La sonrisa de Pedro desapareció por completo. Se quedó mirando fijamente a la señorita Chaves tratando de leer su pensamiento. ¿Cómo podía haberlo adivinado? Había comprado a Pretty Piece en una granja en Tennessee cuando la yegua había tenido ocho años… Había sido una de las primeras compras que había hecho. Y aquel renacuajo de rizos pelirrojos debía de haber sido una niña cuando la yegua se había quedado preñada. Y además era de Marazur. El Mediterráneo estaba muy lejos de las carreteras de Alberta. Sin embargo el acento de Paula no era extraño. No debía de haber crecido en Marazur, estaba tan seguro de ello como de que Pretty Piece era hija de Pretty Colleen. Un hecho que ella no podía haber averiguado antes de haber ido al rancho sin acceso a los archivos. ¿Quién era Pau Chaves? Pedro frunció el ceño. No era solo lo que aparentaba.
—¿Cómo lo ha averiguado?
—Por su cabeza. Es igual que la de su madre.
Pedro movió la cabeza y Marta se echó a reír.
—Felicidades, señorita Chaves. Creo que le ha dejado sin habla. Y eso tiene bastante mérito ya que siempre le gusta opinar y tener la última palabra —bromeó la veterinaria, que lo conocía desde que había sido pequeño. Lo había llegado a cuidar y hasta le había cambiado los pañales.
—¡Marta! —exclamó Pedro con el ceño fruncido.
La veterinaria recogió su maletín.
—Relájate, Júnior. La chica conoce su trabajo, eso es todo. Volveré en unos días para examinar a la yegua —dijo antes de desaparecer.
Pedro y Paula se quedaron a solas, ambos acariciando a la yegua.
—Tengo que admitir, señorita Chaves, que me ha sorprendido — reconoció Pedro poniéndose el sombrero.
—Suele pasar.
—Quizás en algún momento me pueda explicar los motivos — respondió él con algo de sarcasmo. Aquella mujer había despertado su curiosidad, simple y llanamente.
Era evidente que llevaba en el mundillo mucho tiempo. A pesar de su juventud, parecía saber mucho. Y su acento era de algún estado cercano. Del sudeste probablemente.
—¿De dónde es usted? —preguntó intrigado.
Por un instante sus miradas se encontraron y Pedro tuvo la sensación de que ella se estaba pensando la respuesta. Era una pregunta muy sencilla. Sonrió para darle confianza, sin embargo, la mirada de ella se volvió fría y sus labios se tensaron.
—Debe de tener mucho trabajo, no quiero entretenerlo —repuso ella fríamente.
—Siempre hay trabajo, supongo que ya sabe cómo es este mundo —dijo Pedro.
Ella siguió sin contestar. Ya habría tiempo, la visita iba a durar varios días.
—Yo solo… —comenzó a explicar Paula, pero enseguida se calló.
—Ha tenido un viaje muy largo. Seguramente quiera descansar. La acompañaré a casa.
—Pensaba que tenía que trabajar.
Pedro giró levemente la cabeza. No acababa de comprender a Pau Chaves. Era más joven de lo que se había imaginado, sobre todo para formar parte de unas cuadras tan reconocidas. Era obvio que la habían enviado porque estaba capacitada para el trabajo.
—Tengo que trabajar, pero eso no quiere decir que antes no pueda acompañarla a instalarse en la casa.
Paula retiró la mirada y la fijó en la yegua.
—Supongo que estaré alojada en la casa de invitados.
—No tenemos casa de invitados, no hay necesidad. Hay espacio de sobra —contestó Pedro, y sin poder evitarlo se imaginó un encuentro en el pasillo al amanecer, sus rizos desordenados y su rostro todavía sonrojado por el calor de la cama… ¿De dónde demonios había surgido aquella fantasía?
—No quiero abusar de su hospitalidad, señor Alfonso. Puedo quedarme en el hotel del pueblo que he pasado al venir. Se llamaba… ¿Larch algo?
—Larch Valley, y se tarda más de veinte minutos en llegar.
Quizás no hubiera sido mala idea, pero el acuerdo al que habían llegado era que la estancia corría de su parte. Pedro no quería que nadie pudiera decir que no había sido un anfitrión generoso. Aquél era un negocio importante. Y era fundamental que mostrara todo lo que el rancho tenía que ofrecer.
—Eso es un recorrido relativamente corto —replicó ella.
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