—Si va a estar más cómoda allí, lo comprendo. Siento que estos asuntos no quedaran claros desde el principio. Pero ¿Por qué conducir veinte minutos si no hay ninguna necesidad?
—No lo sé…
Pedro se dió cuenta de que albergaba dudas e insistió.
—Al menos quédese para cenar. Si la señora Polcyk no la convence con su pollo asado…
En cualquier caso el hotel del pueblo tampoco estaba mal, era limpio. No sabía por qué estaba insistiendo tanto. Quizás porque le había dado su palabra al rey Miguel de que su representante recibiría todas las atenciones. Que la persona que enviara sería tratada como invitada de honor.
Y es que Pedro no se había imaginado que esa persona iba a ser una jovencita deslenguada. A él no se le daban bien las chicas. Al menos fuera de la pista de baile un sábado por la noche. Y sobre todo si era una que no caía rendida a la primera ante su irresistible sonrisa.
—No quiero ser un estorbo.
—Aquí los días comienzan muy temprano y terminan tarde. Lo más conveniente es que se quede en el rancho, pero por supuesto haga aquello con lo que se sienta más cómoda. Es usted nuestra invitada, señorita Chaves. Lo dejo a su elección —concluyó, y se contuvo para no alzar la ceja en un gesto seductor.
Cuando Pau Chaves había entrado en el establo se había puesto nerviosa y se había mordido el labio inferior. Se había mostrado pequeña y vulnerable, como un pez fuera del agua. A Pedro le había parecido una chica preciosa y le habían entrado ganas de hacer que se ruborizara. Sin embargo se había contenido al recordar quién era. Una representante enviada para revisar su ganado. Una mujer que sabía más de caballos que la mayoría de hombres que él conocía. Eso era lo que el rey Miguel le había asegurado. Y Pedro no podía discutirlo… Se necesitaba un ojo muy entrenado para reconocer una cría de una yegua. Por alguna razón Pau Chaves estaba dispuesta a renunciar a la comodidad a cambio de soledad. ¿Por qué?
Paula se separó de la yegua. Alfonso tenía razón. Ella sabía de antemano que el acuerdo incluía la estancia en el rancho. No tenía sentido estar conduciendo sin motivo. La única razón por la que no queríaquedarse allí, la única, era que se sentía extraña cerca de Pedro. Y eso era una tontería. Estaba allí representando a la familia real de Marazur y era lo suficientemente astuta como para saber que, si se quedaba en el hotel, estaría desairando a su anfitrión. Necesitaba que aquellos días Pedro estuviera de buen humor para hacer negocios con él.
—Por supuesto, tiene razón, lo mejor será que me quede en la casa. No quería ser una molestia para usted.
—No lo será, se lo aseguro. La casa fue construida para una gran familia y solo vivimos dos personas.
—¿Dos? —preguntó sorprendida.
Quizás tuviera una esposa. Paula se sintió aún más extrañada.
—Yo y la señora Polcyk. Es el ama de llaves y la cocinera. Siempre está deseando que venga alguien más a quien atender. Está cansada de mí, que soy un viejo gruñón.
Paula lo miró. Aquellos ojos negros y cálidos. El señor Alfonso no parecía ni viejo ni gruñón. Un escalofrío recorrió su cuerp . Hacía tanto que no tenía aquella sensación que le costó reconocerla. Pedro Alfonso era un hombre muy sensual, desde su deliciosa mirada hasta sus largas piernas. Tenía una forma de estar que combinaba energía con soltura. No había forma de negar lo evidente, lo único que ella podía hacer era tratar de controlar sus reacciones. Inspiró profundamente y puso una sonrisa cortés y a la vez distante. Una sonrisa que asociaba a la realeza… Aquel gesto había sido lo único que había logrado hacer bien en su nueva vida. Recordó lo grande que era la casa y asintió. Seguramente ni se cruzaría con él.
—Se lo agradezco.
—Permítame que termine con Pretty y la acompañaré. Puede echar un vistazo si quiere.
—De acuerdo.
Pedro condujo a la yegua hasta su establo y Paula los observó. Solo se escuchaba el sonido de las botas contra el suelo. Los vaqueros desgastados se ajustaban perfectamente a sus piernas y la camiseta oscura resaltaba la anchura de sus hombros. La sombra del sombrero de vaquero le tapaba el cuello. Se esforzó por no perder la compostura. Su vida ya se había complicado lo suficiente aquella época. No podía ser tan estúpida como para que Pedro Alfonso se convirtiera en una preocupación más.
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