–Vamos, Pedro –dijo Nicolás tirando de él–. O Bobby va a hacer que Simba se escape otra vez.
Pedro se volvió en la cama, se tapó la cabeza con una almohada y se dió cuenta de que no iba a poder dormirse otra vez. Aún no se había adaptado al cambio de horas; además, estaba todo demasiado oscuro y había demasiado silencio para poder dormir. La cabeza le daba vueltas después de la excitación y el ajetreo de los dos últimos días. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama; y en un par de ocasiones, durante la noche, había encendido la luz de la mesilla de noche para hacer unas anotaciones en su agenda. Que pronto fuera a firmar el trato con PSN Media le tenía entusiasmado, pero también se sentía frustrado por haber ido hasta allí para ver a Nora y descubrir que ella aún se encontraba de vacaciones. Ambas cosas le estaban impidiendo dormir. Echó la almohada a un lado. Le resultaba extraño que Nora, siendo la persona menos deportista que había conocido, se encontrara ahora haciendo senderismo en Nepal. Desde luego, debía de haber cambiado mucho en los últimos tres años. No obstante, a menos que Nicole lograra regresar a Francia en las próximas treinta y seis horas, iba a marcharse sin verla. Y lo sentía de veras. Pero ahora había llegado el momento de irse. Apartó la ropa de cama, probó la temperatura de las baldosas del suelo con los pies y cruzó la habitación en camiseta y calzoncillos hacia la ventana para abrirla. No le llevaría mucho tiempo hacer el equipaje. Después de pasar la noche allí, se había dado cuenta de que trabajaría mejor en Montpellier, con Fernando y conectado a Internet por medio de banda ancha. La cálida luz del sol iluminó la habitación, cegándole momentáneamente al abrir las contraventanas. En un instante, su vieja habitación se vió transformada por esa cualidad única de la luz del Languedoc que rebotaba en las paredes de blanco marfil. El armario color miel, que tan extraño y anticuado le había parecido la tarde anterior, ahora parecía encajar perfectamente con el decorado y la tapicería del dormitorio. De una cosa estaba seguro: Aquel mobiliario y decoración eran nuevos. Dieciocho años atrás, ése había sido un hogar sencillo y cómodo. Ahora, parecía el escenario de una obra teatral que se desarrollaba en la campiña francesa. Los cuadros estaban perfectamente derechos y la madera tenía un brillo uniforme que un perfecto cepillado y el encerado le conferían. Claramente, las imperfecciones no estaban permitidas ahí. Pero era realmente bonito. Con estilo y lo que cualquiera podía esperar encontrar en aquel rincón de Francia… En la habitación de un hotel.
Pedro se apoyó en el dintel de la ventana y se asomó al jardín de la parte posterior de la casa. Algunas cosas no habían cambiado. Y los recuerdos acudieron a su mente. Respiró hondo, el aire fragante y limpio. En la distancia, un perro ladró e incluso pudo oír un leve murmullo de tráfico. Pero, fundamentalmente, se oía el canto de los pájaros. Y el canto de una mujer en alguna parte del jardín. Era un sonido tan dulce que, al principio, pensó que se trataba de la radio o de algún CD. Pero al cabo de un poco se dio cuenta de que el canto se veía interrumpido por suspiros, y letras y melodías inventadas. Aquel sonido era tan intrigante, extraño e interesante que no pudo evitar sonreír mientras escuchaba. Era un canto jovial, como si la mujer que cantaba quisiera expresar así su amor por la vida y la música. Y ese espíritu y energía eran contagiosos.
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