Después de una vida lejos de su país de origen, esta región, este pueblo y esta casa de campo… Eran su hogar. Y la idea le sorprendió más de lo que habría creído posible. Su casa era un piso en Sídney con impresionantes vistas de la ciudad en el que dormía a veces y en el que tenía la ropa. Sídney era su hogar. Ese lugar no lo era. Ya no. Hacía dieciocho años que se había jurado a sí mismo evitar que su felicidad dependiera de nadie. El sufrimiento de que le arrastraran fuera de esa casa había destruido su sentimentalismo infantil para siempre. Tan ensimismado en sus pensamientos estaba, que cuando Paula rodeó una esquina de la casa y se detuvo a su lado, sólo notó la presencia de ella al oír su dulce voz.
–¿Ha cambiado mucho desde la última vez que estuviste aquí?
Pedro giró ligeramente, confuso. ¿Le había leído el pensamiento? Paula alzó el rostro y le miró a los ojos.
–Nora me dijo que eres de aquí y que te criaste en esta casa. Me preguntaba si es como la recordabas. Eso es todo.
Y tras esas palabras, Paula dió media vuelta, se acercó a dos macetas enormes, una a cada lado de la puerta, y empezó a quitar las flores marchitas en una de ellas.
–No, no ha cambiado mucho. He visto que las puertas de la verja se han caído, pero la casa está como siempre –Pedro alzó una mano para indicar las contraventanas–. Aunque los colores son diferentes. No acaban de convencerme.
Paula lanzó un suspiro de exasperación y, volviéndose hacia él, se llevó las manos a las caderas.
–¡Gracias! Nora contrató un «Diseñador de interiores» para remodelar la casa –Paula indicó las contraventanas y sacudió los hombros–. Era un hombre encantador con mucho gusto para los tejidos, pero no tenía ni idea del estilo de las casas de esta zona. Ni idea. Entonces, se inclinó hacia él con gesto de hacerle una confidencia y añadió:
–Aunque soy de Londres, llevo viviendo aquí el tiempo suficiente para saber que el azul marino no es el color adecuado para las contraventanas.
Paula se apartó de él y, con mano experta, cortó con las uñas de los dedos un capullo de rosa color rosa. Antes de que él pudiera reaccionar, ella se puso de puntillas y le colocó el capullo de rosa en el ojal de la chaqueta del traje.
–Te queda muy bien. Y, como verás, no tiene espinas. Planté un rosal sin espinas. ¿Te gusta?
Pedro se la quedó mirando. Por el escote del blusón vió el borde de encaje del sujetador de ella. Sintió ganas de acariciarle la piel. Era tentador, pero le estaba totalmente prohibido. La señora Chaves era el ama de llaves y una mujer casada. Y había mencionado a su hijo. Una mujer casada y con un hijo. Un matrimonio perfecto para estar al cuidado de la casa de campo. El esposo era un hombre afortunado. Volvió la atención hacia el rosal.
–Sí, me gusta. Es un rosal trepador precioso. Gracias, señora Chaves.
Paula le sonrió.
–De nada. La rosaleda sigue estando en la parte posterior de la casa – Paula se volvió y, con una media sonrisa, señaló el coche deportivo–. Debes de estar cansado de conducir. ¿Listo para instalarte en tu habitación?
Ésa había sido su habitación. El viejo cuarto de baño con el lavabo desconchado estaba al lado, pero la puerta daba al pasillo. Debían de haber derribado la pared para comunicarlo con el dormitorio. A parte de eso, todo seguía más o menos igual. Los recuerdos volvieron a inundarle al asomarse a la ventana para contemplar el jardín. Fue entonces cuando se dió cuenta. Paula Chaves había elegido esa habitación para él. No le había preparado la habitación de invitados en la que su abuela había estado durante la enfermedad de su madre, sino su antiguo dormitorio. ¿Cómo sabía que era su habitación? Se volvió en dirección a la puerta. Ella estaba en el corredor, junto a la escalera, observándole, y su sonrisa era capaz de iluminar el oscuro pasillo.
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