No le resultó nada divertido que Rosa le sometiera a un interrogatorio y que le preguntara qué había estudiado, qué había hecho y qué lugares había conocido durante los últimos dieciocho años. Y le había hecho trabajar. Cuando apareció en su bicicleta, él ya había vaciado tres carretillas llenas de desechos vegetales, había oído anécdotas de sus compañeros de colegio y había invitado a ir a Sídney a varios miembros de la familia de Rosa. Así que estaba muy contento de pasarle la batuta a Paula, que desapareció en la cocina con Rosa en el momento en que llegó, dejándole fuera, en el patio. ¡Por fin! Ya había llegado el momento de hacer el equipaje y volver al mundo de los negocios, al mundo que entendía. Ahora sólo tenía que entrar en la casa por una puerta que no fuera la de la cocina. El camino más rápido sería por el cuarto de estar que, antiguamente, era el salón de su madre.
Pedro miró al interior de la estancia por las puertas abiertas y se detuvo, sus pies como pegados al suelo del patio. Encima de la chimenea de piedra había una fotografía que no había visto nunca. Era de su madre. Unas lágrimas asomaron a sus ojos. Entonces, respiró hondo y entró en la amplia estancia. De todo lo que allí había, sólo reconocía la chimenea de piedra. Antiguamente habían sido dos habitaciones, el comedor y el salón, pero ahora el tabique había desaparecido y todo era un espacioso cuarto de estar. Habían transformado las antiguas ventanas en unas puertas de cristal que dejaban entrar la luz, iluminando un espacio que, en el pasado, había sido bastante oscuro. La luz parecía enfocar la imagen de su madre. En la foto, debía de tener unos veintitantos años, y el fotógrafo había captado su belleza y esplendor. Estaba deslumbrante. Parecía una actriz de cine o una modelo, no la mujer que le había dado un beso de buenas noches todas las noches y le hacía tarta de chocolate todos los viernes. ¿Cómo podía haber olvidado lo hermosa que había sido su madre? Sus relucientes ojos castaños verdosos brillaban detrás del cristal que protegía el papel de la foto, igual que su perfecta sonrisa. Incluso ahora, aquella sencilla fotografía de color dominaba la estancia. Vestía un vestido rosa pálido y un collar de perlas que su padre aún guardaba en una caja de madera en su dormitorio; de lo que, supuestamente, él no debía estar enterado. También, en el dedo anular, lucía un anillo con un brillante tallado en forma de corazón, un anillo que él nunca había visto.
Intrigado y fascinado, Pedro se acercó a la chimenea y comprobó que la fotografía había sido hecha por un aficionado, no un profesional. Una cosa quedaba clara, que ella miraba a la cámara con un sentimiento inconfundible en sus ojos, con amor. Porque si Ana Alfonso había tenido algún defecto, había sido precisamente ése. Había sido incapaz de ocultar sus sentimientos. La había adorado. En vida, ella le había enseñado lo que era el respeto y el trabajo. Su muerte le había enseñado lo que se sentía al perder al ser amado. El corazón de Ana había sido un libro abierto. El corazón de él estaba cerrado e iba a permanecer cerrado. Algunos hombres podían ser tan estúpidos como para enamorarse y tener una familia. Él, no.
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