Ya tenía un equipo y había hecho planes, sólo le faltaba luz verde y una buena parte de la cifra de nueve dígitos que PSN Media iba a pagar por su empresa. Pero eso sería la semana siguiente. Ese día tenía algo más agradable que hacer. Ese día iba a reunirse con Nora Lambert, la encantadora mujer que había sido su madrastra durante doce turbulentos años antes de divorciarse de su padre, marcharse de Sídney y volver a París. En la adolescencia, él le había causado muchos quebraderos de cabeza, pero Nora siempre le había apoyado y en todo, a pesar de que él, por aquel entonces, jamás se lo había agradecido. Su relación había mejorado durante los últimos años que pasaron juntos en Sídney, pero aún estaba en deuda con Nora. Daba la casualidad que las oficinas centrales de PSN Media en Europa estaban en Montpellier, no excesivamente lejos de la vieja casa de campo de la familia Alfonso en el Languedoc, donde Nora iba a celebrar su cumpleaños. Por primera vez en algunos años, estaban en el mismo país y relativamente cerca el uno del otro. Nora se había alegrado mucho de que pudiera asistir a la fiesta de cumpleaños y había insistido en que se hospedara en la casa, no en un hotel. Por supuesto, Nora sospechaba que no era el cumpleaños el único motivo que le había llevado allí, y él sentía no poder decirle nada sobre las secretas negociaciones con PSN Media; sobre todo, ahora que se había adelantado una semana la reunión decisiva debido a la llegada del presidente de la compañía. Lo que significaba que, si llegaban a un acuerdo y firmaba, tal y como Pedro esperaba, en una semana estaría de vuelta en Sídney, ocupando su nuevo puesto de trabajo, y no en Languedoc ayudando a Nora a preparar su fiesta de cumpleaños. Pero, al menos, iba a pasar un fin de semana con ella. Y eso era lo importante. Había llegado el momento de darle a Nora la mala noticia y pedirle disculpas por no serle posible asistir a su fiesta de cumpleaños. Con un poco de suerte, le perdonaría. Una vez más. ¡Por fin, libre!
Sentada en la bicicleta, pedaleando, Paula casi pudo saborear la sal del Mediterráneo, a sólo unos kilómetros al sur de donde se encontraba, en aquella carretera secundaria. La mezcla de sol y brisa se le antojó paradisíaca. La paz y la tranquilidad del lugar la hicieron relajarse. Sabrina le había llamado aquella mañana para preguntarle si podía ir al hotel a ayudarla a servir la comida a un grupo de americanos aficionados al jazz que habían ido a un festival de jazz que tenía lugar durante el fin de semana en un pueblo vecino. Le habría encantado poder ir al festival a oír la música que más le gustaba, la música que cantaba y tocaba a nivel profesional desde que tenía dieciséis años. La música con la que sus padres aún se ganaban la vida. A veces, echaba tanto de menos su lugar de nacimiento que casi le dolía físicamente. Lo mejor era olvidarse de ello y disfrutar la vida en aquel maravilloso lugar. Nicolás era lo principal, lo único que realmente importaba. El lado malo de ser ama de llaves era que, de vez en cuando, la dueña de la casa regresaba. Nora era encantadora, buena y generosa, y le había dado un hogar y un trabajo cuando más lo había necesitado. Por eso, estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera en sus manos con el fin de asegurarse de que disfrutase de una extraordinaria fiesta de cumpleaños. Por primera vez desde que había ido a vivir ahí, la casa iba a estar concurrida, llena de vida y humor. Maravilloso. Después de la fiesta, Nora se iba a ausentar una o dos semanas y luego volvería a pasar allí el mes de agosto, como solía hacer. Y ella se vería libre para hacer algo con Nicolás durante sus vacaciones de verano. Sonrió mientras contemplaba los viñedos que se extendían hasta los pinares de las colinas por un lado y hasta el mar por el otro, y oyó el revoloteo de la pequeña bandera que Nicolás había sujetado a su asiento en la bicicleta. Los sencillos placeres de un niño de seis años. La bandera le hacía tan feliz que habría sido una tontería decirle que se trataba de la bandera española, la de sus abuelos, y que quizá debiera cambiarla por la del sur de Francia, para ser políticamente correctos. Pero daba igual. Esa zona del Languedoc no era como Niza o Marsella, no había luces de ciudad ni concurridas calles ni bares de moda. Era una zona rural, con pequeños hoteles como el de Sabrina y pequeños pueblos en Carmargue o al este de Provenza.
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