—En doscientos metros gire a la izquierda.
Paula sonrió al escuchar la voz del GPS.
—Gracias, Bob —contestó bromeando mientras miraba al aparato.
La libertad que aquel paisaje le inspiraba contrastaba con el ambiente claustrofóbico que la había estado rodeando recientemente.
—En cien metros, gire a la izquierda —insistió la máquina.
Ella obedeció y puso el intermitente. Una pequeña señal indicaba el número de la carretera. Menos mal que había sido capaz de programar el GPS en dirección al rancho Prairie Rose, si no hubiera estado horas dando vueltas por aquellos caminos con el todoterreno que había alquilado. El paisaje era impresionante, colinas verdes apenas salpicadas por algunos árboles y vallas. El rancho Prairie Rose estaba en mitad de la nada, tal y como el señor Alfonso le había comunicado en un correo electrónico. La sensación de soledad y de espacio que le transmitía aquel paisaje era justo lo que necesitaba después de la presión a la que había sido sometida durante los meses anteriores. En Canadá nadie tenía puestas sus expectativas en ella, al menos en principio. En Prairie Rose sería simplemente Pau Chaves.
El objetivo del viaje era comprar unos caballos. Quería ver lo que le ofrecía Alfonso para hacer una selección. Era su primera responsabilidad real y estaba más que preparada para llevarla a cabo. No obstante, era consciente del que el rey Miguel estaba tratando de apaciguarla, pero daba lo mismo. Por primera vez en muchos meses Paula sentía que tenía el control sobre algo. Nadie le estaba recordando ni quién era ni cómo tenía que comportarse. Además, nadie en el rancho tenía que saber quién era en realidad. Lo último que necesitaba era que la gente la mirara como si llevara una corona invisible sobre la cabeza. No, era la oportunidad perfecta para escapar durante unos días de los curiosos y de encargarse de lo que de verdad sabía hacer. Su vida había dejado de tener sentido, pero al menos aquel viaje, aunque fuera muy corto, supondría un respiro. Era una oportunidad para olvidarse de la tristeza. Se había visto catapultada de una situación complicada a otra mayor sin tiempo apenas para tomar aire. Cuando Miguel le había sugerido aquel viaje, se había sentido un poco aliviada. A su izquierda divisó varias construcciones, atravesó la verja abierta y avanzó por un camino de tierra. Un arco de madera y hierro forjado presidía la entrada. Paula supo que estaba en el lugar correcto cuando vió una inconfundible rosa salvaje esculpida en hierro en el centro del arco. Bob le anunció que había llegado a su destino. Observó el rancho atentamente mientras conducía despacio. Todo estaba muy limpio y bien cuidado. Había un establo grande, un corral y dos casas de campo detrás. Las vallas estaban recién pintadas y todo parecía estar en su sitio. Perfecto. La tierra era muy distinta a la de Marazur, la isla en la que vivía ella. El cielo era azul celeste e inmenso, diferente al azul intenso de los cielos del Mediterráneo. Los caballos estaban pastando en las colinas y la hierba estaba verde, como en la finca de Virginia donde Paula había crecido. Era un paisaje reconfortante e inquietante a la vez.
Estacionó junto a una camioneta blanca que tenía el emblema del rancho pintado. Salió del coche. Pensó que lo más correcto sería entrar en la casa y presentarse. ¿Pero después qué? El viento del oeste agitó su cabellera rizada y Paula se apartó el pelo de la cara. Pudo oír voces que provenían del establo, que estaba abierto de par en par. Aquellas personas podrían indicarle dónde dirigirse. Paula oyó la voz aterciopelada de un hombre aunque no lo estaba viendo. Durante un instante se detuvo, cerró los ojos y percibió el olor de la paja y el heno, un olor que le recordaba a su hogar. Quizás hubiera sido eso lo que la había mantenido con vida aquella temporada negra y llena de incertidumbres. El lugar donde se sentía en casa donde fuera que estuviera: un establo con caballos. Era consciente y a veces le daba rabia. Rabia porque los caballos eran lo único que le había quedado de su antigua vida. La voz masculina preguntó algo y una voz femenina lo contestó. No pudo entender la conversación. Se detuvo y de nuevo se preguntó si no debía pasar por la casa primero. No quería comportarse como una intrusa. En un impulso entró al establo y se encontró con el hombre antes de que pudiera darse media vuelta. Él… El hombre, se quedó de pie, serio, enfundado en unas botas. Estaba acariciando una yegua. Ella se quedó sorprendida ante su altura, tenía unas piernas muy largas cubiertas por unos pantalones vaqueros desgastados y llevaba una camiseta de algodón que marcaba los músculos de sus anchos hombros. Se ruborizó.
—¿Puedo ayudarla?
Paula tragó saliva y le tendió la mano.
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