jueves, 31 de marzo de 2016

Amores Que Matan: Capítulo 4

Flor frunció los labios.

—No quiero hurgar en secretos íntimos, pero cuando dices separados te refieres a...

— Sí, no dormimos juntos. -¿Idea tuya o de él?

— Mía —aceptó Paula de mala gana—. Fue algo que sucedió. Yo no podía dormir después de perder al niño, así que comencé a dormir en mi propia alcoba y seguí haciéndolo.

—¿Pedro no trató de impedirlo?

—Al principio no, luego hubo un tiempo... pero yo me puse histérica cuando me tocó. Tuvimos una discusión terrible y yo dije cosas muy amargas.

—¿Seguías culpándolo por lo del niño?

—Sí, aunque por lógica sabía que no era su culpa, pero no podía olvidar que él no le quería. Sentía... aunque parezca estúpido... que él lo había matado.

Flor se sobresaltó al ver la palidez de su rostro.

—¿Y eso le dijiste?

-Sí.

—Eso debió ser lo que acabó con todo.

— Fue horrible. —¿Y desde entonces?

—Ha sido como vivir en la Antártida.

Flor terminó de comer en silencio y apartó el plato.

—Pau, esto no puede seguir... tienes que pedirle a Pedro empezar de nuevo. Hablale como me hablaste a mí, calmada, sin amargas recriminaciones.

—Sí, ya sé. He querido hacerlo, pero existe un enorme abismo entre nosotros y se hace más profundo cada vez que trato de hablarle.

Su amiga la miró pensativa.

—Tengo una idea. Esta noche doy una fiesta. ¿Por qué no vienes y traes a Pedro? Ah, sí, se me olvidaba, ¡David asistirá! Cada vez que lo veo me pregunta por tí. Le encantaría volver a verte... ustedes dos siempre estaban juntos. Paula, ¡tienes que venir!

—No sé, a Pedro nunca le gustaron sus amigos del teatro.

—Te daría la oportunidad de salirte de tu círculo vicioso -señaló Flor.

— Sí —se daba cuenta de ello. Seguramente sería diferente y ella necesitaba algo así en ese momento. Animación, color, ruido. Lo supo al ir a Londres—. Lo intentaré, te prometo que lo intentaré. ¿A qué hora?

- A cualquier hora - Flor le sonrió -. Ya sabes cómo es... una vez que nuestras fiestas comienzan siguen toda la noche y termina con el desayuno del día siguiente.

—Para los que pueden comer -aceptó Paula, riendo también, sintiéndose contagiada por la alegría de Flor. Había olvidado la habilidad que tenía su amiga de levantar los ánimos. Estar unas horas en su compañía había sido como un tónico. Miró el reloj-. Si encuentro a Pedro en su despacho evitaré que vaya a casa, porque una vez que esté allí, será difícil sacarlo de nuevo —por las noches se quedaba en el estudio con la cabeza metida en montones de papeles y casi nunca pasaban juntos la velada. Él trabaja hasta tarde y Paulase acostaba temprano, después de unas palabras y rozar fríamente la mejilla de él con la suya.

—Es una buena idea —dijo Flor—. Puedes llamarle desde aquí.

Paula  jugueteó con los dedos e inclinó la cabeza.

—Será mejor que vaya en persona. No funcionaría un mensaje telefónico, voy a tener que rogarle para que venga. —No se podía persuadir a Pedro con facilidad.

Flor dijo intencionadamente:

—Nunca entendí lo que os unió a vosotros. Reconozco que tiene atractivo, pero en su interior debe ser un bloque de piedra.

—Fue una de esas cosas que pasan -suspiró Paula.

—¿Cómo se conocieron? Nunca lo supe.

—Me tropecé con él... en la calle.

—¿Y te pidió una cita? No lo creo... ¿Hizo eso Pedro Alfonso?

Paula se rió.

— Hizo que pareciera muy razonable. Me tiró al suelo e insistió en invitarme a una copa para que me repusiera del choque.

-Eso es propio de él. ¿Y una cosa llevó a otra?

-Nos casamos tan rápido que casi no supe lo que sucedía —confesó Paula.

Pedro era un extraño, su mundo era completamente diferente para ella. Él a su vez no conocía nada del ambiente alegre y bohemio de ella, pero estaba tan loca por él que casi no se dio cuenta cuando tranquilamente la apartó de sus amistades. De todas maneras, durante mucho tiempo no necesitó a nadie más que a él. La luna de miel duró cuatro meses y su idílico aislamiento los hacía dichosos. Paula comenzó a sentirse sola y a darse cuenta que extrañaba a sus amigos cuando Pedro volvió a su trabajo y se apartó de ella.

—La gente todavía se pregunta cómo te esfumaste. Desapareciste sin dejar huella.

— Eso es lo que hace el matrimonio.

—A mí me parece que tu depresión se debe a algo más que a la pérdida de tu hijo.

—Nunca supe estar sola.

—Cuando yo te conocí eras toda fuego -dijo Flor cálidamente- Animada y vivaz. Nunca debiste dejar tu carrera.

-Eso fue lo que él quiso.

-¡Qué egoísta!

Paula respiró y se levantó para marcharse.

—Tomaré un taxi hasta su despacho. Seguramente estará en el juzgado, pero veré a Withers.

-¿Withers?

— Su ayudante. Es una persona amable —Paula miró a su alrededor—. ¿Puedo telefonear para que manden un taxi?

— Yo te conseguiré uno —dijo Flor. Paula se despidió cuando llegó el taxi.

—No olvides... espero verte esta noche. Habrá personas que conoces y otras que no... será una bonita fiesta.

En el taxi, Paula ensayó la forma de decírselo a Pedro mientras se retorcía los dedos con nerviosismo. Pensó que le tenía miedo y eso la hizo acobardarse. Admitió que su sentimiento de temor aumentó con el tiempo.

Amores Que Matan: Capítulo 3

—Conozco un lugar aquí a la vuelta -así era Flor. Nadie conocía, como ella los «lugares» de Londres. Fueron allí y en cuanto entraron, Florencia llamó al camarero y pidió unas bebidas. Poco después, levantaba su copa y brindaba «por la vida en todos sus sentidos».

Paula recordó que antes de la boda, su amiga le dijo:

—¿Dejar el teatro? Estás loca.

Y se oyó murmurar soñadora:

— La vida ofrece gran variedad de papeles.

Flor la estudió de nuevo de pies a cabeza por encima del borde de su copa.

—Vamos, «escupe», ¿cómo logró Pedro convertirte en esto?

—No es culpa de Pedro —exclamó Paula y se humedeció los labios. Tenía que decirlo -. Tuve un aborto hace seis meses - lo dijo a toda prisa porque si lo hacía con lentitud se pondría a llorar.

— ¡Oh, lo siento! ¡Pobre Paula, qué mala suerte! —Hizo una seña al camarero y éste se acercó. Paula terminó su bebida y aceptó otra.

Flor siempre fue el tipo de persona vivaz y brillante necesaria para animar una fiesta. Alta, muy delgada, con cabello negro y corto, peinado en rizos que rodeaban su rostro de mejillas hundidas, magnetizaba a las personas y aunque hablaba rápido y era graciosa y vivaracha sabía escuchar y hacer que la gente le contara sus más íntimos secretos.

Paula debió haber recordado la habilidad de Flor para sacarle a uno los pensamientos más íntimos. Después de tres copas, le había contado toda su amarga historia.

—Fuimos felices el primer año. Fue perfecto. Teníamos una intensa vida social, pero también éramos felices estando solos y nos pasábamos los días dando los toques finales a nuestra casa. Pedro sabía lo que quería... tenía la visión del hogar perfecto, muy tranquilo, muy elegante. Y así es, Florencia, tienes que verlo.

— Esperaré a que me inviten — dijo con acritud porque sabía que no le era simpática a Pedro. Fue una de las amistades que quiso que Paula dejara. La consideraba inculta, un poco vulgar y por lo tanto, indigna de contarse entre sus amistades.

Paula miró su vaso, movió el contenido con el dedo meñique y se lo llevó a la boca. Pedro criticaba esa costumbre, así que instintivamente dejó de hacerlo.

—Pero comenzó a trabajar para conseguir mejorar su prestigio entre los abogados y eso significaba que cada vez pasaba menos tiempo en casa. Me llamaba todas las noches desde los juzgados, pero yo no podía ir con él, era aburrido y además, conmigo allí, no se podía concentrar. Así que decidí tener un... - se detuvo y se mordió el labio inferior— un hijo.

— Buena idea.

—Pedro no lo creyó así. No quería hijos. Dijo que tal vez más adelante pero no en ese momento, porque desorganizarían todo —hablaba con rapidez, con frases cortadas y era la primera vez que se lo contaba a alguien. Respiró profundamente—.

Pero yo quedé encinta —dijo con voz profunda.

—¿Deliberadamente? —preguntó Florencia.

—Oh, sí —sonrió Paula—. Dejé de tomar precauciones.

—¿Qué dijo Pedro cuando se lo contaste?

—Tuvimos un disgusto. Estaba furioso. Lo hice a sus espaldas a pesar de saber sus puntos de vista... debió haber sido una decisión mutua, yo no tenía derecho a forzarlo a tener un hijo que no deseaba.

— ¡Dios, qué sinvergüenza! —No, tenía razón. No debí hacerlo.

— ¡Qué diablos! Para entonces ya estaba hecho y él participó. Era su hijo.

— Lo perdí a los tres meses. En realidad, dos días después del disgusto. Aunque no fue por eso... me caí de las escaleras al resbalarme en la madera recién barnizada. Pedro se portó muy bien, estaba muy preocupado.

Florencia la miró de arriba abajo.

—Alguien tiene que ayudarte —de pronto cambió de tema—. ¡Ven! Paula dejó que la levantara para ponerla de pie y frunció la frente perpleja, un poco mareada por la bebida.

—¿A dónde vamos?

—Aquí y allá. Conozco un sitio justo a la vuelta.

Paula seguía riendo cuando entraron en la boutique donde la propietaria se la quedó mirando con extrañeza.

—Queremos un cambio de aspecto —le dijo Flor.

—Lo voy a realizar con verdadero gusto —murmuró la propietaria. Quitó a Paula el sencillo vestido gris que la hacía parecer más pálida, sugiriéndole uno color turquesa, cuyo corte y color la favorecían notablemente. Cuando se miró en el espejo no podía creer que esa esbelta y elegante figura fuera la suya. En ese mismo estado de aturdimiento, Paula se encontró provista de zapatos y ropa interior. Cuando llegó el momento de ir a la peluquería vaciló.

— A Pedro le gusta mi cabello como está —explicó y Flor hizo una mueca.

—Te hace parecer una tímida mojigata. ¡Córtaselo!

Paula salió del salón de belleza con un peinado corto, que la favorecía extraordinariamente, haciendo resaltar sus bellos rasgos.

—A comer a mi departamento -ordenó Florencia—. Tengo comida y necesitamos tener una conversación a solas antes que desaparezcas de nuevo.

Mientras comían dijo bruscamente:

—Te conseguí un exterior nuevo ¿y qué pasa con el interior? Paula, no puedes seguir rumiando tu fracaso. Fue mala suerte, pero ya pasó y tienes que continuar tu vida. Nunca me agradó Pedro, pero creí que te quería. ¿Qué ha hecho para ayudarte a salir de la depresión?

—Lo intentó. No puedo explicar qué sentí, Flor. El desaliento se apoderó de mí. No podía ver claro. Nos separamos -se quedó mirando su plato y picoteó la lechuga—. Desde que sucedió, hemos estado separados.

Amores Que Matan: Capítulo 2

Trató de recordar las emociones que sintió ese día. Parecía que habían pasado cien años y no sólo dos. Ahora existía un abismo entre ellos; pero entonces, sólo tenía que rozar la mano de su marido para que el pulso se acelerara. Durante la ceremonia de bodas se dió cuenta de la mirada cálida con que la observaba a pesar de su fría e imperturbable apariencia.

La señora Cáceres entró en la habitación arrastrando los pies.

—¿Hay algo especial que quiere que le haga?

—¿Qué? Oh, no, gracias señora Cáceres.

— Parece un fantasma, ¿por qué no sale a tomar un poco de aire fresco? Vaya de compras —le aconsejó.

Recordó lo que Pedro le dijo antes y contestó:

— Sí, creo que lo haré —suspiró al pensar en el viaje a Londres. Raras veces se sentía con ganas de hacer tal esfuerzo. Trató de recordar cuando fue la última vez que viajó a la ciudad y no supo decirlo. Los últimos seis meses pasaron por su mente con rapidez.  Los recuerdos eran un torbellino en su cabeza atormentada.

—Creo que iré a la ciudad.

La señora Cáceres se sorprendió y luego pareció complacida.


—Me parece lo mejor. Salga de aquí y así se librará de sí misma.


«Librarme de mí misma», pensó Paula, cuando iba sentada en el tren a Londres y oía el golpeteo de las ruedas y el sonido de las puertas cada vez que se detenía. ¡Qué frases tan raras usa la gente! A menudo se encontraba examinando las banalidades que la gente decía en estos días, las pequeñas frases hechas que en los cócteles se expresaban como si fueran nuevas, con aire de sabiduría. ¿No sería maravilloso que uno pudiera salirse de sí misma? Recordó lo divertido que era tomar durante un rato otra identidad en la escuela de arte dramático y comportarse y hablar como otra persona, probando emociones y ambientes como si fueran sombreros.

Hizo un gesto. Si comenzaba a hacer eso ahora, la gente pensaría que estaba loca, se dijo a sí misma. Notó un movimiento en el lado opuesto y al volverse, encontró a un hombre joven mirándola con nerviosismo. Se dió cuenta de que la había visto haciendo gestos y especulaba acerca de su cordura. Se sintió tentada de aterrorizarlo con la imitación de un gorila que le salía muy bien, pero en vez de eso, sacó una libreta y añadió algunas cosas más a la lista de lo que quería comprar.

Sólo dos paradas después, cuando el joven bajó, se dió cuenta que hacía años que no había hecho la imitación del gorila. Imitar animales era uno de los ejercicios habituales en la escuela dramática. Podía ser muy divertido y una buena práctica. La representación del gorila la hizo popular entre los otros estudiantes.

—Cuidado o te quedarás así -le decía David.

—Lo que pasa es que estás celoso, Donald -se burlaba ella. Le llamaban así porque la habilidad de David estribaba en imitar al pato Donald. El maestro dijo una vez que esto no era muy original.

Sin embargo, fue David quien se convirtió en estrella internacional, mientras que Paula abandonaba el escenario después de dos años de representaciones y un breve año de gloria en Londres. David no fue a la boda. Le mandó un telegrama y un regalo. El telegrama hizo fruncir las cejas a Pedro y no lo puso con los otros que se leyeron a los invitados a la ceremonia.

A ella le causó risa, pero no a Pedro. «Nunca te perdonaré, punto. Te amo. Punto. David». Pedro hizo con él una pelota y lo arrojó al cesto de los papeles. Paula pensó rescatarlo más tarde, pero con la prisa y la excitación, lo olvidó.

Cuando llegó a la calle Oxford, se le ocurrió que no había pensado ni una sola vez en David en los últimos seis meses. Era curiosa la gran distancia que podía haber entre e! pasado y el presente.

¿Cuál es tu historia? —se preguntó a sí misma en voz alta—. No tengo historia -se contestó.

Observó la rápida mirada que le dirigió otro comprador y procuró poner una expresión de inocencia. Decididamente tenía que dejar de hablarse a sí misma. En los últimos meses la costumbre había aumentado. Pasaba mucho tiempo sola en la casa, salía raras veces, porque se negaba a acompañar a Pedro a los muchos actos sociales a los que asistía y aunque al principio él trató de persuadirla, dejó de hacerlo poco a poco. Ahora, él seguía su camino y dejaba que ella siguiera el suyo. De pronto se estremeció al pensar en ello porque se dio cuenta de que su matrimonio se estaba deshaciendo. Centró sus pensamientos en el tema de la ropa y comenzó a mirar los escaparates maquinalmente.

Como una criatura subió y bajó por las escaleras eléctricas de los grandes almacenes de Londres y encontró estimulante el ruido y el ajetreo. Llevaba ya varias bolsas que contenían vestidos y tenía que hacer malabarismos para no tirarlas, pero al llegar al piso superior se tropezó con alguien y todo se le cayo.

— ¡Oh, cuidado! —dijo la otra mujer y su voz hizo dar un salto a Paula.

Se reconocieron simultáneamente con alegría.

— ¡Paula!

-¡Florencia!

Por un momento se quedaron allí, riéndose, pero luego, Florencia dejó de hacerlo y se quedó mirando fijamente a Paula y un gesto de disgusto se dibujó en su rostro.

— ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? Si estos son los efectos que el matrimonio produce en una chica, doy gracias a Dios de estar soltera.

Por un momento Paula trató de mirarse en los ojos de Florencia.

—Ya lo sé —dijo estremeciéndose—. Tengo mal aspecto.

—Te quedas corta, querida. Estás demacrada y triste y muy enferma —le pasó una mano por el brazo--. Ven y cuéntame todo mientras tomamos algo.

Paula se encontró de pronto riendo de nuevo. Pensó que ése era el tipo de lenguaje que Pedro detestaba y que hizo a Florencia persona no grata en su hogar.

Hacía dos años que Pedro le había prohibido ver a su amiga y sólo en ese momento se dió cuenta de cuanto la había extrañado.

Amores Que Matan: Capítulo 1

-Llegarás tarde —dijo Paula mirando la esfera del reloj de la cocina. Pedro levantó la cabeza y la miró por encima del The Times.

— Me iré dentro de cinco minutos —dijo usando el mismo tono de voz tajante que había empleado en los últimos meses.

Ella prefirió no discutir. Regresó a la cocina y se entretuvo fregando los cacharros del desayuno y poniendo todo en orden. Oyó los pasos en el suelo de mármol y puso la cara para que la besara. Los fríos ojos grises la estudiaron cuando le rozó la mejilla con los labios con un gesto mecánico.

—No soporto ese vestido. No te favorece. ¿Por qué no vas hoy a Londres y te compras ropa nueva?

— Muy bien -contestó mirándole inexpresiva.

— No fue una orden, sólo una sugerencia. Tal vez te alegre ir de compras. Dios sabe que te hace falta. Estoy harto de verte andar por la casa como un fantasma.

Hasta vistes como tal -sonrió un poco burlón-. Supongo que eso se debe a la actriz que hay en tí todavía.

Eso le tocó una fibra sensible y palideció. Desvió la mirada.

— ¡Qué diablos! -murmuró él y se fue.

Después de seis meses, las cosas deberían estar mejor, pero a medida que pasaba el tiempo empeoraban: Vivían juntos como dos extraños: apenas si hablaban al encontrarse solos.

Algunas veces ella despertaba por la noche y al darse cuenta de que estaba sola, los ojos se le llenaban de lágrimas. Durante esas horas era cuando se sentía más herida, Hacía seis meses jamás hubiera imaginado los terrores que podía traer consigo la noche. Al principio el médico le recetó pastillas para dormir y la ayudaron bastante, pero al mes Pedro  insistió en que las dejara de tomar. Dijo que no quería que  dependiera de ellas.  El médico estuvo de acuerdo con él y ella jamás le  confesó a ninguno de los dos que nunca pudo volver a dormir una noche entera desde entonces. A veces se dormía enseguida para despertar en la madrugada sudorosa y llorando. Algunas veces se quedaba despierta hora tras hora, para dormirse al amanecer, agotada y con pesadillas. Interrumpió sus pensamientos para comenzar el trabajo del día aunque tenía poco que hacer, ya que Pedro insistía en tener una asistenta diaria para hacer la limpieza de la pequeña y elegante casa de estilo georgiano. Mientras echaba una ojeada por la sala, sus ojos se fijaron en la fotografía del día de su boda que se exhibía en la consola. Allí estaba Pedro, delgado y sonriente, sus facciones eran duras y los ojos claros y de mirada inteligente.

Su primer encuentro fue casual. Literalmente chocó con él y se cayó al suelo a causa del encontronazo. Lo que no fue casual fue que Pedro la siguiera. La invitó a salir y ella aceptó. Al encontrarse con sus ojos grises sintió que una chispa saltaba entre ellos pero aún , entonces supo que pertenecían a mundos diferentes.

Tenía doce años más que ella, era abogado, su mundo eran los juzgados. Era un intelectual brillante e inteligente. Durante la primera cita, la cautivó con su ingenio y la sorprendió con las preguntas que le hizo acerca de ella. La velada pasó como un sueño; ella contó la historia de su vida y Pedro escuchó y observó su enrojecida y sonriente cara, desde los ojos verdes hasta el abundante cabello dorado, para después detenerse en la boca.

La besó esa misma noche y la emocionó. No era su primer beso, pero lo parecía por el efecto que le hizo. Tembló como una hoja, su corazón latió apresuradamente y Pedro la estudió con ojos penetrantes como para valorar su reacción. Paula recordaba que se quedó mirando las largas y bien cuidadas manos cuando tomó su sonrojado rostro. Con timidez le miró a los ojos y acarició la dura línea de la boca. Le sintió estremecer cuando él se inclinó para besarla de nuevo y ella cerrando los ojos, le rodeó el cuello con los brazos.

Sabía por lógica que no simpatizarían. Eran personas muy diferentes, ella apasionada,  Pedro frío y reservado. No tenían nada en común.

Aventura, intriga y pasión.

Sin embargo, desde la primera vez que se vieron la atracción entre ellos fue algo casi tangible.

Paula nunca se había sentido así en toda la vida. Había salido con otros hombres antes, pero pocas horas después de conocer a Pedro, se sentía atraída por él y ninguna palabra sensata hubiera impedido que se arrojara a sus brazos. A la semana de conocerle ya se había enamorado de él. Cuando la besaba, le era imposible pensar, sucumbía inmediatamente a su pasión. Conforme pasaba el tiempo, su mutua atracción se convertía en algo incontenible.

Cuando le pidió que se casaran, no dudó. La declaración fue hecha con tono tan cortante y reservado, que en ese momento la sorprendió, pero cuando aceptó, Pedro suspiró profundamente, la abrazó y la besó con tal pasión que la hizo estremecer.

Durante la boda, fue consciente de las rápidas miradas de preocupación que algunas de sus amistades del teatro le dirigían a Pedro. Sus amigas intuyeron el fuego debajo del hielo y Paula se sintió divertida y a la vez molesta por ello, pero eso no impidió que se sintiera felíz y emocionada esperando el momento en el que pudieran estar solos.

Amores Que Matan: Sinopsis

¿Cómo era posible que la pasión compartida en los primeros meses de su matrimonio se convirtiera de pronto en un frío resentimiento?


Poco tiempo después del matrimonio, Paula y Pedro Alfonso comenzaron a tener serios problemas. Tal vez nunca debieron casarse porque tenían diferentes temperamentos y puntos de vista sobre los aspectos de la vida... y era obvio que el hecho de que Pedro estuviera comprometido con otra mujer, no mejoraba la situación.


Pero, ¿se arreglarían las cosas si Paula se dirigiera a su viejo amigo David, quien le dió a entender con toda claridad que quería ser algo más que un amigo?

martes, 29 de marzo de 2016

El Negocio: Capítulo 37


Paula, agarrada a la barandilla, observaba desde cubierta mientras el bote de los buceadores luchaba contra las olas. El tiempo empeoraba por segundos y el barco era sacudido de un lado a otro como una cáscara de nuez, haciéndola sentir enferma; algo extraño porque ella nunca se había mareado durante una expedición. Claro que nunca había estado en un barco en medio de un huracán.

Todo a bordo se hacía a gran velocidad porque la amenaza de chocar contra el arrecife era inminente. Pero cuando por fin el bote llegó hasta el barco y los buceadores fueron izados a bordo, en el horizonte aparecieron dos fragatas venezolanas y, por medio de un altavoz, les pidieron que echasen el ancla. Para sorpresa de todos, unos minutos después fueron abordados por un grupo de marinos armados. El jefe de la guardia costera les dijo que volvían a puerto… y que todos estaban detenidos. Joaquín intentó averiguar por qué, pero se encontró con un silencio total.

Estaba oscureciendo cuando el barco llegó a lo que parecía una base naval.

Con camiseta y pantalones cortos, el pelo y la ropa pegados al cuerpo por la lluvia, Paula empezaba a tener miedo de verdad mientras eran sacados del barco a punta de pistola. Los guardias se apartaron entonces y un hombre alto se abrió paso hacia ellos… Pedro.

Sus ojos negros parecían hundidos y quemaban como carbones en un rostro más delgado de lo que recordaba. Nunca lo había visto tan furioso. Estaba lívido…

—Se acabó, Paula—le dijo, tomándola por los hombros.— ¿Qué estás intentando hacer... volverme loco? Ir a buscar un barco pirata en medio de un huracán… se acabó, vas a volver a casa conmigo y no hay nada más que hablar. No quiero ser responsable de tu muerte. Ni siquiera Hernán puede seguirte…

—Paula, ¿ese hombre está molestándote? —preguntó Javier.

—¿Molestándola? —repitió él—. Y en cuanto a usted, ¿cómo se atreve a llevar a mi mujer en una estúpida expedición que podría haberle costado la vida? No sólo debería haber hecho que lo detuvieran, debería hacer que lo expulsaran del país.

—¡Pedro! —gritó Paula.

—¿Es tu marido? —exclamó Javier.

—Sí —le confesó ella.

—Ah, ahora recuerdas que eres mi esposa. ¿Por qué no te acordaste antes de empezar esta aventura? —Le espetó Pedro—. ¿Qué pasa contigo? ¿Tu misión en la vida es matarme a sustos? ¿Por qué no puedes ser feliz como otras mujeres viviendo rodeada de lujos? —siguió, como un hombre poseído—. Pero no… yo tuve que ir a buscarte a una comisaría de Nueva York, he tenido que negociar con el gobierno  venezolano para que una fragata fuese a buscarte… ¿Tú sabes lo que haces, Paula? Me das miedo. Quererte me va a matar... si antes no me arruina.

Quererla…

¿Pedro había dicho que la quería? Dentro de su corazón se encendió una diminuta llama de esperanza, pero dejó de pensar cuando él la envolvió en sus brazos, buscando su boca con desesperación.

—Podrías haber muerto —siguió él, con voz ronca—. ¿Seguro que estás bien?

—¿Has dicho que me querías? —preguntó Paula.

—Quererte… claro que te quiero, Paula Alfonso. ¿Por qué si no estaría aquí, bajo la lluvia, haciendo el ridículo delante de todo el mundo?

Ella lo miró fijamente, buscando alguna señal, algo que la convenciera.

—¡Maldita sea! —Exclamó entonces Javier Hardington—. Ese hombre te quiere, Paula. Dile que tú también le quieres y vamos a ponernos a cubierto de una vez.

—¿Me quieres, Pedro? —le preguntó en voz baja.

—Nunca he querido a nadie como a tí.

Al ver un brillo de vulnerabilidad en sus ojos su expresión se suavizó y la llamita que se había encendido en su corazón empezó a convertirse en una hoguera.

Tenían muchas cosas que solucionar, pero debía arriesgarse. Debía decirle que lo amaba si quería que hubiese una oportunidad para ellos.

—Te quiero, Pedro —dijo por fin, poniéndose de puntillas para buscar sus labios.

Pedro, nervioso, paseaba por la suite oyendo los sonidos que salían del cuarto de baño. Estaba deseando hacerle el amor, pero Paula había insistido en ducharse sola. Y él paseando por la habitación envuelto en un albornoz blanco como un idiota, esperando…

Aquello del amor era mucho más difícil de lo que había imaginado. Aunque la verdad era que él nunca lo había imaginado. Con las manos sudorosas, el corazón acelerado y el estómago encogido, empezaba a tener un nuevo respeto por esa extraña y poderosa emoción.

Paula había dicho que lo quería. También lo había dicho el día de su boda pero al día siguiente, cuando él cometió el catastrófico error de acusar a su padre, había cambiado de opinión. ¿Cómo podía estar seguro de que lo amaba? Pero todo aquello era culpa suya y llevaba horas ensayando lo que iba a decirle. Lo tenía todo planeado. Lo único que necesitaba era que Paula saliera del cuarto de baño de una maldita vez.

Paula se envolvió en una toalla y, descalza, salió del baño más contenta que nunca. Pedro estaba en medio de la habitación con expresión seria.

—¿Has pedido la cena? 

—Sí —contestó él. Y en dos zancadas estaba a su lado—. Paula, ¿podrás perdonarme algún día? Cuando pienso en las cosas que te he dicho, en cómo te he tratado desde que nos conocimos… mi única excusa es que no sabía lo que hacía. Estaba perdido y confuso por primera vez en toda mi vida.

—Eso ya no importa —dijo Paula en voz baja—. El pasado ha quedado atrás. La gente dice que los primeros seis meses del matrimonio son los peores, así que a nosotros aún nos quedan dos —intentó bromear.

—No podría soportar que siguieras enfadada conmigo —murmuró él, acariciando su pelo—. Necesito decirte esto, Paula. Tengo que… no sé cómo decirlo, confesarme contigo. Tras la muerte de mi madre descubrí la verdad sobre el suicidio de mi hermana Sonia y me volví loco. El dolor se convirtió en cólera y decidí pagar esa cólera con los Chaves. Pero, aunque no creas nada más, cree esto, Paula: me enamoré de tí el primer día. Ahora lo sé, pero entonces no quería admitirlo —Pedro se quedó callado un momento, mirándola a los ojos—. No creía en el amor porque había visto lo que el amor le había hecho a mi madre y a mi hermana, pero cuando te pedí que te casaras conmigo estaba loco de celos porque pensé que te habías arreglado para otro hombre. Y cuando te vi en la iglesia supe que esa imagen se quedaría conmigo para siempre. Tú eras todo lo que yo había querido, tus palabras de amor mucho más de lo que merecía… aunque en mi arrogancia pensé que era normal — Pedro intentó sonreír—. Y tú sabes lo que pasó al día siguiente… perdí los nervios cuando mencionaste a tus padres, pero la verdad es que me sentía culpable porque ni siquiera había sabido organizar una luna de miel. Estuve a punto de decirle al capitán que zarpara y dejase atrás a todo el mundo, pero ya era demasiado tarde. Y luego seguí comportándome como un canalla.

—Pedro, todo eso ya no importa —repitió ella, levantando una mano para acariciar su cara. Aunque esas revelaciones la llenaban de felicidad.

—Sí importa, tengo que decírtelo —insistió él—. Luego en Grecia, pensé que todo estaba arreglado. Sólo cuando nos íbamos, cuando te vi con el traje azul que te habías puesto después de la boda, me di cuenta de que algo había cambiado. Me mirabas con tanta alegría, con tanto amor cuando estábamos a punto de marcharnos de Schulz Hall… pero eso se había terminado. Hacíamos el amor, pero nunca volviste a decir que me querías. No decías nada. Yo quería convencerme a mí mismo de que no importaba, pero claro que me importaba. Por eso decidí llevarte a Nueva York en lugar de ir a Londres. Porque… porque no podía soportar la idea de estar sin tí.

—¿Me secuestraste por un traje azul? —rió Paula.

—Sí. Pero luego te perdiste en Nueva York y, en cuanto lo supe, me marché de una reunión sin pensarlo dos veces. Nunca había hecho algo así, pero seguía negándome a mí mismo que algo había cambiado.

—Ese día me pregunté si yo te importaba de verdad…

—¿Importarme? —Pedro hizo una mueca—. Claro que me importabas, cariño. Pero yo era demasiado idiota como para darme cuenta. 

—¿Y cómo… ? 

—Fue el día que volvíamos de la embajada de Perú, cuando me preguntaste por qué no me había casado con Lucía. Entonces lo entendí todo. Nunca había tenido intención de casarme… ¿por qué estaba tan decidido a casarme contigo? No estoy orgulloso de ello, pero podría haber arruinado a tu familia. Necesitaba culpar a alguien, Paula. Pero cuando conocí a Gonzalo y a Jorge empecé a perder entusiasmo por el proyecto porque era imposible odiarlos. Al contrario. Y luego te conocí a tí y… no podía dejar de mirarte.

Pedro levantó una mano para trazar con ternura el contorno de sus labios.

—Sólo podía pensar en tí. Eras la mujer más sensual que había conocido nunca. Y cuando descubrí que tomabas la píldora… sé que no tenía derecho a ponerme furioso, pero pensé que me habías utilizado, que podía ser tu amante pero no era suficientemente bueno como para ser el padre de tus hijos.

—Oh, Pedro… —Paula le echó los brazos al cuello—. Nunca pensé eso. Te quería incluso cuando no debía quererte. Pero tú me dijiste que no creías en el amor y pensé que nuestro matrimonio no podía durar. Estaba convencida de que no podrías serme fiel y tenía celos de todas las mujeres que habían estado contigo.

—Lo siento mucho, cariño —se disculpó él—. Yo no quería hacerte daño. Te amo y, si no quieres tener hijos, me parece bien, pero no puedo dejarte ir. Te quiero tanto que me duele.

Paula se quedó sorprendida por el brillo de dolor, de miedo, que había en sus ojos.

—¿Qué tal si me muestras algo de ese amor del que tanto hablas? —le dijo al oído.

—¿Me quieres, Paula?

—Sí —contestó ella—. Y en cuanto a lo del niño… puede que sea demasiado tarde. Llevo cuatro semanas de retraso.

Pedro arrugó el ceño.

—¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Cuándo…?

—Ya te puedes imaginar cómo —rió ella—. Y cuándo… la última vez que estuvimos en Londres. Se me olvidó tomar la píldora durante dos noches seguidas y éste es el resultado.

—¿Y te importa estar embarazada? —preguntó Pedro, casi sin atreverse a mirarla a los ojos.

—No, la verdad es que estoy encantada. Me hace ilusión que tengamos un hijo, pero ahora mismo a quien quiero tener es a tí —respondió Paula con expresión burlona.

Suspirando, Pedro la envolvió en sus brazos.

Estuvo a punto de preguntarle qué demonios iba a hacer ahora con esa expedición, pero se detuvo a tiempo. Era Paula, su maravillosa y preciosa Paula. Y ella tomaría sus propias decisiones. 

—Gracias a Dios —murmuró, mientras inclinaba la cabeza para besarla con toda la ternura que guardaba en su corazón.

El camarero llamó a la puerta del dormitorio y fue recibido con una palabrota. El hombre sonrió. Llevaba tiempo suficiente haciendo su trabajo como para entender que no era bienvenido y, sin hacer ruido, dejó el carrito de la cena en el salón y salió de la suite.



FIN

El Negocio: Capítulo 36

—Tu abuelo —repitió Pedro, incrédulo.

—Sí, mi abuelo. Miguel ha sido el nombre de todos los primogénitos de mi familia durante muchas generaciones... salvo en el caso de mi hermano Gonzalo. Mi padre nunca se llevó bien con mi abuelo y no quiso ponerle su nombre.

—No puedo creer que Sonia…

—Mi padre y mi tía se quedaron horrorizados por el comportamiento de su padre cuando tuvieron edad para descubrir qué clase de hombre era —siguió Paula—. Era un mujeriego, la oveja negra de la familia. Mi abuelo y mi abuela llevaban vidas totalmente separadas, pero compartían la misma casa. Cuando murió, su nombre no volvió a ser mencionado nunca. Era un hombre terrible y toda la familia estaba avergonzada de él. ¿Nunca te has preguntado por qué mi tío Jorge, que es un pariente político, es el presidente del consejo de administración de Ingeniería Chaves?

Pedro la escuchaba, atónito.

—Mi tío Jorge era el gerente y la persona que se ocupaba de que la empresa no se hundiera hasta que mi padre fue mayor de edad. Mi abuelo no tenía cabeza para los negocios y se gastó una fortuna en mujeres. Así que ya ves, era una vergüenza para los Chaves.

—Paula…

—Ahora ya sabes la verdad. No soy psiquiatra, pero lo que intentaba decir antes es que quizá tu madre y tu hermana estaban buscando una figura paterna. ¿Quién sabe? Es asombroso cómo algunos episodios de la infancia afectan a la gente. Mira mi tío Carlos… ¿sabes por qué viste de esa forma y me anima a hacerlo a mí? ¿Te acuerdas del vestido de lamé plateado? Mi tío Carlos cree que mi padre y Gonzalo se han pasado intentando ser todo lo contrario a mi abuelo. Demasiado conservadores, demasiado estrictos, demasiado asustados de convertirse en Miguel Chaves, el libertino. Y a lo mejor tiene razón.

—Paula… —Pedro alargó una mano para tocarla, pero ella se levantó a toda prisa.

—Que haya sido mi abuelo en vez de mi padre no cambia nada. Aunque me sorprende. Sueles ser tan concienzudo en todo lo que haces… ¿No te habías dado cuenta de que en la carta dice «si fuera un hombre libre, que no lo soy»? Eso debería haberte indicado que era un hombre casado. Cuando fue escrita, mis padres ni siquiera se conocían.

—No sé qué decir...

—No hay nada que decir. Aunque hubiera sido mi padre quien dejó embarazada a tu hermana… ¿por qué ibas a castigar a su hija? ¿Qué clase de retorcida venganza es ésa? —Le espetó Paula—. Pero la verdad es que, aunque estabas equivocado, has acabado siendo el ganador. Como siempre, supongo.

—Siento mucho haberme equivocado, Paaula. No habría dicho nada aquel día en el yate de haberlo sabido… deja que te compense de alguna forma. Dime lo que quieres y será tuyo.

Paula quería su amor, pero sabía que nunca podría dárselo porque era una emoción desconocida para él.

—No lo entiendes, Pedro. No ha cambiado nada. Sólo te casaste para vengarte de los Chaves… y luego te indignas al saber que tomo la píldora —Paula sacudió la cabeza—. Me engañaste el día que me pediste que me casara contigo y me engañaste el día de nuestra boda. ¿Puedes devolverme la confianza, la ilusión? No, no lo creo. Y ahora, si no te importa, me voy a dormir. Me gustaría marcharme por la mañana. Lo antes posible.

Después de decir eso salió del comedor sin mirar atrás.

Pedro la esperaba al pie de la escalera al día siguiente.

—El helicóptero esta aquí y mi jet está esperando en el aeropuerto de Lima para llevarte donde quieras. El apartamento de Londres es tuyo. Yo no volveré a usarlo y no debes temer nada respecto a la empresa… ya no estoy interesado.

—Ah, qué generoso —dijo Paula, irónica.

—Sin duda volveremos a vemos algún día, pero si esperas un divorcio rápido, te equivocas. No voy a dártelo. Y, ahora si me perdonas, tengo caballos que atender. Espero que te hayas ido cuando vuelva.

—Te aseguro que no estaré aquí. En cuanto al divorcio, me da igual. No creo que tenga intención de casarme en mucho tiempo. Y no quiero un céntimo de tu dinero, no me hace falta. Lo único que quiero es tu promesa de que no harás nada en detrimento de Ingeniería Chaves. Y lo quiero por escrito, Pedro.

—Lo tendrás —dijo él, antes de darse la vuelta. Paula se decía a sí misma que era lo mejor, pero lloró durante el viaje de vuelta a casa y lloró en Londres, en la cama que habían compartido.

Paula y Sofía se apoyaron en la barandilla del barco para observar el bote que llevaba a los buceadores a una de las diminutas islas que formaban el archipiélago de Los Roques, en la costa de Venezuela.

—¿Crees que esta vez tendremos suerte? —preguntó Paula.

Sofía, mayor y más sabía, hizo una mueca.

—Eso espero. Hace una semana que salirnos de Caracas y es el cuarto grupo de coordenadas que probarnos —respondió—. He estado comprobando el informe del tiempo y, por lo visto, un huracán se dirige a Florida y las islas del Caribe. Esperan que llegue a Jamaica en tres días.

Paula  puso los ojos en blanco.

—Gracias por animarme, amiga. En fin, creo que voy a comprobar el ordenador. Parece que están a punto de lanzarse al agua.

Javier Hardington, el jefe de la expedición, quería bajar personalmente para comprobar el fondo marino, pero su segundo de a bordo, Marcos, estaba en los ordenadores.

—¿Han encontrado algo?

—No. Acaban de llegar al sitio.

Paula se sentó a su lado y observó a los buceadores en la pantalla del ordenador buscando un trozo de la quilla, los restos de un cañón… Después de trescientos años cualquier cosa estaría enterrada y cubierta de lodo.

Su trabajo consistía en localizar la posición de los pecios hundidos y determinar si lo que encontraban pertenecía a un naufragio determinado. Aquélla era la expedición más emocionante en la que hubiera participado y, sin embargo, desde que se marchó de Perú cinco semanas antes le había costado trabajo emocionarse por nada.

Intentaba no pensar en Pedro, pero su recuerdo la perseguía día y noche.

Especialmente por la noche, mientras dormía en la cama que había compartido con él. Aún no le había contado a Agustina y a Gonzalo que se habían separado, pero tendría que hacerlo cuando volviera a Londres porque su cuñada ya había empezado a hacer preguntas.

Irguiéndose en la silla, Paula concentró su atención en los ordenadores. Su matrimonio había terminado y tenía que seguir adelante. Aquella expedición era el principio del resto de su vida.


Pedro intentó sujetar al caballo al oír las aspas de un helicóptero sobre su cabeza. Max otra vez…

Dos semanas antes lo encontró borracho y habían tenido una pelea. Según Hernán, iba de cabeza al desastre. Había perdido a una mujer estupenda a quien, si tuviese  valor, intentaría recuperar, estaba abandonando los negocios y no devolvía las llamadas…

Él le había dicho que lo dejase en paz, que no sabía nada. Pero cuando se marchó dejó de beber e hizo un par de llamadas para delegar el trabajo en sus ejecutivos. No quería volver a su antigua vida viajando por todo el mundo. De hecho, nada le interesaba… con una excepción: Paula.

Pedro  volvió a los establos, desmontó y le entregó el caballo al mozo de cuadras.

—Cepíllalo bien —murmuró, dando un golpecito en el cuello del animal.

Hernán lo esperaba en la casa con cara de pocos amigos.

—¿Por qué no contestas a las llamadas? Llevo veinticuatro horas intentando ponerme en contacto contigo.

—Hola, Nan.

—Al menos hoy tienes mejor aspecto que el otro día.

—El aire fresco ayuda mucho —admitió Pedro.

— Y para ayudar es precisamente por lo que yo estoy aquí. Es Paula.

—¿Qué pasa con Paula?

—Hemos estado vigilándola como nos pediste. Está en Caracas.

—¿En Caracas?

—Sí, ya sé que no es el sitio más seguro del mundo…

—Ahora sí que necesito una copa —Pedro entró en el salón para servirse un whisky—. ¿Qué hace en Caracas?

—Se ha unido a una expedición dirigida por Javier Hardington y su mujer, Sofía. Puede que hayas oído hablar de él, es un famoso buscador de tesoros. Están buscando un barco pirata hundido frente a las costas de Venezuela hace no sé cuántos años…

—¿Estás diciéndome que Paula ha ido a buscar un tesoro pirata?

—Lo sé, jefe. Suena raro, pero así es.

—No, en realidad no es tan raro —Pedro se tomó el whisky de un trago—. Es la clase de cosa que hace esa mujer... ¿por qué no se lo has impedido?

—Dijiste que la vigilásemos, nada más. Ayer intenté hablar contigo por teléfono, pero lo tenías desconectado…

—Ya, ya.

—Ahora mismo están anclados en el archipiélago de Los Roques. Y debo añadir que no es fácil localizarlos. Los buscadores de tesoros tienen mucho cuidado para no delatar su posición… levan el ancla y se marchan sin advertir a nadie.

—¿Y por qué has venido hasta aquí?

—Porque ayer hubo un aviso de huracán. Se dirige al Caribe y el barco de Paula está en su camino. Pensé que querrías saberlo. He alquilado una lancha y…

—Nos vamos en cinco minutos —lo interrumpió Pedro.

El Negocio: Capítulo 35

El ama de llaves sirvió el café en un patio de estilo español y los dejó solos enseguida.

—No sabía que tu casa fuera tan antigua —murmuró ella, mirando alrededor.

La casa de Pedro, a doscientos kilómetros de Lima, era una finca de estilo español, llena de cuadros, tapices y obras de arte originales que debían costar una fortuna.

—La familia Alfonso ha vivido aquí desde que mi antepasado, Sebastián Alfonso, llegó a Sudamérica con los conquistadores —respondió él, levantándose.

—Pero me contaste que tu bisabuelo había desheredado a tu abuela. ¿Cómo has recuperado la casa? Ah, espera, no me lo digas: le hiciste al propietario una oferta que no pudo rechazar —dijo Paula, sarcástica.

—No, no fue así. Mi bisabuelo la echó de aquí, pero años más tarde su hermano mayor, que lo había heredado todo, se arruinó y mi abuela le compró la casa.

Durante los últimos diez años de su vida, mi madre y yo vivimos aquí con ella.

—Ah, ya veo. Tu abuela debió ser una mujer asombrosa —murmuró Paula. Hija desheredada de un rico hacendado, propietaria de un burdel para volver luego a la casa de su infancia… esa sí que era una jornada extraordinaria.

—Sí, lo era —asintió Pedro—. Una Alfonso con el coraje necesario para hacerle frente a todo. Desgraciadamente, mi madre y mi hermana no heredaron esa fuerza de carácter —dijo luego, tomándola del brazo—. Ven, creo que ha llegado el momento de la gran revelación.

La llevó a un estudio con paredes forradas de madera y, después de indicarle que se sentara en un sillón de cuero, abrió un cajón del que sacó un sobre.

—Lee la carta —le dijo—. Y luego llámame mentiroso si te atreves.

Con desgana, Paula tomó el sobre. El remite era la dirección de su casa en Kensington. No, no podía ser...

Luego empezó a leer.

Dos minutos después, doblaba cuidadosamente el papel y volvía a guardarlo en el sobre.

—Muy interesante —dijo, levantándose—. Pero, ¿te importaría que la estudiase en mi habitación? Estoy agotada del viaje. Podemos hablar de ello durante la cena.

—Sigues sin creerlo —murmuró Pedro, perplejo—. Nunca deja de asombrarme lo que es capaz de hacer una mujer para negar una verdad desagradable. Pero como tú quieras… cenaremos temprano, a las siete, para que puedas irte pronto a dormir.


Pedro no sabía qué pensar. Creyó que se pondría a llorar al leer la carta y comprobar que todo lo que había dicho de su padre era cierto, pero Paula no había mostrado emoción alguna. Claro que no debería sorprenderlo. Una vez lamentó  haberle contado la verdad sobre su padre, pero ya no. Una vez había pensado que ése sería el único obstáculo en su matrimonio, pero fue antes de descubrir que Paula no tenía intención de ser la madre de sus hijos. Habría sido felíz como su amante, pero en cuanto a ser su esposa… era tan clasista como su padre.

Llevaba toda la vida soportando comentarios o rumores despectivos sobre su familia y ya no le molestaban. Pero había esperado que su mujer lo respetase. Sí, se alegraría de librarse de ella, pensó. Entonces se le ocurrió algo…

¿Por qué no mantenerla como amante hasta que se cansara de ese delicioso cuerpo suyo? Al fin y al cabo, eso era lo que Paula parecía querer.

No, inmediatamente decidió que su orgullo no se lo permitiría. Paula lo había utilizado como un semental. Y nadie usaba a Pedro Alfonso.

Airado, salió del estudio para echarles un vistazo a sus caballos… al menos, ellos eran leales.

Un par de horas después Paula salía de su habitación. Aquélla sería su última cena con Pedro, pensó, mientras bajaba al comedor donde, según le había informado una criada, la esperaba «el señor».

Pero durante la cena se mantuvo en silencio.

—Parece que no te gusta la comida —comentó él cuando estaban terminando— ¿O es otra cosa lo que no te permite probar bocado?

Había lanzado el guante, pero Paula estaba dispuesta para la pelea.

—Si te refieres a la carta, estoy de acuerdo en que los sentimientos que se expresan en ella son inaceptables. Te aseguro que lamento mucho lo que le pasó a tu hermana. La pobrecita debió sufrir mucho…

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—No —Paula había pensado mucho en la gente y las circunstancias que rodeaban a la carta—. Dime una cosa, Pedro, ¿tú veías mucho a tu padre?

—¿Qué tiene que ver eso?

—¿Tu padre trataba a tu hermana como si fuera una hija? ¿Era mucho mayor que tu madre?

—No trataba a Sonia como si fuera una hija y tenía casi treinta años más que mi
madre…

—Eso podría explicarlo todo —le interrumpió Paula.

—¿Explicar qué, que tu padre sedujo a mi hermana? No intentes inventar excusas.

—Muy bien, no lo haré —Paula se irguió en la silla—. Mi padre nunca escribió esa carta, Pedro. La letra es de mi abuelo, Miguel Chaves, que debía tener más de cincuenta años cuando mantuvo una aventura con tu hermana. Lo cual, supongo, es aún peor.

El Negocio: Capítulo 34

—Aún no —murmuró, deslizando la lengua por su torso y su cuello, sin dejar de acariciar provocativamente su miembro con la mano.

Pero entonces, lanzando un rugido, Pedro la levantó para penetrarla con su erecto miembro.

Salvaje y abandonada, Paula lo montó, arqueándose mientras él la llenaba hasta el fondo con potentes embestidas. La agarró por la cintura, haciendo que se moviese, girándola hacia delante y atrás en algo que parecía una lucha por la supremacía sexual. Paula sucumbió primero, apretándolo más con cada espasmo, y le oyó rugir su nombre mientras los dos se estremecían en un orgasmo que los dejó sin aliento.

Poco después abrió los ojos y encontró a Pedro mirándola fijamente.

—Ésta sí que ha sido una bienvenida —murmuró, apartando el pelo de su cara.

—Sí, en fin… estar dos semanas sin sexo no es bueno para nadie.

—Cuéntamelo a mí. Pero debe de ser más difícil para Agus... creo que durante unas semanas después del parto no se pueden tener relaciones.

—Sí, bueno, no creo que le importe porque ahora tiene un niño precioso.

—Eso es verdad. ¿A tí te importaría estar embarazada? Podrías estarlo.

No, no podía estarlo, pero ver a Agus con su hijo durante la última semana le había hecho recordar cuánto le habría gustado tener un hijo con Pedro… si él la amase. Pero era absurdo pensar eso. Pedro no creía en el amor y, por lo tanto, era  incapaz de amar a nadie.

—No tengo prisa por descubrirlo —mintió, apartándose un poco.

—Viéndote con el niño me he dado cuenta de que serías una madre estupenda.

Un Pedro tierno era lo último que necesitaba.

Paula se sentía culpable, aunque no tenía por qué. Pedro la había engañado al casarse con ella y, en comparación, su engaño no era nada.

—Es posible —dijo, saltando de la cama—. Pero sólo llevamos unos meses casados y no somos precisamente el mejor matrimonio del mundo. Necesitamos tiempo para acostumbrarnos el uno al otro…

Paula no terminó la frase y, a toda prisa, entró en el cuarto de baño. Acababa de recordar que había dormido en casa de su hermano las dos últimas noches y se le había olvidado tomar la píldora.

Sacó la cajita del armario y miró las pastillas. ¿Sería peligroso tomar dos a la vez? Tenía la impresión de que sí pero había tirado el prospecto, de modo que no podía leer las indicaciones. Nerviosa, llenó un vaso de agua y tomó una píldora.

—¿Te duele la cabeza? —preguntó Pedro desde la puerta.

—¿Cómo? Pues… sí, algo así.

Sin decir nada, él abrió el armario donde había guardado las pastillas.

—Una píldora anticonceptiva que cura el dolor de cabeza… qué curioso.

Un hombre desnudo no debería parecer amenazador, pero Pedro lo parecía.

—¿No dices nada, Paula?

—¿Qué quieres que diga? —le espetó ella, negándose a ser intimidada—. No necesito excusa alguna. Estoy tomando la píldora, ¿y qué? Mi cuerpo es mío y yo decido lo que hago con él... tú lo tomas prestado para el sexo, nada más. Además, todo esto ha sido idea tuya, el amor no tiene nada que ver con nuestro matrimonio — por fin, Paula parecía haber recuperado la voluntad y no pensaba callar—. ¿De verdad crees que traería al mundo un hijo sin amor, sólo para que tú tengas un heredero? No puedes hablar en serio.

Durante tres meses había intentado controlar sus emociones con Pedro, pero eso se había terminado. Estaban hablando de algo demasiado importante.

—¿Ahora eres tú quien no tiene nada que decir? La verdad, me sorprende. Estás tan seguro de ti mismo, con tu dinero, tu poder y tu arrogancia… probablemente es la primera vez que has encontrado algo que no puedes comprar.

Paula sacudió la cabeza. ¿Era posible amar y odiar a alguien al mismo tiempo?

Porque se le encogía el corazón al mirarlo y, sin embargo, lo odiaba.

—¿Cuánto tiempo llevas tomando la píldora?

—Desde que nos conocimos —contestó ella—. Cuando fui tan tonta como para creer que tú y yo podríamos tener una aventura. Después de todo, eras famoso por tus amantes. Imagina mi sorpresa cuando me pediste en matrimonio. Y yo acepté como una boba, pensando que te quería y que tú me querías a mí. Claro que enseguida me di cuenta de que tú no podías querer a nadie. Afortunadamente, ya estaba tomando la píldora.

Pedro, desde su altura, la fulminó con la mirada.

—¿Cuánto tiempo pensabas ocultarme que estabas tomándola?

—No creo que hubiera sido mucho tiempo. Tú mismo dijiste que el deseo se acaba y, siendo un hombre con tal apetito sexual, no habría tenido que esperar demasiado hasta que me hubieras sido infiel... y entonces me habría divorciado de tí sin que pudieras hacer nada —Paula lo miraba a los ojos, sin amilanarse—. Tu único error fue no pedir una separación de bienes. De modo que pensaba divorciarme y exigirte la cantidad de dinero que necesita mi familia para librarse de tí. Deberías estar orgulloso de ti mismo, Pedro, me has enseñado bien —terminó, furiosa.

—Demasiado bien, parece —murmuró él, dando un paso atrás—. Acabas de demostrarme que eres una verdadera Chaves, como tu padre. Y ahora que lo sé, no querría que fueras la madre de mi hijo aunque me pagases por ello. Pero te advierto que no voy a darte el divorcio. Nunca, Paula.

Ella lo miró, sorprendida e indignada.

—Cuando volvamos de Perú, podrás hacer lo que quieras con tu vida —añadió él.


Para Paula, el vuelo a Perú fue terrible. Doce horas soportando el amargo silencio de Pedro. Lo amaba, seguramente lo amaría siempre, pero no había ningún futuro para ellos. Su matrimonio había terminado el día de la boda.

Incluso ahora, Pedro seguía insistiendo en esa ridícula historia sobre su padre... Sin embargo, en otro momento le había dicho que debía olvidarlo porque tanto su hermana como él estaban muertos.

Paula lo miró. Tenía la cabeza inclinada, concentrado mientras leía una revista económica. Se había quitado la chaqueta y el jersey negro se ajustaba a sus anchos hombros. Mientas leía, levantó una mano para apartarse el pelo de la cara, un gesto que le había visto hacer en innumerables ocasiones y que le parecía extrañamente enternecedor.

No, enternecedor no, no debía pensar eso. Aquella pantomima de matrimonio estaba a punto de terminar y aquél era el último acto. Sólo quedaban por delante las formalidades del divorcio. No se hacía ilusiones y seguramente era lo mejor.

Pedro le había dicho una vez que dejase de portarse como una cría… muy bien, eso era lo que iba a hacer.

Una mano en su hombro la despertó. Cuando abrió los ojos, Pedro estaba a su lado en la cama, con una camisa negra y una chaqueta de cuero del mismo color.

—Puedes desayunar en el avión. Nos vamos dentro de una hora.

—¿Nos vamos? ¿Dónde?

—A Perú.

—Pero después de lo de anoche…

—¿Pensabas que te dejaría? No, Paula. Vienes a Perú conmigo. Prometo demostrar lo degenerado que era tu padre enseñándote la carta. Al contrario que tú, yo cumplo mis promesas.

El Negocio: Capítulo 33

Pedro apagó el ordenador y se abrochó el cinturón de seguridad. El avión aterrizaría en Londres en unos minutos y estaba deseando llegar. Había firmado un fabuloso contrato y tenía un mes de vacaciones… Pedro frunció el ceño.

No había visto a Paula en dos semanas, pero estaba decidido a que eso no volviera a pasar. Llevaban tres meses casados, el sexo era genial y debería sentirse satisfecho. Sin embargo, el tiempo que pasaban el uno con el otro era limitado.

Después de tres semanas en Nueva York habían vuelto a Londres y Paula había seguido con su investigación, pero él se había visto obligado a viajar a Oriente Medio. En julio volvieron a Grecia, pero él tuvo que viajar frecuentemente a Atenas y Moscú.

A principios de agosto Paula debería haberlo acompañado a Australia, pero Agustina acababa de dar a luz, de modo que insistió en volver a Londres para ayudarla y Pedro no pudo poner objeciones.

Pero después de estar solo durante casi dos semanas la había llamado por teléfono la noche anterior para decirle que hiciera las maletas, se iban a Perú. Lo cual le daba el tiempo justo para darle un beso al niño y tomar el avión. Ya era hora de que ellos tuvieran un hijo, pensó. De hecho, Paula podría estar embarazada. Aunque ella no le había dicho nada por teléfono. Claro que ella nunca decía mucho…

Una hora después, el Bentley se detenía frente a la casa de Kensington. Mirta, el ama de llaves, lo acompañó al salón.

Paula estaba sentada en una silla, los rayos del sol que entraban por la ventana creaban un halo dorado alrededor de su cabeza.

No lo había oído entrar, toda su atención concentrada en el niño que tenía en los brazos.

—Eres un niño precioso —le decía, con una sonrisa en los labios—. Sí, lo eres, lo eres. Y tu tía Paula te quiere muchísimo.

A Pedro se le hizo un nudo en la garganta.

—Paula…

—Ah, hola, no sabía que estuvieras aquí —Paula se levantó con el niño en brazos—. Mira, ¿a que es precioso?

Ella era preciosa. Llevaba la raya en medio, el pelo suelto cayendo por su espalda mientras apretaba al bebé contra su pecho…

Pedro  lo miró con envidia.

—Sí, es muy guapo —murmuró, acariciando la cara del niño con un dedo.

—Agustina y Gonzalo han decidido llamarle Miguel, como mi padre.

Había un brillo de desafío en sus ojos que no intentaba ocultar. Era una mujer de carácter y jamás aceptaría la verdad sobre su padre, pensó Pedro. En cuanto a él, ya le daba igual.

—Bonito nombre. Me gusta.

—Miguel Angel —Agustina, que acababa de entrar en el salón, tomó al niño en brazos—. Me alegro de verte, Pedro. Y ahora, ¿te importaría llevarte a tu mujer a casa para intentar hacer uno parecido? Tengo miedo de que me lo robe.

Todos rieron, pero él notó que Paula evitaba su mirada.

—Eso es lo que pensaba hacer —Pedro la tomó por la cintura con gesto posesivo—. Ésta va a ser una visita breve, Agus. Nos vamos a Perú mañana mismo.

Paula vió en sus ojos una promesa de pasión y sabía que en los suyos él vería lo mismo.

—Vamos, marchense de aquí —rió su cuñada—. Están avergonzando al niño.

En cuanto entraron en la habitación, Pedro pasó un brazo por su cintura.

—Llevo dos semanas esperando este momento.

—¿Por qué? ¿No había mujeres disponibles en Australia? —dijo Paula, medio en broma. Sabía que lo amaba, pero también sabía que no podía confiar en él y el monstruo de los celos la perseguía cuando no estaba a su lado. No era algo de lo que se sintiera orgullosa, pero…

—Muchas, pero ninguna se parecía a tí —respondió él, buscando sus labios.
De modo que no se había acostado con otra, pensó Paula mientras cerraba los ojos y levantaba los brazos para rodear sus poderosos hombros.

—Llevas demasiada ropa —murmuró Pedro, tirándola sobre la cama y desnudándola a toda prisa—. ¿Me has echado de menos?

—Sí —contestó ella, a pesar de sí misma.

Pedro había destruido su sueño al revelarle la razón por la que se había casado con ella y parecía contentarse con aquellos encuentros sexuales, como si eso fuera lo único importante en un matrimonio.

Furiosa consigo misma por amarlo, Paula lo tiró sobre la cama y se colocó a horcajadas sobre sus piernas, decidida a hacerle perder la cabeza.

—Estás muy ansiosa… quizá debería dejarte sola más a menudo —dijo él, burlón.

—Quizá deberías —asintió ella, envolviendo su miembro con la mano. Luego bajó la cabeza, su largo pelo rozando el torso masculino, para rozar la punta con la lengua.

Pedro dejó escapar un gemido de sorpresa y Paula siguió hasta que notó que estaba a punto de explotar. Entonces se detuvo.

Cuando levantó la cabeza, sus ojos eran dos pozos negros, su rostro tenso como nunca.

domingo, 27 de marzo de 2016

El Negocio: Capítulo 32

La pareja los felicitó, pero Paula seguía notando cierta hostilidad. Y cuando se alejaron, Pedro no pudo disimular un gesto de satisfacción. ¿Sería Lucía otra de sus amantes?

—¿Qué ha pasado? Pensé que el embajador era amigo tuyo.

—No, yo tengo pocos amigos. Muchos conocidos, pero nada más. Estamos aquí porque soy el patrocinador de esta exposición.

—¿Ah, sí? Me sorprende.

—¿Te gusta?

—No —contestó Paula, mirando alrededor—. La verdad es que no me gusta nada, pero me sorprende que tú patrocines a artistas. Pensé que no tenías tiempo para esas cosas.

Pedro sonrío, tomándola por la cintura.

—No creo que al artista le hiciera mucha gracia tu opinión. En cuanto a mi patrocinio… yo me limito a poner dinero, nada más.

Durante más de una hora estuvieron saludando a empresarios, diplomáticos y abogados. Paula estrechó docenas de manos sin prestar demasiada atención, deseando salir de allí lo antes posible. Pero, aunque al principio no le había gustado la exposición, había dos cuadros que le parecían interesantes: un paisaje abstracto de los Andes cubierto de niebla y el retrato de un niño en cuclillas con lo que parecía el sombrero negro de su padre en la cabeza.

Pedro compró los dos.

—No tenías por qué hacerlo.

—¿Por qué no? —Sonrió él, llevándola hacia la salida—. Vamos a cenar, tengo hambre.

Cuando iban a salir de la embajada, Lucía se acercó a ellos.

—¿Ya se van?

—Sí, vamos a cenar.

—¿Por qué no vienen con nosotros? —Sugirió la mujer—. Vamos a cenar en un restaurante que acaban de inaugurar.

—No, Lucía —contestó Pedro con expresión seria—. Tengo cosas mejores que hacer.

—Eso ha sido un poco grosero, ¿no? —Preguntó Paula cuando estaban subiendo al coche—. Pero, evidentemente, conoces bien a esa mujer. He visto tu expresión cuando mirabas al embajador y no me ha parecido muy edificante.

—¿Edificante? Eres tan británica, Paula—sonrió él—. Pero deja de imaginar que he tenido algo con Lucía. Pareces creer que me he acostado con cientos de mujeres y no es verdad. De ser así no habría podido hacer una fortuna. Claro que eso es algo que tú no puedes entender porque has llevado una vida regalada.

—¿Qué tiene eso que ver… ?

—¿Vas a dejar que te explique de qué conozco a Lucía?

Paula puso los ojos en blanco.

—Adelante, dime de qué la conoces.

—Conocí a su hermano en Perú. Yo tenía doce años cuando mi madre me llevó allí a vivir con mi abuela. Me enviaron al mejor internado del país y, a los catorce años, conocí al hermano de Lucía. Nos hicimos amigos porque los otros chicos se metían con él y yo lo defendía. Pedro era un chico muy tímido y tenía alma de artista, pero no sabía defenderse de los matones. Durante dos años fuimos grandes amigos. Él iba a mi casa en vacaciones o yo a la suya, así que también me hice amigo de Lucía. Hasta que su padre descubrió quién era mi familia y les prohibieron terminantemente volver a verme. Además, hizo todo lo que pudo para que me echasen del internado.

—Oh, Pedro…

—No te preocupes, a mí no me pasó nada —la interrumpió él—. Pero arruinó la vida de su hijo. Lo envió a otro colegio donde, aparentemente, los chicos también se metían con él y, doce meses después, Patricio se suicidó. Yo fui a su funeral y me quedé detrás para que nadie me viera.

A Paula se le encogió el corazón. Era lógico que Pedro hubiera sufrido tanto al descubrir el suicidio de su hermana; su amigo de la infancia había hecho lo mismo.

—Por eso me satisface tanto que ahora tengan que ser complacientes conmigo y no pienso disculparme por ello. En cuanto a Lucía, es igual que su padre, una clasista de la peor especie.

—Lo siento mucho, Pedro. Él sacudió la cabeza.

—El día que nos conocimos te dije que perdías el tiempo sintiendo compasión por mí. Eres demasiado ingenua, Paula.

—Puede que lo sea, pero contéstame a una pregunta: ¿por qué no te casaste con Lucía para vengarte de su padre y de ella?

—Nunca se me ocurrió —respondió él—. Además, puede que yo tenga un lado vengativo, no lo niego, pero no soy masoquista. Tú eres tan guapa que Lucía es un ogro comparada contigo.

Ella lo miró, atónita. ¿Eso era un piropo? No sabía qué pensar… y aprovechándose de su sorpresa, Pedro se inclinó para buscar sus labios.

—¿No íbamos a cenar fuera? —preguntó Paula cuando la limusina se detuvo frente al departamento.

—Sigo teniendo hambre —contestó él, su acento más pronunciado que de costumbre—. Pero la comida puede esperar —añadió, apretándola contra su torso.

Esa noche le hizo el amor con una ternura y una pasión que llevó lágrimas a los ojos de Paula porque sabía que, aunque para ella no lo fuera, para Pedro sólo era  sexo.

El Negocio: Capítulo 31

Pedro sólo quería sexo y, si era sincera consigo misma, debía admitir por fin que no tenía voluntad para luchar contra la atracción que sentía por él. Ni siquiera tenía sentido fingir que aquello era amor…

Paula enredó los brazos en su cuello y, al notar que se estremecía, pensó que de verdad había estado preocupado por ella. Y, aunque no quería admitirlo, eso despertó de nuevo la esperanza de que hubiese un futuro para su matrimonio.

Más tarde, en la cama, después de dos noches de abstinencia tardaron mucho tiempo en satisfacerse el uno al otro.

Pero a la mañana siguiente Hernán estaba esperándola en la cocina con cara de pocos amigos.

—Buenos días. Espero que no estés enfadado conmigo.

—Supongo que sabrás que no fue tu habilidad sino pura suerte que perdieras al hombre que te seguía. Y mucha más suerte que no te pasara nada…

—Eres tan exagerado como Pedro—sonrió Paula.

—¿Esto te hace gracia? Pues deja que te diga una cosa: en esta ciudad hay cientos de asesinatos todos los días…

—Lo sé, lo sé —Paula se puso seria.

Seguramente el hombre no sabía que Pedro la había llevado allí contra su voluntad y ella no tenía intención de contárselo.

—¿Qué intentas hacerle a Pedro? —Le preguntó Hernán entonces—. Cuando se casó contigo, pensé que era lo mejor que podía pasarle. Al menos había amor en su vida por primera vez, algo que no ha tenido nunca. Pero ahora no estoy tan seguro. Nunca lo había visto tan preocupado. Es un hombre rico y poderoso y tiene muchos enemigos, Paula. Tú eres su mujer, deberías ser consciente del peligro. Ayer casi le da un infarto al saber que habías desaparecido. Es un hombre solitario por naturaleza, por no decir un adicto al trabajo, pero ayer lo dejó todo para ir a buscarte. Ese hombre te adora y tú le pagas portándote como una niña rebelde… Quiero que me des tu palabra de que no volverás a hacerlo. Si no me das tu palabra, iré pegado a tí como una sombra.

Atónita por el tono y asombrada de que Hernán pensase que Pedro la quería, Paula se limitó a asentir con la cabeza.

Mercedes, su nueva escolta, llegó unos minutos después. Era un poco mayor que ella y, tras media hora de conversación, Paula decidió que le gustaba. La chica conocía bien la ciudad, lo bueno y lo malo, y tenía un gran sentido del humor. A partir de aquel día la acompañó a museos, tiendas y galerías de arte, de modo que su estancia en Nueva York empezó a ser más agradable. Pero Paula estaba deseando volver a Londres.

Dos semanas después Paula estaba frente al espejo, pero casi no se reconocía.

Su pelo rubio sujeto en un elaborado moño, el vestido negro con escote palabra de honor que se pegaba a sus curvas… todo regalo de Pedro, como el collar de  diamantes que llevaba al cuello, el que le había ofrecido por primera vez en el yate y que había insistido se pusiera esa noche.

Su relación había cambiado de forma perceptible desde que se perdió. El sexo era fabuloso y, aunque a veces deseaba oír palabras de amor, se decía a sí misma que uno no podía tenerlo todo.

Aunque lo que tenía con Pedro se parecía cada vez más a lo que había soñado.

Cuando no estaba paseando por Nueva York con Mercedes, estaba frente a su ordenador, trabajando. Afortunadamente, porque aparte de algunas cenas de trabajo a las que tenía que acudir con Pedro, apenas se veían.

Hernán  tenía razón sobre él: era un adicto al trabajo.

Se iba a la oficina a las seis de la mañana y casi nunca volvía hasta las nueve. Y entonces sólo tenían tiempo de cenar e irse a la cama… para hacer el amor con la misma pasión que el primer día.

Aquella tarde había vuelto a las siete porque tenían que ir a una exposición de arte en la embajada de Perú.

Mientras iban en el coche hacia la embajada, con Pedro callado, Paula empezó a darse cuenta de que Hernán lo conocía muy bien, seguramente mejor que nadie. Era un solitario. El verdadero Pedro no era el hombre al que había visto en el gran Premio de Mónaco, sino el serio magnate de las finanzas ocupado veinticuatro horas al día. El trabajo era su vida, todo lo demás tenía poca importancia.

Pedro Alfonso era un hombre poco dado a las emociones. Incluso su venganza había perdido intensidad al revelársela. Según él, la discusión en el yate no había tenido importancia porque las dos personas de las que hablaban estaban muertas.

Debería haberse dado cuenta entonces… la muerte de su madre y su hermana era seguramente lo único que había tocado el corazón de aquel hombre. Todo lo demás era trabajo.

—Estás muy callada —le dijo mientras entraban en el elegante salón de la embajada.

—No, estoy bien —murmuró ella, mirando alrededor.

Camareros con bandejas llenas de copas de champán y sofisticados canapés se movían entre los integrantes de la élite de Nueva York por la vasta sala repleta de cuadros y esculturas.

Cuando el embajador y su esposa, Lucía, se acercaron para saludarlos, Paula creyó detectar cierta tensión.

—Nos quedamos muy sorprendidos al saber que te habías casado —dijo la esposa del embajador—. ¿Hacía mucho tiempo que se conocían?

—El tiempo suficiente para saber que Paula era la mujer de mi vida.

El Negocio: Capítulo 30

Al día siguiente, decidió salir sola por Nueva York y rechazó la limusina, insistiendo en que sólo iba a dar un paseo. Entró en la primera estación de metro que encontró y se coló de un salto en el último vagón de un tren que estaba a punto de salir. Pero, mientras se cerraban las puertas, en el andén vio a un hombre que sacaba un móvil del bolsillo, mirándola con gesto preocupado.

Paula se encogió de hombros.

No tenía ni idea de dónde iba y le daba igual.

Era libre…

Un par de estaciones después bajó del vagón y salió del metro. Las calles estaban tan llenas de gente que algunas personas chocaban con ella y, sin saber por qué, soltó una carcajada. Era estupendo formar parte de las masas de nuevo.


Pedro miró a los seis hombres reunidos en la sala de juntas. Había tardado meses en organizar aquella reunión y, si se ponían de acuerdo, sería la mayor transacción que había visto Wall Street. Echándose hacia atrás en la silla, dejó que el estadounidense tomase la palabra… el hombre había sido su invitado en el yate y ya habían acordado cómo presentar el proyecto para que fuera irresistible.

Entonces sintió una vibración en el pecho. Maldito teléfono móvil. Pero cuando miró la pantalla se levantó de un salto.

—Lo siento, señores, tengo que posponer la reunión.

Estaba furioso, más que eso, cuando todos salieron de la sala de juntas.

—¿Qué ha pasado, Nan? —Preguntó, poniéndose el móvil en la oreja—. ¿Cómo es posible que la hayas perdido?

Después de escuchar un momento, Pedro dió instrucciones estrictas para que la encontrasen inmediatamente.


Paula  miró alrededor. Empezaba a anochecer y los rascacielos que seis horas antes le habían parecido fabulosos ahora le parecían amenazadores. Al sentarse en una terraza para comer algo comprobó que le habían robado el móvil, pero no se preocupó demasiado porque aún tenía el bolso y el dinero. Sin embargo, al subir a un taxi se dió cuenta de que no sabía la dirección de Pedro… sólo sabía que era un rascacielos sobre Central Park. Y todos los rascacielos le parecían iguales.

El taxista era extranjero y, por mucho que intentó explicárselo, no fueron capaces de entenderse. Suspirando, Paula bajó del taxi.

¿Qué podía hacer? Pensó en llamar a información, pero todas las cabinas que encontró a su paso estaban estropeadas. Como último recurso, decidió entrar en una comisaría.

El policía del mostrador la miró como si estuviera loca cuando le explicó que le habían robado el móvil con todos los números de contacto en Nueva York y que no sabía la dirección de su marido. El hombre le pidió que se sentara, ofreciéndole  amablemente un café, y Paula suspiró, nerviosa. Pedro montaría en cólera, sin duda. Seguramente habría enviado a Hernán  a buscarla y el pobre hombre estaría volviéndose loco por todo Nueva York.

La puerta de la comisaría se abrió poco después.

Paula levantó la cabeza y vio la silueta de un hombre recortada contra la luz de la calle. No podía ver su cara, pero daba igual. Era Pedro y la furia que emitía era evidente desde donde estaba sentada.

—Hola, Pedro, me han robado el móvil y…

—Vamos a casa —la interrumpió él, tomándola del brazo.

—Gracias, Germán.

Paula miró por encima del hombro para despedirse del policía mientras su marido la llevaba hacia la puerta.

—Gracias, Germán —repitió él, colérico, mientras entraban en un Ferrari negro.

No dijo una palabra más hasta que llegaron al apartamento.

—Siento que hayas tenido que ir a buscarme —se disculpó Paula.

— Tienes suerte de que sólo te hayan robado el móvil —replicó él, con una tranquilidad más aterradora que su furia—. ¿Por qué no entiendes de una vez que ésta es una ciudad peligrosa? Siendo mi mujer estás bajo mi protección y, sin embargo, te pones en peligro deliberadamente .

—Sólo había ido a dar un paseo.

—Dos hombres han perdido su empleo por tu culpa —siguió Pedro, como si no la hubiese oído—. Y yo he perdido el mejor acuerdo económico del año porque tuve que dejar una reunión para ir a buscarte. Espero que estés contenta.

—Yo no quería que nadie perdiese su empleo. No los despidas, por favor.

Pedro levantó una ceja.

—Si me das tu palabra de que dejarás de portarte como una niña pequeña y empezarás a portarte como debe hacerlo mi esposa.

—¿Quieres decir que te haga reverencias y obedezca tus órdenes? —replicó ella, irónica.

—No seas dramática. Tú sabes a qué me refiero. Si vuelves a hacerme pasar por lo que me has hecho pasar hoy, te encerraré y tiraré la llave… —Pedro no terminó la frase, buscando sus labios con una desesperación que casi la asustó.

Sabía que debería apartarse porque en ese beso no había amor... y por un millón de razones. Pero dos días sin tocarlo habían debilitado su resistencia. ¿Y por qué iba a negarle a su cuerpo lo que le pedía?

El Negocio: Capítulo 29

La cena fue más tensa que de costumbre, pero Pedro le dijo que al día siguiente le enseñaría la ciudad.

—No hace falta, seguro que a Hernán no le importaría acompañarme —replicó Paula.

—Mañana por la mañana saldremos juntos a dar un paseo —insistió él—. A partir de mañana puedes salir sola cuando quieras.

—¿Salir para qué? Ahora mismo tendría que estar en Londres, trabajando.

—Yo paso mucho tiempo en Nueva York y, como eres mi esposa, tú también.

En este momento estoy negociando una adquisición importante. Tengo mucha fe en mis empleados, pero cualquier error podría costarme una fortuna, de modo que mi presencia es necesaria.

—Ya, claro. Mucho más importante que mi investigación, que no genera ingresos millonarios —replicó Paula, irónica.

—Tu carrera, aunque interesante, no es lo más importante de tu vida. Sé que has hecho algunas expediciones por el Mediterráneo, pero pasas la mayoría del tiempo en un museo entre viejos papeles…

—Eso es lo que hacen los investigadores. ¿Y cómo lo sabes tú, además?

—He hecho que te investigasen.

—Ah, claro, por supuesto… ¿qué otra cosa puede hacer un marido normal? —casi le daban ganas de reír. La situación era completamente absurda.

—Ignorar la realidad es peligroso. Ahora estás en Nueva York, te guste o no. Un sitio que no te es familiar y en el que necesitas protección…

—Pero yo no quiero vivir aquí —le interrumpió ella—. Hay demasiada gente, demasiado tráfico, demasiado… todo.

—No tendremos que vivir aquí todo el tiempo. Mis oficinas centrales están en Londres y la que considero mi verdadera casa, en Perú. Creo que te gustará.

Y tuvo la indecencia de sonreír. Paula se levantó abruptamente.

—Si tú estás allí, lo dudo. Me voy a la cama… sola —dijo, antes de darse la vuelta.

Casi había llegado a la escalera cuando una fuerte mano la tomó por la cintura.

—Estás enfadada porque te he traído a Nueva York y lo entiendo. Pero mi paciencia tiene un límite —le advirtió Pedro, inclinando la cabeza para buscar sus labios—. Recuérdalo.

Paula miró esos ojos negros como la noche con el corazón acelerado y tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera.

Por Dios santo, aquel hombre la había secuestrado, la había engañado… ¿qué clase de idiota sin voluntad era?, pensó, apartándose de su abrazo.

Despertó sola, la marca de la cabeza de Pedro sobre la almohada recordándole que su marido había compartido cama con ella por segunda vez… sin tocarla. Estaba dormida cuando se reunió con ella la primera noche y ella le había dado la espalda.

Y se decía a sí misma que eso era lo que debía hacer.

Como un general, Pedro la había llevado por todo Manhattan, enseñándole los edificios más conocidos. Luego le había comprado un móvil y programado todos los números que creía que podía necesitar. Y también le compró una montaña de ropa a pesar de sus protestas. Su esposa, según él, tenía que dar una imagen determinada. Y la poca ropa que había llevado con ella en la maleta no era suficiente.

Lo cual, evidentemente, no era culpa suya.

Cuando volvió al departamento, se quedó boquiabierta al ver que no sólo tenía un nuevo ordenador sino un escritorio, un sillón de trabajo y una estantería llena de libros. Un estudio en toda regla.

Abrió su cuenta de correo y uno de los mensajes la animó muchísimo. Era la confirmación de que la expedición que había estado intentando organizar durante los últimos meses iba a realizarse. Y que el gobierno venezolano había expedido las licencias y los permisos necesarios. La expedición tenía como objetivo localizar un barco pirata hundido en el archipiélago de Los Roques y Paula se reuniría con el resto del equipo en Caracas el veinte de septiembre. Su esperanza era encontrar el pecio y su carga que, según todos los documentos que habían localizado, consistía en oro, joyas y tesoros de toda Europa.

Inclinada sobre el ordenador soltó una carcajada mientras leía el correo de Joaquín Hardington, un renombrado buscador de tesoros y famoso seductor, aunque ella sabía que era un hombre felizmente casado. Su mujer, Sofía, era amiga suya.

—Parece que hay algo que te hace feliz.

Paula volvió la cabeza al oír la voz de su marido.

—¿Cuándo has llegado?

—Ah, estás trabajando —murmuró Pedro—. Entonces no soy yo la causa de tu buen humor.

—No, desde luego. Pero gracias por el ordenador. Él apartó un mechón de pelo de su frente.

—Puedes tener todo lo que quieras, ya lo sabes —murmuró, inclinándose para besarla, su lengua despertando un cosquilleo ya familiar entre sus piernas.

—¿Y ahora tengo que pagar por ello? —preguntó Paula, apartándose.

—Me decepcionas, querida. Yo nunca he tenido que pagar a una mujer. ¿Por qué dejas que el resentimiento nuble tu buen juicio? ¿Por qué privar a tu cuerpo de lo que evidentemente desea? —Su mirada oscura se deslizó hasta sus pechos, los pezones marcándose claramente bajo la tela de la camiseta—. Eres una mujer muy obstinada, pero no puedes competir conmigo.

miércoles, 23 de marzo de 2016

El Negocio: Capítulo 28

Cuando volvió a abrir los ojos, mucho tiempo después, José se acercó para preguntarle si quería comer algo y ella miró su reloj.

—Pero ya debemos estar a punto de llegar, ¿no?

—No, aún estamos a medio camino.

—¿A medio camino?

—Hay seis horas de vuelo hasta Nueva York…

—Cállate, José —intervino Pedro—. Déjanos solos un momento.

Cuando el auxiliar de vuelo desapareció, Paula le dirigió una mirada asesina a su marido.

—Eres un mentiroso…

—No pensarías que iba a dejar que me dieras órdenes, ¿no? Ninguna mujer me dirá nunca lo que tengo que hacer.

Muda de rabia, Paula miró alrededor. Estaba atrapada a diez mil metros sobre el Atlántico.

—No puedes hacerme esto. Es un secuestro…

—Ya lo he hecho, acéptalo.

—¡No voy a aceptarlo! —exclamó ella, furiosa. Quería gritar de rabia y de frustración pero, ¿de qué serviría?

—Haz lo que quieras —sonrió Pedro—. Pero si cambias de opinión, estos asientos se convierten en una cama estupenda. Los vuelos largos son muy aburridos.

«Nunca», pensó Paula, indignada.

Hernán los esperaba en el aeropuerto para llevarlos en limusina al ático de Pedro sobre Central Park. Y Paula seguía sin creer que la hubiese llevado allí engañada. ¿Qué clase de hombre era Pedro Alfonso? ¿Con qué clase de monstruo se había casado?

Una vez en el ascensor, Pedro pulsó el botón del ático y se apoyo en la pared, mirándola sin expresión.

—Pensé que Hernán vendría con nosotros —dijo ella, sin mirarlo.

—No, está estacionando la limusina en el garaje. Luego subirá las maletas y se marchará.

—Pasa mucho tiempo contigo. ¿A qué se dedica exactamente?

—Hernán es mi jefe de seguridad y un amigo en el que siempre puedo confiar.

—¿Un guardaespaldas quieres decir? Pero eso es ridículo.

—No es ridículo. Inconveniente a veces, pero en mi mundo es necesario. Hernán vigila por mí, dispuesto a informarme de cualquier peligro. De hecho, desde que nos casamos tú también tienes un guardaespaldas.

—¿Quieres decir que han estado vigilándome todo el tiempo? —exclamó ella, atónita. Era como si su intimidad hubiera sido invadida, junto con su cuerpo y todo lo demás, desde el día que se casó con él—. Yo no quiero guardaespaldas. No me gusta que me sigan a todas partes.

Pedro se encogió de hombros.

—El operativo de Nan es totalmente discreto. Te garantizo que no lo notarás siquiera. Soy un hombre muy rico, Paula, y mi esposa podría ser objetivo para algún secuestrador.

— Y tú sabes mucho sobre secuestros, ¿no? —le espetó ella.

—Olvídalo, cariño. Estás aquí y la seguridad no es negociable. ¿Lo entiendes?

Paula lo entendía muy bien, pero no tenía intención de soportar que alguien la vigilase veinticuatro horas al día y sabía que podría escapar de esa vigilancia cuando quisiera.

—Sí, claro. Perfectamente.

Una vez en el ático, Antonio le presentó a su ama de llaves, María, y a su marido, Ricardo, que cuidaban la casa por él.

—María te enseñará la casa. Yo tengo mucho trabajo.

—Espera… ¿dónde está el teléfono? —Preguntó Paula—. Tengo que llamar a Agustina para decirle dónde estoy.

—¿No has traído tu móvil?

Sabía que tenía uno porque la había llamado frecuentemente cuando estaban saliendo.

—No pensé que me hiciera falta en mi luna de miel.

—Muy bien, Paula, entiendo el mensaje —suspiró Pedro—. Lo sé, la luna de miel no ha sido lo que tú esperabas, pero la vida rara vez es lo que uno espera — añadió, enigmático—. Ésta es tu casa ahora, puedes usar el teléfono y todo lo demás.

—Muy bien. ¿Me prestas tu ordenador?

—No hace falta. Te traerán uno mañana mismo —contestó él—. Si quieres comer algo, díselo a María… aunque a mí se me ocurre algo más entretenido que comer. Pero, por tu expresión, dudo que estés de acuerdo —dijo Pedro, irónico—. Nos vemos a la hora de la cena.

Después de eso desapareció. Diciendo la última palabra, como siempre, pensó ella, amargada.

María le enseñó el ático, con un enorme salón, un cuarto de estar, un estudio, tres suites con dormitorio y cuarto de baño completo, un dormitorio principal con jacuzzi y sauna… Los suelos eran de madera brillante, la decoración tradicional más que contemporánea y la vista de Manhattan tan hermosa como para robarle el aliento.

El Negocio: Capítulo 27

¿Conveniente para quién?, se preguntó ella, irónica.

Pedro  le había contado más cosas sobre su pasado, siempre sorprendentes. Y, aunque no lo parecía, estaba segura de que todo eso tenía que haberle afectado de alguna forma. Era medio griego y, sin embargo, parecía más peruano que otra cosa.

Admitía que el trabajo era toda su vida, pero su único interés verdadero era criar caballos en su finca de Perú.

Habían nadado desnudos en el mar, habían hecho el amor cada vez que lo deseaban, que era casi constantemente… pero todo aquello tenía que terminar porque, en sus pocos momentos de soledad, e incluso haciendo un esfuerzo por entender su comportamiento, seguía sin perdonar u olvidar la razón por la que se había casado con ella.

—No me gusta demasiado ir de compras y puedo alojarme en mi casa.

Paula vió que se ponía tenso. No, no le gustaba eso. En su masculina presunción, creía saberlo todo sobre ella, pero sólo conocía su nombre. Y su cuerpo.

—No tienes que preocuparte —siguió—. No le contaré a Gonzalo y a  Agustina la razón por la que te casaste conmigo. No tiene sentido darles un disgusto repitiendo las mentiras que dijiste sobre mi padre —Paula se levantó—. Voy a reservar un vuelo antes de irme a la piscina.

—No —Pedro se levantó también para sujetarla del brazo—. No te mentí sobre tu padre y tengo una carta que lo demuestra.

—Lo creeré cuando lo vea.

—La verás, te lo aseguro.

—Si tú lo dices… —Paula se encogió de hombros—. Claro que tu hermana podría haber mentido, ¿no se te ha ocurrido pensar eso? —Estaba siendo deliberadamente insultante y le dolía serlo, pero tenía que escapar de alguna forma.  Después de todo, no era precisamente la madre Teresa de Calcuta…

Pedro  tiró de su mano para atraerla hacia sí y aplastó sus labios en un beso salvaje, más un castigo que una caricia.

—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —le preguntó después—. Pensé que…

—¿Qué creías, que tu habilidad en la cama me haría olvidar por qué te has casado conmigo? Pues lo siento, pero no lo olvidaré nunca. Necesito estar en Londres el martes para seguir con mi carrera como habíamos acordado, eso es todo lo que tienes que saber.

Pedro la soltó y dio un paso atrás, mirándola con expresión helada.

—Muy bien, pero tendremos que comparar agendas. No tengo intención de estar solo mucho tiempo —dijo luego, alargando una mano para apartar el pelo de su cara—. En cuanto a reservar vuelo, olvídalo. Ve a nadar, una de las criadas hará tu maleta. Nos iremos después de comer. Te acompañaré a Londres y viajaré a Nueva York mañana por la mañana.

Que hubiese cambiado de opinión era extraño en él, pero su expresión era indescifrable, distante.

—¿Lo dices en serio?

—Por supuesto. Evidentemente, la luna de miel ha terminado y no tiene sentido pasar otra noche aquí. Nos vemos luego, Paula. Ahora tengo que hablar con el piloto.

Y, después de decir eso, se alejó.

El almuerzo fue servido en la terraza, pero no había ni rastro de su marido.

Aunque no tenía apetito, Paula estaba intentando comer algo cuando la criada apareció con un mensaje de Pedro. Por lo visto, estaba demasiado ocupado para comer con ella y había pedido que llevasen una bandeja a su estudio. También le decía, en el tono habitual, que debía estar lista en una hora.

Paula bajó las escaleras exactamente una hora después, vestida con el traje azul marino. Pedro, en el vestíbulo, con el ordenador portátil en una mano y el móvil en la otra, se volvió al oír el repiqueteo de los tacones, sus ojos oscureciéndose un poco más al recordarla bajando la escalera de Schulz Hall el día de su boda. Entonces llevaba el mismo traje azul, sus ojos azules brillando de felicidad, con una sonrisa que podría iluminar todo el salón.

De repente, reconoció la diferencia que había estado dando vueltas en su cabeza desde que llegaron los invitados en Montecarlo. El sexo entre ellos era genial, pero no había vuelto a ver un brillo de felicidad en sus ojos, ni la había oído susurrar palabras de amor como en su noche de boda. Paula se había vuelto una amante entusiasta, pero silenciosa.

Aunque eso daba igual. Era su mujer y había conseguido lo que quería.

Entonces, ¿por qué no se sentía satisfecho?

—Ah, veo que ya estás lista —cuando se acercaba al pie de la escalera se le ocurrió una idea que le pareció brillante—. Vamos, el helicóptero está esperando.

En Atenas tomaron el jet privado de Pedro, pero en cuanto estuvieron en el aire se apartó de ella y, sentándose al otro lado del pasillo, abrió su ordenador y se puso a trabajar.

Después de servir el café y ofrecerle unas revistas, José, el auxiliar de vuelo, le preguntó si necesitaba algo más. Era un joven agradable y, charlando con él, Paula descubrió que su ambición era viajar por todo el mundo y su trabajo una manera de conseguirlo.

En cuanto a Pedro, apenas la miró.

Paula cerró los ojos, pensativa. ¿Hacia bien volviendo a Inglaterra?  Gonzalo y Agustina enseguida se darían cuenta de que le pasaba algo. Aunque podría alojarse en el ático de Pedro… podía buscar excusas para no verlos y, además, estar sola era justo lo que necesitaba en ese momento.

El Negocio: Capítulo 26

Suspirando, se acercó a la balaustrada para admirar el paisaje. La villa estaba situada sobre una colina encima de la bahía y el jardín llegaba casi hasta la playa, la arena blanca hundiéndose en el mar, de un color verde azulado. Cerca había un muelle y un pueblo de pescadores, pero Paula sentía como si fuera la única persona viva en el planeta.

De repente, un brazo la tomó por la cintura.

—¿ Te gusta mi casa? —le preguntó Pedro al oído.

—Gustarme es poco. Este sitio es un paraíso.

O podría serlo si las circunstancias fueran otras. La villa tenía cinco dormitorios, tres salones, un estudio y un vestíbulo circular con una escalera de mármol. No era excesivamente grande, pero tenía un gimnasio en el sótano, un salón de juegos y un fabuloso jardín con piscina.

Cuatro empleados de servicio se encargaban de satisfacer todas sus necesidades, llevando la casa como un reloj, y un equipo de jardineros mantenía el jardín en perfectas condiciones.

La villa lo tenía todo; como su propietario, pensó, disimulando un suspiro.

—¿Qué te apetece hacer hoy?

—Explorar, nadar un rato en el mar... por ahora sólo he visto esta terraza y el dormitorio.

—Tus deseos son órdenes para mí —sonrió Pedro.

Media hora después, atravesaban la carretera que llevaba al pueblo en un todo terreno. Pedro, vestido con unos viejos vaqueros y Paula, con una gorra y los brazos y las piernas cubiertos de crema solar.

—Voy a llevarte a un sitio donde se toma el mejor café del mundo, pero no le cuentes a mi ama de llaves que yo he dicho eso —sonrió Pedro, parando el todo terreno frente a la terraza de un café.

El propietario salió de inmediato y Paula observó, atónita, que se abrazaban como si fueran viejos amigos. Aquel era su hogar, evidentemente. Su marido le presentó al hombre, que insistió en servirles café y pastelitos. Y, mientras intentaba probarlos, todos los vecinos del pueblo fueron desfilando por allí para saludarlos. O eso parecía.

Aquél era un Pedro que no había visto nunca.

Riendo, charlando con todos, totalmente relajado…

—Ven —elijo luego, tirando de ella—. Hora de explorar.

Estuvieron todo el día explorando la isla. Comieron un queso de cabra buenísimo y un pan recién hecho y luego pasaron la tarde en una playa desierta.

Pedro se quitó los vaqueros y, totalmente desnudo, la convenció para que hiciera lo mismo. Nadaron, rieron… y Paula descubrió que era posible hacer el amor en el mar. Por fin, cuando el sol empezaba a ponerse, volvieron a la villa; Paula ligeramente quemada y cubierta de arena de la cabeza a los pies, Pedro más  bronceado y alegre que nunca. Compartieron ducha, cenaron en la terraza y se acostaron temprano.

Era la luna de miel que ella había esperado y, aunque sabía que era una mentira, Paula olvidó sus inhibiciones y disfrutó cada segundo. Sabía que nunca amaría a otro hombre como amaba a Pedro  y, con eso en mente, bloqueó todo pensamiento negativo. Una semana de felicidad era lo que se había prometido a sí misma.

Y, asombrosamente, lo fue.

—¿Qué te gustaría hacer el último día? —preguntó Pedro.

Paula, con una taza de café en la mano y las piernas estiradas, miraba fijamente hacia el jardín.

—Había pensado nadar un rato en la piscina y luego hacer la maleta.

Brillaba bajo el sol, una chica dorada en todos los aspectos, pensó él. Todo el mundo en la isla la adoraba. Era divertida y simpática con todos. Evidentemente, había olvidado la discusión sobre su padre y el comentario de la estúpida Sabrina Harding. Claro que él siempre había sabido que sería así después de una semana en su cama, pensó, satisfecho consigo mismo.

En realidad, no había pasado una semana mejor en toda su vida. Ella era la pareja perfecta, en la cama y fuera de la cama. Y más de lo que podría haber deseado.

Llevaba un bikini de color carne con un fino pareo encima, atado con un nudo sobre sus pechos, y sintió que su cuerpo despertaba aunque no había pasado mucho tiempo desde que hicieron el amor en la ducha.

Para ser una chica tan inocente tenía un sorprendente buen gusto en cuanto a ropa interior. Claro que ella era de naturaleza sensual y, mientras fuera sólo para sus ojos, no era un problema.

—Entonces será mejor que reserve un vuelo a Londres.

Perdido en la contemplación de su cuerpo, y en lo que quería hacer con él, Pedro casi se perdió el resto de la respuesta.

—No hace falta. El helicóptero vendrá a buscarnos mañana para llevarnos a Atenas, donde nos espera mi jet.

—Pero pensé que tenías que ir a Nueva York…

—Así es.

—Yo tengo que estar en Londres el martes. Tengo que estudiar unos documentos muy frágiles que no pueden sacarse del museo.

La expresión de Pedro se oscureció. Sí, le había dicho que la apoyaría en su carrera, pero eso había sido antes. ¿Antes de qué?, se preguntó. Antes de haber desarrollado un ansia insaciable por ella…

Quizá lo mejor era que fuese a Nueva York solo. Tendría reuniones todo el día y Paula sería una distracción. No, pensó luego. Él tenía las noches libres y Paula podía divertirse sola. Nunca había conocido a una mujer a la que no le gustase ir de compras por Nueva York.

—Pero nunca has estado en mi ático de Londres. Tengo que acompañarte para hablar con los de seguridad, presentarte a los empleados… sería mucho más conveniente que dejaras lo del museo para más tarde, cuando pudiéramos ir a Londres juntos. Te gustará Nueva York y, mientras yo  trabajo, tú puedes ir de compras.