba, en mi colegio, con mis amigas. Quería el mejor comienzo posible para ella y mi padrastro.
—Hijo de perra...
La rabia en su tono era fuerte, profunda, y deseó poder ver las cosas así también, pero ella simplemente se sentía humillada, especialmente cuando vió la lástima en sus ojos. Lo último que quería era que Pedro Alfonso sintiera pena por ella. Si pudiera retractarse de los detalles miserables de su infancia que le había contado... Con las defensas bajas como estaba, tenía que haberse ido cuando él la había detenido. Además no había probado el alcohol, así que esa vez no podía echarle la culpa al vino. Fingió una sonrisa de despreocupación.
—¿No es gracioso cómo las bodas hacen surgir los sentimientos? —dijo paseando su mirada por la gente— Por cierto, ¿no deberías volver con tus invitados? Buenas noches, Pedro.
—No —la volvió a detener con una mano en el brazo— No creo que haya visto nunca a nadie más necesitado de un abrazo que tú.
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