Paula le dijo al oído:
-Todos nos están mirando, Pedro.
-Lo sé.
-¿Te das cuenta de que todos nos miran como si yo fuera Scrooge y tú el fantasma de las navidades pasadas? ¿Hemos irrumpido en una fiesta privada?
-Así es.
Pedro no dejó de mirar a los ojos de su padre. Tenía tensos todos los músculos de su cuerpo y esperaba que el hombre que lo había echado hiciera el primer movimiento. La mujer que estaba junto a Horacio los miraba con nerviosismo y los segundos pasaban como si hubiera un temporizador de explosivos. Por fin, ella se acercó a él.
-Pedro, has venido. Pensaba que no lo harías.
-¿Sonia? -él reconocía la voz, pero la mujer menuda y de silueta curvilínea que se había acercado había sido una adolescente desgarbada cuando él se marchó. Sin embargo, se había convertido en una mujer moderna y glamurosa. Ya no tenía el cabello castaño, sino rubio y con mechas-. Has crecido.
-Igual que tú. Llegas a tiempo del brindis familiar.
Le entregó una copa de champán y, después, otra a Paula.
-Felíz Navidad para todos -su tío Juan continuó como si no hubiera sucedido nada extraordinario-. Por unas navidades llenas de salud, felicidad y éxito -levantó la copa-. Por la familia.
Un murmullo invadió la habitación y todos bebieron de sus copas. Sin beber, Pedro dejó la copa sobre el mantel blanco que cubría la mesa que tenía a su lado.
-Bienvenido a casa, Pepe -dijo Sonia, a pesar de que había fruncido el ceño al ver que había abandonado la copa.
-Ésta no es mi casa.
Y en cuanto conociera al marido de su hermana, Paula y él se marcharían de allí. Se fijó en el cabello rubio y en los grandes ojos azules de su ayudante, permitiéndose sentir la atracción por una bella mujer. En el caso de Paula, nunca se lo había permitido porque la respetaba demasiado. Ella era diferente al resto de las mujeres con las que había salido y su relación con ella era absolutamente sagrada. Sonia ignoró sus palabras y miró a Paula.
-¿Y ella quién es?
-Paula Chaves. Soy la secretaria de Pedro - tendió la mano-. Llámame Pau. O mejor aún, Scrooge.
-¿No traes espíritu navideño? -le preguntó Sonia.
-Lo dejé en Nueva York. Tenía planes.
-Después de hablar contigo -le dijo Pedro a su hermana- decidí adelantar un viaje de negocios y convencí a Pau para que viniera conmigo. ¿Dónde está tu marido?
Sonia se volvió y sonrió al hombre que se acercaba a ellos. Él la rodeó por la cintura, sin perder su porte militar. Tenía el cabello oscuro y los ojos marrones. Ella se apoyó contra él con cara de adoración.
-Su alteza Sebastián Marchand-Dumontier de Meridia, te presento a Pedro Alfonso, mi hermano.
Se estrecharon las manos y Pedro notó que el príncipe lo agarraba con firmeza. «Estrecha siempre la mano de un hombre con fuerza. Nadie te respetará si das la mano como si fueras un pez moribundo». Al recordar las palabras de su padre, supo que había sido un error ir allí. Después miró a Paula mientras el príncipe le besaba la mano.
-Es un placer conocerlo, Alteza -dijo Paula.
-Por favor, llámame Sebastián -respondió él.
Paula miró a Sonia.
-¿Eso en qué te convierte? ¿En reina? ¿En princesa consorte? Nunca me aclaro con esas cosas.
-Sonia es suficiente -dijo ella, y guiñó un ojo.
-Es perfecto -añadió Sebastián, y sonrió.
Paula estaba mirando fijamente a la hermana de Pedro.
-Creo que debe haber algo en el reglamento de la realeza acerca de las joyas de la corona. Si me enseñas tu tiara, puede que compense el hecho de perderme las navidades en Estados Unidos.
Riéndose, Sonia se apoyó de nuevo en el príncipe sonriente.
-Me temo que la tiara está en casa, en Meridia. Dentro de la caja fuerte de la realeza. Pero ven a visitarnos, Pau. Tengo la sensación de que tú y yo nos llevaríamos muy bien.
-No estoy seguro de poder prescindir de ella -intervino Pedro.
-Me encantaría conocer Meridia -contestó Paula, y lo fulminó con la mirada-. Su señoría tendrá que arreglárselas sin mí.
-Pedro.
Él se volvió y, al reconocer a Matías, su hermano mayor, sintió un inmenso placer. Le tendió la mano y Federico se la estrechó. Ambos sonrieron. Sonia se aclaró la garganta.
-Dejaré que Mati y tú se pongan al día, Pepe.
-¿Cuánto tiempo van a estar en Londres? -le preguntó Paula a Sonia.
-Estaremos de vacaciones durante varias semanas -miró a Pedro-. ¿Y ustedes? ¿Cuánto tiempo van a estar aquí? ¿Piensas ver a mamá?
-No he pensado en ello -dijo él.
-Deberías -Sonia se puso de puntillas y dudó un instante antes de besarlo en la mejilla-. Tienes buen aspecto, pero no pareces felíz, Pepe.
El comentario de su hermana provocó en Pedro la misma sensación de vacío que había experimentado al mirar por la ventana. ¿Y por qué? Durante todos esos años se las había arreglado muy bien sin ellos, demostrándose que no los necesitaba. Ni a ellos, ni a nadie.
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