-Tenía miedo de que no aceptaras la ayuda de Pedro si te enterabas de que lo conocía -continuó explicándose Paula-. Y estabas tan contenta con tu plan... Por eso lo chantajeé para que mantuviera la boca cerrada.
Paula contuvo la respiración hasta estar segura de que no se pondría a gritar y llorar. Entonces hizo un gesto con la mano, restándole importancia al asunto, y dijo:
-Tranquilos, no importa. Estoy bien, lo comprendo.
La ansiedad de los rostros de ambos se tornó de pronto en confusión.
-¿No estás enfadada? -preguntó Romina.
-No.
-¿Es que no vas a decirnos que nos metamos en nuestros propios asuntos y te dejemos en paz?
-No. Gracias por cuidar de mí, Romi. Y gracias a tí, Pedro, por... Ayudarme -contestó Paula-. De verdad. Y ahora... Creo que tengo que llevar una serpiente al comedor.
Romina la alcanzó en la cocina. Paula daba los últimos toques a la serpiente y trataba de no pensar. Primero tenía que estar segura de poder dominarse, sólo después reflexionaría sobre la noticia de la que acababa de enterarse.
-¿Qué ocurre, Pau?, ¿Por qué no estás furiosa?
-¿Por qué iba a estarlo? Tú sólo querías mi bien. Igual que Pedro.
-Te engañamos, prácticamente te mentimos. Deberías estar enfadada.
-No lo estoy. ¿Le pongo la vela ya?
Paula se sentó frente a Pedro con el corazón acelerado. Él evitaba su mirada, pero de momento a ella le bastaba con verlo. Al principio se había enfadado, pero enseguida se había dado cuenta de que ni él ni Romina querían más que su bien. Mirando atrás comprendía la expresión apesadumbrada de Pedro cada vez que ella le decía que era perfecto porque era un extraño. En realidad no le había dado la oportunidad de salir airoso de la situación, hiciera lo que hiciera ella se habría sentido herida y humillada. Pedro no podía decirle la verdad, pero tampoco quería negarse a ayudarla. Sin embargo lo que de verdad había borrado el enojo de Paula esa tarde era el hecho de pensar que jamás habría conocido a Pedro sin la intervención de Romina. Se habrían conocido en aquella fiesta, pero se habrían separado y nada de lo sucedido entre ambos habría tenido lugar. No podía soportar siquiera pensarlo. Porque había merecido la pena. Y darse cuenta de ello acabó con la última de las barreras levantadas en torno a su corazón. Se había dado cuenta entonces de que no se había alejado de Pedro porque él tuviera terror a los compromisos y no quisiera fundar una familia, ésa no era ni siquiera la más importante de las razones. El verdadero motivo era el terror que le producía la intensidad de sus sentimientos hacia él. Tenía miedo de terminar sola y con el corazón destrozado otra vez.
Durante la fiesta Paula esperó la oportunidad de hablar con Pedro a solas, de decirle... En realidad no sabía qué decirle, pero ya improvisaría. Sin embargo con tanto niño fue imposible. Y cuando por fin las cosas se calmaron un poco él había desaparecido. Había perdido su oportunidad. Aunque siempre podía llamarlo por teléfono. O, mejor aún... ¿Qué debía vestir una mujer de casi treinta años para comenzar con buen pie su primera aventura? Nada más llegar a casa Lea abrió el armario. Algo rojo. Pedro había dicho que estaba guapa de rojo. Ella sonrió decidida y miró el reloj. Las tiendas estaban aún abiertas. Definitivamente se vestiría de rojo.
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