Durante dos días Pedro y Paula mantuvieron una relación fría y cortés que consistió en examinar el ganado y negociar las tarifas. No hubo más insultos, ni bromas ni, desde luego, más besos. Ella nunca se hubiera imaginado que iba a tener ganas de regresar a Marazur y al palacio. Solo la culpa y una promesa la habían llevado allí, a parte de una oportunidad profesional única. No había aceptado el trabajo por lealtad a su padre precisamente. Su madre había esperado hasta sus últimos días para hablarle de Miguel. Cuando él había ido a Estados Unidos, Alejandra les había confesado a los dos que tenía una enfermedad terminal y que no quería que Paula estuviera sola. Cuando ella se había negado a irse con su padre, su madre le había señalado la reputación que le daría trabajar para unos establos como Navarro. Paula se lo había prometido, ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Pero también le había dicho cosas… Cosas horribles… a Miguel. Y su madre había escuchado cada una de esas palabras, afiladas como cuchillos. Suspiró y tomó un trago de café. A pesar de lo que le había dicho a Miguel, él había insistido en que se fuera con él y le había confiado sus preciados establos. Había confiado en ella y en su trabajo y aún no entendía por qué. Era sábado, si hubiera estado en Virginia hubiera pasado medio día con los caballos y después hubiera salido un rato con sus amigos. Pero aquel sábado era diferente. Estaba atrapada en Prairie Rose sin dejar de pensar en Pedro. No era un plan muy productivo.
—¿Pau? —la voz de Pedro la sobresaltó.
Quitó los pies de la silla y los puso en el suelo.
—¿Sí?
—Voy a ir al pueblo a última hora de la mañana. He pensado que quizás te apetezca salir. Ver un poco de civilización.
Era una invitación amable. Seguramente no hubiera sido iniciativa de Pedro, sino que la señora Polcyk se lo había sugerido. El ama de llaves estaba siendo realmente agradable con Paula y aquellos días estaba suavizando muchas tensiones. Quizás debiera ir al pueblo como muestra de agradecimiento.
—¿Va a venir la señora Polcyk? —preguntó.
—No, está un poco resfriada y se va a quedar descansando — contestó él apostado en el quicio de la puerta. Estaba esperando una respuesta.
Aquel hombre escondía muchos secretos. Y estaba claro que no se iba a sentar a tomar un café con Paula para confesárselos. Sentía mucha curiosidad. Pedro había vivido en Larch Valley mucho tiempo, quizás si lo acompañaba podría obtener algunas respuestas.
—Vale. Si la señora Polcyk me hace una lista, puedo hacer la compra.
—Es muy amable por tu parte —reconoció él. Se hizo un silencio. Incómodo—. Pau, yo…
—Pedro…
Él dió un paso al frente, con el sombrero entre las manos.
—El otro día me pasé de la raya. Deliberadamente te insulté y te hice daño. Yo no soy así normalmente. Mi madre me hubiera dado una buena patada si se hubiese enterado de que he hablado así a una mujer.
Los labios de Paula temblaron levemente. Ah, las madres. ¿Acaso sabían el poder que tenían incluso después de haber muerto? Pensó en su propia madre. ¿Dónde estaría la madre de Pedro? No se atrevió a preguntar. La tregua era agradable, pero frágil y no quería romperla. Clavó su mirada en los ojos de él. Parecía sincero. Se estaba disculpando por lo que había dicho, pero no por lo que había hecho, y Paula se sintió de pronto alegre. Ella no había logrado arrepentirse de aquel beso, aunque hubiera sido una trampa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la habían besado así.
—Por lo visto nos estamos provocando constantemente sin ni siquiera proponérnoslo —dijo ella.
—Creo que los dos tenemos demasiadas cosas en la cabeza.
Paula se quedó pensando un instante y fue consciente de que estaba enfadada. Quería algo que no tenía, otro tipo de vida, y se ponía rabiosa. Quizás él también estuviera enfadado. Quizás nunca hubiera planeado aquella vida para él. Los papeles decían que había tomado el control del rancho años atrás, pero no explicaban por qué. No era la única con arrepentimientos y penas. ¿De qué se arrepentiría Pedro?
—¿Quieres hablar de ello, Pedro? ¿Quieres hablar de por qué estás tan enfadado? —le preguntó mirándole a los ojos.
—La verdad es que no. ¿Y tú?
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