Había tenido tiempo en el baño para pensar y se había dado cuenta de que Pedro había tenido razón. Ella deliberadamente había ocultado información y era normal que él hubiera sospechado. Al fin y al cabo no tenía ni idea de que Paula estuviera deseando recuperar su antigua vida en vez de estar encerrada en un frío palacio de Europa. Pero también se había dado cuenta de que la información que tenía que darle era sobre los establos y no sobre ella. En cuanto estuviera centrada, él se relajaría. Paula había hecho una promesa y no se iba a echar atrás. Pedro se dió la vuelta y la descubrió en las escaleras. Su expresión alegre se esfumó y ella se preguntó por qué le desagradaba tanto si apenas se conocían.
—La cena ya está —anunció él sin entusiasmo alguno.
La señora Polcyk llevó una bandeja de pollo a la mesa, después una fuente con verduras y una salsera.
—Por favor, siéntate, Pau —dijo.
Paula se sentó en la silla que estaba más alejada ya que le pareció que estaba desocupada. Pedro se sentó en el otro extremo y el ama de llaves en medio. La señora Polcyk inclinó la cabeza y, para sorpresa de ella, comenzó a rezar en una lengua desconocida. Cuando acabó la oración alzó la vista y se encontró con los ojos de Pedro. Algo sucedió en aquella mirada. Fue un contacto cálido, una conexión a pesar de que eran extraños el uno para el otro y que tenían vidas muy distintas. No obstante, era consciente de que aquella conexión tenía que acabar tan pronto como fuera posible. Nada bueno podía salir de allí. No podía acercarse demasiado a Pedro Alfonso. No podía acercarse demasiado a nadie.
Pedro se despertó cuando los rayos de la luna aún se reflejaban en la pared de su dormitorio. Se acurrucó y se acarició la barba que le estaba saliendo. Había estado soñando con ella. Había soñado que acariciaba el torrente de rizos de Pau justo antes de besar sus desafiantes labios. Se apoyó sobre los codos y agitó la cabeza. No era un hombre propenso a soñar, sobre todo con mujeres que acababa de conocer. Pero había algo en ella que despertaba su curiosidad. Era cabezota y agresiva. Además de muy inteligente. Pero llevaba un peso en sus espaldas del tamaño de Marazur. Escondía algo. Algo que él no terminaba de averiguar, a pesar de que tenía que ver con la forma en que lo había mirado aquella noche después de la oración de la señora Polcyk. Podía ser gélida, sin embargo había algo en ella que lo atraía. No obstante estaba decidido a ignorar esa atracción. La vida de Pau era completamente distinta de la suya y él no iba a olvidarlo. Ya se había quemado una vez… Y había tenido suficiente. Era una locura pensar en ella de aquella forma, reconocer que se sentía físicamente atraído por ella. Se había dado cuenta desde el principio, pero no había querido admitirlo. Sin embargo, tras el sueño, no cabía duda. Se levantó de la cama y se asomó a la ventana abierta. La brisa nocturna le erizó la piel. El viento cálido de julio había desaparecido y habían llegado las noches despejadas y frescas de agosto, cuando las estrellas más brillaban. De repente vió luz. Las luces de la parte trasera del establo brillaban en la oscuridad de la noche. Y estaba completamente seguro de que las había apagado todas antes de acostarse. En un instante se puso los vaqueros y agarró las botas. Suavemente bajó las escaleras y consultó la hora. Eran las dos y veinte. Cuando llegó a la puerta vió que la chaqueta de la señora P estaba colgada junto a su cazadora vaquera. Agarró la última y salió. Se dirigió hacia la puerta de la nave, que estaba ligeramente abierta. Oyó un ruido, evidentemente había alguien dentro. No había luz en la habitación de Pau. Oyó unos pasos y su atención se centró de nuevo en la nave.
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