Se alzó las gafas de sol y clavó los ojos en un rostro con unos ojos azules extraordinariamente claros, una nariz pequeña y chata y labios que se curvaban hacia arriba. El cabello de la mujer era castaño y liso, y lo llevaba recogido hacia atrás con una cinta verde, del mismo color que los pantalones. Sí, tenía delante a Campanilla. En ese momento, los perros se acercaron a ella y la mujer empezó a acariciarlos.
–¡Hola! –les dijo en francés–. ¿Cómo están? Siento haber venido tan tarde. ¿Me han echado de menos?
Les acarició por detrás de las orejas y luego les tiró un palo en dirección a la casa.
–Vamos, vayan adelante. Ahora mismo voy –y sonrió mientras les veía correr por el camino.
Entonces, aquella encantadora aparición se volvió hacia él y dijo en inglés:
–No se preocupe, luego podrá jugar con ellos otra vez.
Jugar. No tenía ninguna intención de jugar con los perros. Suspiró y sacudió la cabeza.
–¿Son siempre tan efusivos con los desconocidos?
–No, sólo con los hombres. Sobre todo, con los hombres que llevan traje. Les encantan los hombres con traje. Y lo siento por usted, le han puesto el traje hecho un asco. No es el mejor atuendo para jugar con perros.
¡Cómo si hubiera tenido elección!
–¿Necesita ayuda con el coche, señor Alfonso? No tenemos garaje, pero he dejado un sitio libre en el establo para que lo meta ahí durante su estancia. Según parece, va a haber tormenta.
¿Estancia? ¿Cómo sabía ella que iba a quedarse allí?
–¿Qué le hace pensar que mi apellido es Alfonso? Señorita…
–Señora Chaves. Paula Chaves–la mujer sonrió y se le formaron dos hoyuelos, uno a cada lado de la boca–. Soy el ama de llaves de Nicole. Llevo tres años quitándole el polvo a la foto que Nora tiene de usted encima del piano de cola.
Paula Chaves se interrumpió momentáneamente y lanzó una mirada al deportivo rojo que estaba en medio del camino.
–A mi niño le encantan las fotos de las chicas guapas del Grand Prix de Mónaco, pero Nora prefiere las regatas. Es una pena que no tenga ninguna foto de usted con traje sentado en la hierba. ¿Quiere que vaya a por mi cámara?
Pedro lanzó un bufido.
–Encantado de conocerla, señora Chaves. Y, por favor, tutéeme y llámeme Pedro. En cuanto a lo de la cámara… No, muchas gracias. Ya me siento suficientemente ridículo.
Ella rió antes de contestar:
–No te preocupes. Además, debes de estar bastante cómodo. Bueno, te veré en la casa. Tu habitación ya está lista. Ah, y tutéame y llámame Paula.
Tras esas palabras, Paula se montó en una vieja bicicleta y se alejó. Era una pena no poder quedarse allí el tiempo suficiente para conocer mejor al ama de llaves de Nora, pensó Pedro. Al cabo de unos minutos, él se bajó del coche con el vello erizado. La fachada de la casa no había cambiado mucho en dieciocho años. Era de una piedra caliza que adquiría tonos rosados en los atardeceres de la época estival. En el pasado, las altas contraventanas de madera estaban pintadas de un azul claro típico de aquella región; ahora, estaban de un azul más oscuro con un borde amarillo. El contraste de aquel azul y amarillo con el rojo de la teja del tejado era excesivo en su opinión. Pero los temores de encontrarse con una casa casi en ruinas habían sido infundados. No obstante, se sintió intranquilo, tenso. Un sudor frío le bañó la frente. No había imaginado tener esa reacción. No había imaginado tener miedo de subir esos pocos peldaños, cruzar la puerta de madera y adentrarse en la casa en la que se había criado. En ese momento se levantó una suave brisa con aroma a resina, lavanda, rosa y jazmín. Al instante, los recuerdos le asaltaron y tuvo que respirar hondo para calmarse. Miles de momentos e imágenes con el mismo mensaje: «Has vuelto a casa».
No hay comentarios:
Publicar un comentario