–¿Necesitas ayuda? –se ofreció Pedro–. ¡No quiero que seas tú el único que se divierte!
–No, lo tengo todo bajo control. Tú pásatelo bien. Nos veremos el domingo por la tarde en el hotel. Luego, el lunes, de vuelta a casa. ¡Estoy deseando irme!
Pedro soltó el aire que había estado conteniendo cuando Fernando cortó la comunicación. Todavía no había decidido si quedarse un día más con el fin de ir al registro local para conseguir una copia de su certificado de matrimonio o si volver a Sídney con Fernando. A pesar de la ayuda de Paula, no había logrado mucha más información. Lo que sí había conseguido era perder una hora haciendo trabajo de jardinería como favor a una mujer que apenas le había hablado desde el momento en que había aceptado ayudarla. ¡Era exasperante! Sobre todo, cuando no podía ir en contra del sentido común de ella. Pero un trato era un trato. Y había devuelto al ático dos cajas de papeles antes de decidir dejar el trabajo por ese día. Salió fuera y le recibió el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas sobrevolando las flores del espliego y de otras hierbas aromáticas. Al doblar la esquina de la casa, vió a Paula sacando una escalerilla del establo, con una cesta colgándole del brazo. A juzgar por cómo resoplaba, la escalerilla era más pesada de lo que parecía. Y, al mismo tiempo, Simba estaba correteando en torno suyo.
–Será mejor que te ayude con eso antes de que se te caiga y te rompa un pie.
–Puedo arreglármelas sola, gracias –contestó ella.
Pero en ese momento, la escalerilla se le escurrió de las manos, la cesta también cayó al suelo del patio y ella perdió el equilibrio. Pedor se apresuró a agarrarla justo antes de que también se cayera.
–Ya lo veo. Y dime, ¿Cuándo fue la última vez que podaste esos árboles?
Ella levantó las cejas y le miró con expresión interrogante mientras él, tranquilamente, agarró la escalera y la abrió.
–¿Se te ha olvidado que soy londinense y que vivía en un piso encima de un club de jazz? Fue Rosa quien podó los manzanos el invierno pasado, pero creo que no ha podado nunca los cerezos.
Pedro sonrió y apoyó la escalerilla en el cerezo más cercano.
–Si son los mismos árboles que cuando yo vivía aquí, las cerezas son muy buenas.
–Son muy dulces. A Nicolás le encantan. Y espero que también les gusten a Nora y a sus invitados. Tengo pensado servir tarta de cereza como parte del postre, pero aún no he llegado a la receta definitiva –Paula tomó aire–. Y no creo que vayas a subirte a la escalera con esos zapatos.
Pedro bajó la mirada y la clavó en sus zapatos de piel.
–¿Qué tienen de malo mis zapatos?
–Nada. Son excelentes para una sala de reuniones o para un restaurante de lujo, pero la suela de cuero es demasiado resbaladiza. Lo siento, pero no podría sujetarte si te caes. Así que… Gracias por la ayuda, pero yo me encargaré de esto.
Y antes de que Pedro pudiera detenerla, Paula se colocó delante de él y empezó a subir la escalerilla. Cuando ya sólo le faltaban tres peldaños para llegar a lo más alto, alargó un brazo hacia la rama que tenía más cerca, por encima de la cabeza. Pero se detuvo, bajó el brazo, cerró los ojos y se aferró a la escalerilla cuando ésta se movió unos centímetros… Hasta que, por fin, pareció estabilizarse.
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