Pedro disponía de una limusina y tenía siempre un chofer a su disposición, pero algunas veces prefería conducir él y aquél era uno de esos días. Dirigió su lujoso Mercedes biplaza hacia la entrada de la casa de Paula, se miró en el espejo y se alisó el encrespado cabello. No había podido resistirse a la tentación de quitar la capota. ¿Para qué tenía sino un carísimo descapotable? Después se había empezado a preguntar sobre la vida en general. Tenía todo lo que el dinero podía comprar y mucho de lo que no podía: familia, amigos, una carrera de éxito y objetivos de cara al futuro. Y, sin embargo, había un vacío.
Caminó hasta la puerta de Paula y llamó. Escuchó música en el interior. Se quitó las gafas de sol y las colgó de la camisa. Miró a través del cristal esmerilado de la puerta al ver que no abría. Sabía que ella estaba en casa, así que volvió a tocar el timbre. Después de un minuto sacó el teléfono móvil y marcó su número. Cuando ella contestó, le dijo:
—Abre la puerta.
Enseguida se dejó de escuchar la música y, a través del cristal, la vió justo antes de que abriera la puerta.
—Pedro.
—Paula.
La sorpresa se apreciaba claramente en su cara. Evidentemente no esperaba a nadie. La gamuza en la mano era una prueba. No llevaba una pizca de maquillaje, el pelo estaba recogido en una coleta y los pantalones cortos blancos y la camiseta de color verde chillón no eran su clásica ropa profesional. Sin embargo, al ver cómo le quedaban, pensó seriamente en cambiar las reglas de atuendo en la empresa.
—¿Qué haces aquí? —dijo apoyando un hombro en la puerta abierta y frotando un pie contra la pantorrilla. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo—¿Hay algún problema en el hotel? ¿He olvidado algo?
No, pero él sí había olvidado lo atractivos que podían resultar en Paula unos pies desnudos con las uñas pintadas de rojo.
—Todo está bien.
—¿Sigue Luciana adelante con la boda?
—Que yo sepa, sí.
—Entonces no entiendo por qué estás aquí.
—Quería verte.
No era exactamente la forma que había planeado de responder a la inevitable pregunta, pero era la verdad. Sobre ese vacío... Había empezado nada más perderla, aunque al principio lo había llenado con rabia. Después había pasado de ser alguien que la necesitaba a tener citas en serie. Pero al verla de nuevo, había descubierto que cuando estaba con ella, el vacío desaparecía. Así que allí estaba.
—No te entiendo —dijo ella frunciendo el ceño.
—¿Qué parte de «quería verte» no está clara?
—Si no estás aquí por algo del trabajo, entonces es una visita personal. En ese caso, no creo que tengamos nada de qué hablar.
—Hace calor —dijo él, y no sólo porque la camisa azul marino absorbiera los rayos del sol—¿Te importa que entre?
—Tú eres el jefe.
A veces el rango tenía sus ventajas, y ésa era una de ellas. Entró hasta el recibidor y echó un vistazo mientras ella cerraba la puerta. A su derecha había una butaca bajo la ventana y plantas que casi cubrían el cristal. Una escalera a la izquierda subía al segundo piso y a su dormitorio. Un año antes se acababa de mudar y no había llevado muebles. Había estado ahorrando para pagarle los gastos de la boda y se preguntaba si habría podido comprarse algo más que la enorme cama que ya tenía. En el salón, un poco más adelante, había un grupo de sofás verdes haciendo esquina, junto al equipo de música y la chimenea. La cocina adyacente, con armarios blancos, encimera de granito, refrigerador y microondas negros, era un auténtico estudio de diseño en blanco y negro.
—Está todo muy bonito.
—Hago lo que puedo —dijo mirando alrededor.
Pero vió la sombra que cruzó por su mirada y recordó lo que había dicho sobre la concepción de la niña. Había esperado enfado por haberla llevado engañada al Pinnacle aquella noche, pero no contaba con el aluvión de buenos recuerdos sobre el tiempo que habían compartido. Y no había estado preparado en absoluto para ver el dolor en los ojos de Paula cuando había mencionado al bebé. Las lágrimas que con tanto esfuerzo ella había logrado contener le habían hecho que sintiera la necesidad de verla.
-Sobre por qué estoy aquí...
—Soy toda oídos —dijo cruzándose de brazos.
Ojalá fuera verdad, pensó él, mientras se permitía una rápida ojeada de los pechos ocultos por el tejido de la camiseta.
—He tenido mucho trabajo —empezó— Es momento de algo de diversión.
—Me alegro por tí. En serio, Pedro, no necesitas mi autorización para desmelenarte. Ya eres mayorcito.
—La cuestión es —continuó— que tú también has trabajado mucho. Y me gustaría tener compañía en la diversión.
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