Pau había llegado ese mismo día y había alguien en sus establos en mitad de la noche. ¿Pura coincidencia? No. ¿A qué estaba jugando? ¿Qué estaría buscando? Pedro inspiró despacio. Todos los documentos importantes estaban cerrados bajo llave en el despacho de la casa. Y era muy probable que ella lo supiera. Lo que quería decir que… Lo que quería decir que Pau estaba husmeando entre los caballos. Sabotaje, manipulación… Lo que fuera iba a terminar bien pronto. Se deslizó sigilosamente dentro y caminó en la oscuridad. El sonido provenía de un establo en el ala derecha. Contuvo la respiración. De nuevo un paso y después el sonido de los cascos de un caballo. Era el establo de Pretty. La única yegua que Pau había conocido. Su corazón dió un vuelco. Se cuadró y dió cuatro zancadas muy sigilosamente que lo llevaron hasta la puerta de los establos. También estaba entreabierta. La abrió un poco más y se preparó para lo que se podía encontrar. Nadie podría salir de allí sin pasar por encima de él. Una voz de mujer lo hizo detenerse.
—No es justo —escuchó bajo una respiración entrecortada—. Tú eres una princesa, Pretty. No yo.
No es justo. A Pedro se le encogió el corazón. Si Pau intentaba hacer daño a Pretty… Entró en el establo y se detuvo ante la mirada atónita que tenía frente a él. Una mirada que reflejaba sorpresa y miedo. Pau estaba acariciando las crines de la yegua. Él abrió la boca, pero no supo qué decir. Las pestañas de Pau estaban humedecidas por las lágrimas que, para horror de Pedro, estaban corriendo por sus mejillas. Tenía los labios también humedecidos, tal y como él los acababa de imaginar en su sueño, suaves y frágiles. Sus dedos estaban agarrados a las crines de Pretty, quien permanecía tranquila a su lado.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Yo… Yo… Estaba —trató de explicar Paula. Se sonrojó. Obviamente se sentía culpable.
—Muy elocuente —dijo él cerrando la puerta.
No se iba a marchar de allí sin obtener respuestas y estaba decidido a que aquellas lágrimas no sirvieran de excusa. Pretty era una yegua muy valiosa, y más importante que eso, era suya. No. La señorita Chaves le debía una explicación. Y rápida.
—He venido para estar sola —soltó finalmente tratando de sonar convincente.
—¿Así que estás husmeando en mitad de la noche? ¿Qué estás buscando realmente? Si estás aquí para hacerles daño a mis caballos…—dijo dando un paso desafiante—. Ningún rey te va a proteger aquí, señorita Chaves.
Pau lo miró con lo que pareció descreimiento. Mejor. Quizás así consiguiera algunas respuestas. Ella se limpió las lágrimas que le quedaban y Pedro se relajó un poco. Se sintió aliviado al no tener que enfrentarse a llantos y numeritos.
—¿Buscando? ¿Cree que estoy buscando algo?
—¿Me tomas el pelo? Has llegado hoy y la primera noche te encuentro cotilleando mi ganado cuando se suponía que debías estar durmiendo. ¿Qué se supone que tengo que pensar?
La observó fijamente y vió que tragaba saliva. Tenía la mirada puesta en el suelo. La había pillado.
—Lo siento. Por supuesto podría pensar eso. Yo… Por favor, créame, señor Alfonso. No he venido aquí esta noche porque tenga malas intenciones.
—Entonces, ¿Por qué estás aquí?
Ella desvió la vista y estoicamente se concentró en el cuello de la yegua, el cual acarició.
—¿No es obvio?
—No exactamente. Aunque parece que no estás muy bien —declaró Pedro dando un paso al frente y estrechando la distancia entre ambos. Quería mirarla a los ojos, así sabría si le estaba diciendo la verdad—. Eso está claro.
A Paula le tembló el labio inferior y se lo mordió. Pedro se metió las manos en los bolsillos.
—He venido para estar sola. Para… Llorar, ¿Vale? Mi intención no ha sido en ningún momento molestarlo.
Una extraña estaba en sus establos en mitad de la noche llorando sobre uno de sus caballos. Era un comienzo. Pedro se cruzó de brazos. Era cierto que él había sido seco con ella en algunos momentos del día. Pero ella había sido muy reservada y él la había respetado. No le había dado la impresión de que Pau fuera una mujer llorona.
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