—Walter's Butte —murmuró mirando a su alrededor.
—¿Lo conocías? —preguntó él bajando del caballo y colocándose junto a ella.
—La señora Polcyk me lo mencionó el día que llegué. Me dijo que te pidiera que me trajeras aquí antes de marchar. Pensé que me ibas a llevar el otro día, pero al final fuimos a ver la casa de adobe.
Se giró levemente y miró a Pedro. Era difícil creer que algo le pudiera afectar. No mostraba sus debilidades. Aquellos brazos, el pecho, las piernas largas. Era un tipo tan atractivo.
—¿Qué? —preguntó él con la vista puesta en las montañas al sentir la mirada de Paula.
—Estaba pensando que es cierto que las apariencias engañan.
—¿Y eso?
—Al mirarte, Pedro Alfonso, nadie diría que escondes un corazón roto —afirmó. Él se giró para mirarla directamente a los ojos. Cuando estaba a punto de negarlo, Paula prosiguió—: A no ser que quien te mire también tenga el suyo roto.
—Yo no sé nada de corazones rotos —contestó él con la mirada de nuevo perdida en el horizonte.
—Yo creo que sí que sabes —contestó ella suavemente—. Y creo que lo de tu padre no es lo más grave que te ha pasado.
Pedro suspiró.
—Deja que vaya a atar a los caballos y nos sentaremos aquí un rato
—pidió. Ató a los caballos y se sentó junto a Paula—. Walter's Butte le debe el nombre a mi abuelo. Él solía venir mucho aquí. Le gustaba sacar unos días libres en otoño para venir a acampar y cazar.
—¿Sí?
—Era un hombre de campo. Mi abuela… —se detuvo un momento y tragó saliva—. Mi abuela lo acompañaba algunas veces. Hacían una fogata y… —de nuevo se volvió a quedar sin palabras.
Paula encogió las piernas y se las abrazó. Pedro se inclinó hacia atrás. Tenía un brillo muy intenso en la mirada. Ella se soltó las piernas.
—Hacían una fogata y… —repitió ella en un susurro.
—Te lo puedes imaginar —contestó Pedro con una voz grave que salió directamente desde su pecho.
Con un rápido movimiento de dedos le quitó a Paula el sombrero, que cayó sobre la hierba. Sus manos se adentraron en la melena rizada y rojiza y el corazón de ella comenzó a latir aceleradamente. Podía imaginarse perfectamente lo que los abuelos de Pedro habían hecho junto a una hoguera en pleno campo. Paula le quitó también el sombrero y le acarició el pelo. Él cerró los ojos un instante y cuando los volvió a abrir ella sintió que la estaba atravesando. De nada servían las excusas, no podían negar la atracción que existía entre ellos. Estaba claro, era mayor que cualquiera de los secretos que ambos estaban escondiendo. Se acercaron lentamente y sus bocas se encontraron. Se besaron apasionadamente y Pedro buscó las manos de Paula para entrelazar sus dedos. Aquella conexión hizo que ella se estremeciera. Pedro dejó libre una de sus manos y acarició la espalda de Paula. Ella soltó un gemido. Se tumbó sobre la superficie plana de la roca.
—Pauli —murmuró Pedro mirándola intensamente.
—Por eso es por lo que me has traído aquí —dijo ella.
Ojalá aquel hombre no la enterneciera tanto, pero no podía evitarlo. Al oírle pronunciar su nombre, lo sintió aún más cerca. Cada vez que alguien la volviera a llamar «Pauli», recordaría aquel instante. Recordaría el momento en el que se había sentido fuerte, protegida y deseada.
—Sí —respondió Pedro antes de volver a besarla ardientemente.
Mientras se besaban no pararon de acariciarse, tranquilamente, tomándose su tiempo. Paula deslizó los dedos por debajo del jersey hasta llegar a la camiseta, sin dejar de sentir la lengua de Pedro acariciando su nuca. Se imaginó haciendo el amor con él sobre aquella roca, a plena luz del día, y no pudo controlar una oleada de calor. Pedro le levantó la camiseta y le besó el pecho hasta llegar al vientre desnudo. Con la lengua acarició el ombligo de Paula, quien se arqueó ya que su deseo era cada vez más intenso. Era consciente de que aquello no tenía sentido. Pestañeó y acarició el pelo negro de Pedro. Una voz interior le decía que tenía que detener aquella situación para hacer que él hablara, tal y como había planeado. Pero estaba tan a gusto entre sus brazos, tan bien… Finalmente Paula se quedó quieta porque sabía que estaba cometiendo un error y afortunadamente Pedro comprendió la indirecta. Se apoyó sobre las manos y soltó un suspiro. Apoyó la frente sobre la de ella.
—Lo siento —murmuró Pedro.
El pulso de Paula se volvió a disparar.
—No tienes que pedir disculpas por nada —contestó.
Nadie tenía que hacerlo, en todo caso Paula, que estaba ocultándole su verdadera identidad.
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