jueves, 13 de abril de 2017

Te Necesito: Capítulo 29

—Esto es increíble, Pedro, pero...

—Sabes que estoy empezando a aborrecer esa palabra.

 —Lo siento, es que tengo que... —pensó a toda velocidad en una excusa.

—¿Ordenar tu cajón de calcetines?  —dijo levantando una ceja—¿Limpiar la nevera antes de que las sobras se conviertan en proyectos salvajes de ciencia ficción?

La antigua Paula habría sucumbido, pero la nueva no era tan débil.

—No puedo quedarme. Si me hubieras avisado...

—Me habrías rechazado, Si tienes otros planes... —esperó una respuesta.

Ella simplemente se encogió de hombros con toda la dignidad del mundo.

—Lo siento.

—¿Qué me dices de una copa de vino? —cuando ella empezaba a protestar, Pedro le hizo un gesto con la mano— Sólo para agradecerte todas las horas extras y el trabajo duro. Luciana y yo te estamos muy agradecidos —dió la vuelta a la mesa hasta donde una botella de vino los esperaba y sirvió dos copas—. Es el Cabernet que te gusta.

En contra de lo que le recomendaba su sentido común, aceptó la copa que le tendía. Aparentemente la antigua y la nueva Paula tenían algo en común, las atraía Pedro Alfonso y tenían dificultades para decirle que no. ¿Eso le daba fuerzas o simplemente la hacía ser esquizofrénica? Se tomaría el vino, pero no se sentaría. Tomó un sorbo y aquel líquido suave y con cuerpo se deslizó con toda facilidad por su garganta.

—Está bueno. ¿Cómo sabías que me gustaba?

—Es el que bebimos aquel fin de semana que fuimos al Lago Tahoe.

 Ah, sí, ese fin de semana. Se acordaba de haber ido en el avión de la compañía hasta Reno, donde una limusina los esperaba para llevarlos de excursión por las montañas y alrededor del lago. La cabaña era casi quinientos metros cuadrados de troncos de madera, ventanas y vistas al lago desde prácticamente todas las habitaciones. Una ventana en el techo del dormitorio dejaba ver miles de brillantes estrellas. Simuló hacer un esfuerzo para recordar.

—Creo que me acuerdo.

—¿Recuerdas cuando te caíste al lago?

 —Me tiraste tú. Y creo recordar que fue después de una acalorada discusión sobre las camisetas mojadas.

—También salté yo, así las camisetas de los dos estaban mojadas.

—Sí —dijo ella con ironía— Era exactamente lo mismo.

—Exacto.

—Señor, el agua estaba helada.

Él desvió la mirada un segundo hacia su pecho.

—Para mí no. No estaba segura de si era el vino, el hombre o los recuerdos, pero de repente tenía demasiado calor.

—Tahoe es un lugar precioso. Un buen lugar para desconectar de Las Vegas. ¿Has ido mucho este verano?

Él negó con la cabeza.

—No he vuelto. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué no había vuelto?

—Supongo que has estado muy ocupado cerrando el trato del hotel y ahora con lo de las Torres.

—He tenido tiempo  —dijo encogiéndose de hombros.

 Entonces ¿Por qué no había ido? Se inclinó a oler un lirio del ramo.

—Las flores son preciosas.

—Sabía que eran tus favoritas.

 —¿Cómo?

—Me lo dijiste tú.

—¿Cuándo? —preguntó ella.

—En nuestra primera cita —tomó un sorbo de vino, pero sin apartar la mirada de ella— Te mandé unas flores y, cuando te recogí esa noche, me lo dijiste.

—Llevabas puesto un esmoquin —casi se le doblaron las rodillas al recordarlo— Habías hablado de una cena, pero no habías dicho nada de etiqueta.

—Me gustaba tu vestidito de tirantes.

—No era muy adecuado —respondió— Te gustaba quitármelo.

—Eso es verdad —su sonrisa revelaba orgullo varonil.

Paula se acabó el vino y comenzó a juguetear con la copa vacía. Técnicamente no había sido su primera cita porque no habían salido. No habían ido a cenar.

—Esa fue la noche que concebimos al bebé —se encontró con su mirada a través de las lágrimas que inundaban sus ojos.

Sabía que había sido esa noche porque ninguno de ellos había estado preparado para la fuerza de la pasión que había surgido. Entusiasmo no era una palabra que hiciera justicia a lo que habían sentido. En su descontrolada necesidad de unirse no habían sido siquiera capaces de quitarse la ropa. Y habían creado un bebé. Una niña. No había sido la última vez que habían hecho el amor, pero sí la única sin tomar precauciones.

—Lo sé —la sonrisa de Pedro desapareció.

 ¿Qué estaba pensando? Pero Paula no quería saberlo. Cuanto más tiempo pasaba con él, más quería dejar que el viento se llevara las precauciones, darse una oportunidad. Pero Pedro no era la clase de hombre que perdonaba. Dejó la copa en la mesa.

—Tengo que irme.

Envolviéndose en su dignidad como en un abrigo, se fue. Las lágrimas que ardían en sus ojos no empezaron a caer hasta que fue consciente de que él la dejaba marcharse. Otra vez. Y ella no quería que la dejara. Otra vez.

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