jueves, 27 de abril de 2017

Por Tu Amor: Prólogo

Nueva York, 23 de diciembre

 Siempre que oía la voz de su hermana, Pedro se sentía como el chico de dieciocho años que se había marchado de casa de manera vergonzosa. ¿Qué tontería era ésa? Él era Pedro Alfonso, de Alfonso Ventures, el genio insensato que había hecho fortuna retando a la prudencia convencional. Y ella le estaba pidiendo que regresara a casa. Apretó el teléfono hasta que le dolieron los dedos.

-Han pasado doce años, Sonia. Eso son muchas navidades. ¿Por qué debería ir para ésta?

 -¿Tienes algo mejor que hacer? -preguntó ella.

Su dulce voz denotaba irritación. Pedro apretó los dientes. Era como si ella supiera que él no tenía ningún otro plan.

-Cualquier cosa será mejor que eso.

-Ha llegado la hora, Pepe.

Oía Londres en su voz. A los estadounidenses les encantaba el acento británico. Pero él también podía oír seda y acero en el tono dulce y firme que indicaba una soledad que nunca había percibido antes. Giró la silla y contempló el horizonte de Nueva York desde la ventana de su despacho. Estaba oscuro, pero se veía luz en las ventanas de otros edificios. Estaba seguro de que, desde fuera, alguien miraba hacia su ventana codiciando aquella oficina con su moqueta elegante, sus muebles caros y sus equipos electrónicos de última generación. En la calle había personas con frío, asustadas y expectantes, preguntándose cómo sería tener todo lo que uno siempre había deseado. Él lo sabía porque doce años antes había llegado huyendo a aquella ciudad y había permanecido en la calle, sin nada. Había mirado hacia arriba y se había prometido que algún día sería el propietario de todo el edificio. Los inútiles no solían convertirse en millonarios, pero él lo había conseguido.

-Pepe, ¿Me estás escuchando?

-Sí. Y lo que oigo es que algo va mal. ¿Qué ocurre, So?

Se oyó un suspiro al otro lado de la línea.

 -De acuerdo. Hay un problema. El negocio está en crisis. Necesitamos tu ayuda.

¿El preciado negocio que Horacio Alfonso valoraba más que nada? Muy bien. Era hora de que ese canalla mujeriego pagara por fin por todos los pecados que había cometido con lo que más le dolía.

-No estoy seguro de por qué debería importarme.

-Porque por muy cabezota que seas, formas parte de esta familia -esa vez había cierto tono de censura en su voz.

-¿Te lo ha pedido él?

-No -suspiró ella-. Pepe, ¿qué pasó entre ustedes dos?

Pedro había protegido a su madre. Y había pagado por ello.

-Ya no tiene importancia, So.

El sonido que se oyó al otro lado de la línea indicaba que su hermana estaba disgustada y, probablemente, moviendo en círculo sus bonitos ojos azules y jugueteando con un rizo de su cabello castaño. La imagen hizo que la echara de menos.

-Por tu voz sé que todavía importa -replicó ella.

 -Te equivocas. Ahora, si eso es todo... -se apartó de la ventana y se apoyó en el respaldo de su sillón.

-No -soltó ella-. Te necesitamos, Pepe. Tu trabajo es invertir en empresas. El negocio familiar necesita dinero y tú eres nuestra única esperanza para poder sacarlo adelante.

 -Muchos inversores estarían encantados de sacar tajada con ello.

 -Pero no serían familia. Y no queremos darle nada a alguien que no sea Alfonso, sólo porque le hayas dado la espalda a tu familia. Simplemente, no estaría bien. ¿Aunque su familia le hubiera dado la espalda a él?

-Sobrevivirán, So.

 -Ojalá pudiera estar tan segura -se oía tristeza en su voz-. Tal y como has dicho... han pasado doce años. Doce es un buen número para hacer las paces. Es la temporada. Paz en la tierra. La caridad comienza en casa y todo eso.

-No me siento caritativo -Pedro  apoyó los codos sobre el escritorio.

-Yo tampoco -su tono era de rabia y frustración-. Desapareciste -soltó ella-. Papá no quería hablar de ello y mamá estaba muy delicada. Yo tenía dieciséis años cuando me dejaste con todo el lío. Se supone que los hermanos mayores han de cuidar de las hermanas pequeñas.

La hermanita pequeña sabía cómo dar una puñalada y retorcer el puñal. Él la había querido. ¡Qué diablos!, la seguía queriendo.

-No tuve elección, So. Tuve que marcharme.

-Eso no cambia el hecho de que me abandonaras, pero supongo que hiciste lo que necesitabas hacer. Ahora yo necesito tu ayuda -dudó un instante y añadió-: Me he casado, Pepe.

Tardó un instante en dejar de pensar en el pasado. ¿Su hermana pequeña era una mujer casada? Y él no se había enterado.

 -Enhorabuena. ¿Quién es el afortunado?

 -Era un príncipe...

 -Por supuesto, seguro que es un príncipe -bromeó.

Ella se rió. Era un sonido muy diferente al de unos minutos antes.

-No, Sebastian fue nombrado rey de Meridia.

Meridia. Pedro sabía que era un pequeño país europeo y recordaba que, recientemente, había oído algo en las noticias sobre un escándalo en la línea de sucesión.

-He oído hablar de ello.

-Para mí es muy importante que lo conozcas, Pepe.

-Mira, Sonia...

-Nunca te he pedido nada -lo interrumpió ella-. Pero quiero esto y, sinceramente, creo que me lo debes, Pepe. Ven por Navidad. La fecha habitual para el brindis familiar. Te espero.

Antes de que pudiera negarse otra vez, se cortó la línea. Respiró hondo y colgó el teléfono. ¿Su hermana pequeña se había casado con un rey? Y él se lo había perdido. Eso le hacía preguntarse qué más se habría perdido. Pero Sonia nunca le había dicho que se había sentido abandonada. Y nunca le había pedido nada. Hasta ese día.

-Pedro, estás loco -su socia, Paula Chaves, entró en su despacho sin levantar la vista de la propuesta que él le había entregado un rato antes-. No puede ser verdad que quieras invertir dinero en esto. Es una locura. Es arriesgado. Tengo ganas de sacudirte hasta que te tiemblen los dientes.

Continuó hablando, pero él sólo escuchaba a medias a la inteligente rubia de ojos azules llamada Paula. Una mujer sensata, realista y franca. En los dos años que llevaba trabajando para él, se había convertido más en socia que en secretaria. Él había llegado a confiar plenamente en ella. Para bien o para mal, ella se había convertido en una vocecita interior. También era la única mujer despampanante con la que nunca se había enrollado. Y pensaba mantenerlo así, porque las mujeres que se enrollaban con él desaparecían al día siguiente. Algunas, incluso en el mismo día. No haría nada para perder a Paula porque la necesitaba cerca, aunque lo que bullía en su cabeza no tenía nada que ver con los negocios. Él había hecho fortuna por seguir a sus instintos y, esa vez, su instinto le decía que la llevara a conocer al marido de Sonia. Cuando Paula dejó de hablar para tomar aire, él dijo:

-¿Qué te parecería pasar las navidades en Londres?

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