—¿Quieres ver la antigua casa? —preguntó para olvidarse de sus negros pensamientos. Ella asintió, a pesar de estar absorta en sus pensamientos. La muerte de su madre era algo reciente. Pedro quiso arrancarle una sonrisa—. Te echo una carrera.
Antes de que Pedro se diera cuenta, Paula ya había comenzado a cabalgar colina abajo. Espoleó a Ahab para que la alcanzara. Ella se agachó y apretó las rodillas contra el caballo a medida que iba ganando velocidad. Se estaba riendo. Pedro por fin la alcanzó y galoparon juntos sin parar de reírse. Así llegaron, en una nube de polvo, hasta las ruinas de la antigua casa.
—Me temo que estabas en lo cierto. Bruce no tenía posibilidades — afirmó Pedro.
—Ya, pero tiene un corazón valiente. ¿Verdad que sí, precioso? — preguntó ella aún entre jadeos.
Después besó la cabeza del animal. Pedro detuvo a Ahab y se quedó cara a cara frente a Paula.
—¿Qué es este lugar? —preguntó ajustándose la gorra.
Pedro no pudo evitar volver a sonreír. Dios, estaba realmente guapa. Era una belleza natural, sin artificio. Le recordó a la belleza de la flor que había dado nombre al rancho. Una rosa salvaje. Hermosa y auténtica. Su melena contrastaba con la piel suave. Rozó la nariz de Paula.
—El sol está haciendo que te salgan pecas —dijo espontáneamente, y notó que ella se había sorprendido—. Perdón —murmuró dándose la vuelta.
Estúpido, estúpido. ¡No tenía que haber tocado aquella deliciosa piel!
Paula se echó a reír.
—Soy terriblemente pálida para vivir en el Mediterráneo. Puedes echarle la culpa a las raíces irlandesas. Pelirroja, pálida y me quemo muy fácilmente, así que el truco está en echarme kilos de crema. Por lo visto hoy se me ha olvidado echarme en la nariz.
Pedro la imaginó dándose crema por los brazos y sintió un escalofrío. Entrecerró los ojos. La alusión a Marazur le recordó que Pau solo estaría allí unos días. Más le valía tenerlo presente y dejar de fantasear. Ella no era de allí. No tenía ni idea sobre Prairie Rose.
—Esta casa era de adobe, ¿No? —preguntó curiosa.
Se bajó del caballo y se adentró en la ruina. Miró un instante a Pedro y él sintió que le daba un vuelco al corazón. Recordó que Karen había mirado a la casa con desprecio cuando se la había mostrado. Le había preguntado por qué conservaba un montón de barro en medio de la pradera. Sin embargo, Pau la estaba mirando como si fuera una joya, a pesar de que fuera exactamente lo que Karen había descrito: Un montón de barro en medio de la nada. Hubiera sido más sencillo si Pau no le hubiera prestado tanto interés.
—¿Quién vivió aquí?
Él se adelantó. No podía callarse aquella historia. Se la había contado su madre, a quien se la había contado antes su abuela.
—Mis tatarabuelos. Se establecieron en estas tierras a finales del siglo XIX. Vivieron en la casa de adobe que construyeron ellos mismos y criaron vacas.
—¿Puedes imaginar cómo sería vivir aquí? Dios mío, qué duro — comentó Paula desde el otro lado de la casa. El viento llevaba su voz—. Nos quejamos cuando nos quedamos sin electricidad unas horas. Y ellos vivían aquí y se querían aquí mismo, en una casa hecha de barro y paja. Es increíble, ¿No? Debes de estar muy orgulloso —dijo reapareciendo.
Tenía una sonrisa radiante.
—¿Orgulloso?
¿Orgulloso de una familia que había sido más pobre que las ratas? ¿De una familia que había sido tan tonta como para perderlo casi todo? Pedro desvió la mirada.
—Por supuesto, ¡Orgulloso! Piensa en lo fuertes que tuvieron que ser para quedarse. Y no me refiero solo al lugar, sino juntos. El matrimonio es…
Los latidos del corazón de Pedro se aceleraron. No podía saber nada de Karen. No había dicho nada que pudiera hacerla sospechar que había estado casado y dudaba que la señora Polcyk lo hubiera hecho.
—Quería decir que el matrimonio ya es lo suficientemente difícil como para tener que enfrentar más dificultades —añadió.
Él sabía que un matrimonio podía llegar a convertirse en una pesadilla.
—¿Lo dices por…? —preguntó, pero no esperó a recibir respuesta—. ¿Has estado alguna vez casada, Pau? ¿Y tu madre? Me has hablado de ella, pero no de tu padre. Entiendo que tampoco has crecido en la típica familia feliz.
Ella lo miró fijamente de manera extraña. Como si estuviera a punto de hacerle preguntas que Pedro no quería responder.
—No conocía a mi padre, cuando crecí.
—¿Estaban divorciados?
Paula desvió la mirada.
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