martes, 30 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 44

Escuchó por si oía a Paula en la casa, pero todo estaba en silencio. Las luces apagadas, todo oscuro y frío, como una premonición de su futuro sin ella. Sin su hijo. La idea despertó un grito primordial en su interior lleno de dolor y rabia. Una brisa llegó hasta él y miró hacia las ventanas que daban al porche. Se dió cuenta de que estaban abiertas y por fin atisbó a ver la figura de Paula bajo el cielo de la noche. La piel le brillaba bajo la luz de la luna, el glorioso cabello oscuro le caía por los hombros, y al instante regresó a aquella primera noche. El modo en que todo su ser lo había atraído como una sirena. Igual que estaba haciendo ahora. Y por un instante deseó poder volver atrás en el tiempo. Deseó que, en lugar de esconderse en su despacho como un cobarde, hubiera llegado al restaurante a tiempo. Haberse encontrado con ella, abrazarla, decirle lo mucho que significaba para él. Pero no pudo. En lugar de ir hacia atrás, fue hacia delante. Los pies lo llevaron a cruzar las puertas y salir al porche. Se colocó detrás de ella. La agitación de su respiración le hizo saber que Paula era consciente de que estaba allí. Ninguno de los dos dijo ni una palabra. El silencio vibraba entre ellos con dolores y deseos no hablados, como si solo las estrellas fueran los testigos de una gran tragedia.


–Paula, siento mucho que…


–No. No te atrevas a disculparte.


Ella se giró entonces y Pedro lamentó que lo hubiera hecho. Pudo ver los trazos de las lágrimas en su piel, la ligera rojez de sus mejillas. Paula no ocultaba su pena, como hacía él. No. Ella la reclamaba, la hacía suya y la lucía con orgullo.


–¿Sabes qué día es hoy? –le preguntó Paula.


Pedro sacudió la cabeza en señal de negación. Temía la respuesta tanto como necesitaba escucharla.


–Es mi cumpleaños.


En el cerebro de Pedro surgieron maldiciones tan fuertes que parecía que le estuvieran gritando. Si lo hubiera sabido… ¿Habría hecho las cosas de otra manera? Estaba tan agobiado, tan confundido, y con tanto dolor que no podía decir nada más. Durante todo aquel tiempo, sus pesadillas le habían mostrado que podía perderla de la forma más lenta y poderosa, y ahora él mismo estaba convirtiéndolo en realidad. Apartándola de sí para protegerse. Y sabía que aquello lo convertía en el peor tipo de bestia. Una triste sonrisa dibujó sus bellas facciones.


–A lo mejor era nuestro destino que nos conociéramos en el tuyo y nos separáramos en el mío. 


–Paula…


–Y era yo la que tenía un regalo para tí –dijo medio riéndose, llena de tristeza.


Fue entonces cuando Pedro vió la cajita en sus manos. Frunció el ceño, tratando de darle sentido al escalofrío de aprensión que le recorrió el cuerpo. Pero lo único que quería, en lo único que podía pensar era en intentar convencerla para que se quedara


–Estaba equivocado, Paula. Nunca debí dejarte esperando en ese restaurante.


–Sí, te equivocaste. Y no deberías haberlo hecho. Sabías lo que eso supondría para mí y lo hiciste de todas formas. Por primera vez desde que te conozco, has estado a la altura de tu reputación.


Aquel cuchillo le atravesó el corazón mientras Paula estiraba las manos para ofrecerle el regalo que no se merecía. Sin apartar los ojos de ella, Pedro agarró la cajita.


–Paula, por favor…


–Ábrela.


–¿No crees que tenemos cosas más importantes de las que hablar ahora mismo?


–No –aseguró ella sacudiendo la cabeza–. Porque creo que en este regalo está el núcleo de lo que está pasando ahora mismo.


Pedro frunció el ceño, levantó la tapa de la cajita y todo en su ser se detuvo. Era como si la visión de lo que había allí dentro no solo le hubiera cortado la respiración, sino también los pensamientos y la sangre en las venas. Tardó un instante en registrar lo que estaba viendo… Lo que sabía que debería estar viendo en lugar de lo que había realmente allí. Las tres hebras moldeadas a mano se habían entretejido en una trenza que no parecía tener principio ni fin, y aunque trató desesperadamente de esconderse de lo que Paula había creado, podía sentir lo que había querido hacer. Cada hebra representaba a su padre, a su madre y a sí mismo, y luego se transformaban en ella, en él, en su hijo. Pero para Pedro también representaba algo oscuro y peligroso.


–No tenías que haber hecho esto –Pedro apenas reconocía su propia voz, no era capaz de atreverse a mirarla.


–Quería… Quería hacer algo bonito para tí. Una manera de conservar algo de tu familia que pudieras tener siempre.


Pedro escuchó la confusión y el dolor de su voz. Tal vez incluso un rastro de miedo.


 –Tú no tienes ni idea de…


–Claro que no, Pedro. ¡Porque no hablas conmigo! No me cuentas lo que piensas ni lo que sientes.


–No quieres saber lo que estoy sintiendo ahora mismo –la advirtió él.


–Claro que sí, Pedro. No quiero solo las migajas que te parece conveniente que conozca. Lo quiero todo. No a la bestia ni al marido cuidadosamente contenido. Te quiero a tí.


–¿Quieres conocerme? ¿Quieres saber lo que estoy sintiendo ahora mismo? Horror. Horror absoluto de que hayas tomado algo tan personal para mí y lo hayas convertido en algo completamente distinto. Que hayas agarrado la razón por la que mis padres están muertos…


Se detuvo a media frase, luchando consigo mismo porque no sabía si agarrar las finas hebras de plata con más fuerza o arrojar la pieza lo más lejos que pudiera. Todo era culpa de Paula. Pedro nunca se habría visto allí, compartiendo aquello con ella, si no le hubiera presionado.


–Pedro, yo…


–El modo en que mi padre miró a mi madre aquella noche cuando le dió su regalo… Tan lleno de amor, tan lleno de vida. Me enviaron a la cama antes de que tuviera oportunidad de verlo bien, y me prometieron que lo vería por la mañana. Pero… –sacudió la cabeza al recordar–. Fui demasiado impaciente. Salí a hurtadillas de mi habitación y lo encontré abajo, en el comedor.


-Mis padres perdieron un tiempo precioso buscando en mi cuarto, en toda la planta de abajo. Un tiempo que podrían haber utilizado para salir de la casa en llamas si no hubiera sido por mí. Si no hubiera sido por esto. 


Pedro alzó el brazalete para enfatizar su razonamiento. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 43

Pedro estaba sentado en su butaca de cuero mirando por la ventana desde su oficina de Zúrich contando casi obsesivamente los minutos que habían pasado desde la hora en que había quedado con Paula en el restaurante. Porque no podía moverse. En los últimos días, la naturalidad con la que ella había aceptado su retirada había sido peor que cualquier tipo de pelea o exigencia. La bestia dentro de él anhelaba rugir, quería rechinar los dientes. Aunque no quería desatar todo aquello con Paula, el hecho de que ella hubiera aceptado su actitud no hacía más que acrecentarla. La combinación de la falta de sueño, las pesadillas y su mujer era demasiado. A pesar de todas sus garantías de que no la trataría como su padre, de que estaría allí para ella, ya no sabía que pensar. Porque en los últimos días, su pesadilla se había transformado en algo nuevo, algo todavía más aterrador. Ya no era un niño pequeño mirando a su padre en la ventana. Ahora había asumido el papel del padre, y miraba a su hijo sin poder decidirse si salvar a su mujer o a su hijo. A veces iba a por el niño, a veces a por Paula… Pero en cada ocasión le dolía, le partía el corazón en dos porque siempre tenía que elegir entre ellos. Se pasó la mano por la cara y miró el reloj. Sabía el dolor que le estaba causando a ella, pero no podía moverse. El instinto le decía que si no aparecía aquella noche forzaría la mano de su mujer, le haría tanto daño que Paula tendría que marcharse. Se odiaba a sí mismo por ello, pero sabía que era la única opción que tenía. Por su propia cordura, y más importante, por ella. Porque no podía atarla a su vida, a él sin destruir lo que más amaba de ella. 


Paula estaba sentada en el restaurante de Lucerna con la espalda recta y la cabeza alta. Sentía las miradas de reojo que le dirigían los demás comensales del restaurante. El camarero se acercó y le preguntó si quería tomar algo. Ella sonrió, negó con la cabeza y agarró con dedos temblorosos el vaso de agua. Cuando lo dejó sobre la mesa después de beber, centró la mirada en la cajita negra que había dejado sobre el plato que tenía enfrente. Quería que fuera la primera cosa que Pedro viera. Deseaba ver cómo la curiosidad de su rostro se transformaba en alegría y luego en reconocimiento por lo que había hecho por él. Que supiera que había entendido su dolor y lo había transformado en algo nuevo. Pero en el espacio de su ausencia, el miedo a una reacción diferente había empezado a invadirle la imaginación. Una reacción de rabia y de horror por cómo se había atrevido a hacer algo semejante, a adentrarse en un dolor que ella no tenía modo alguno de entender.  A medida que transcurrían los minutos, sus pensamientos  volvieron a centrarse en el momento presente. Solo cinco minutos más… Uno más. A lo mejor estaba atrapado en un atasco. En una reunión. En un accidente. Algo que excusara las cuatro llamadas sin contestar al móvil de Pedro. Aunque él no supiera que era su cumpleaños, no podía ser tan ingenuo como para pensar que dejarla allí, en un restaurante, con el vestido que había comprado para él, no le haría muchísimo daño. Así que lo sabía. Y de todas maneras había elegido hacerlo.


–Señora Alfonso –un camarero se acercó discretamente a su mesa–, su esposo ha llamado para avisar de que lo lamenta mucho, pero no puede venir…


Paula no escuchó el resto de la frase por el rugido que sintió en los oídos. No era posible que Pedro le hiciera aquello.


–Gracias –murmuró al camarero, que se marchó discretamente entre las mesas que la miraban como si fuera un programa de televisión.


Paula se llevó la mano al vientre. El bebé había dado una patadita, no supo si por simpatía hacia ella o en gesto de desafío. Lo que sí sabía era que no volvería a pasar por aquello. Ni por ella ni por su hijo. Se levantó muy despacio frente a todas las miradas, agarró la cajita negra que estaba en el plato de enfrente, y con más elegancia y dignidad que una reina, salió del restaurante con las lágrimas resbalándole por las mejillas.

 

Cuando Pedro llegó finalmente a casa aquella noche, estaba agotado. Por la falta de sueño, por la guerra emocional que había estado peleando entre su deseo de acudir a ella en el restaurante, y la desesperación de mantenerse alejado. En un momento de lucidez de último minuto, corrió al restaurante… Se había dado cuenta de que estaba equivocado, que no debía, no podía apartarla de sí. Pero Paula ya se había marchado. Dejó las llaves en la mesita de la entrada y entró en casa, desesperado por encontrarla y suplicar su perdón. La culpa, la angustia y la devastación se habían apoderado de él. Cuando entró en la amplia zona de estar, se quedó mirando las tres maletas que había al lado de la puerta de entrada. Las miró como si no pudiera distinguir si eran reales o parte de su imaginación. Ni si lo que sintió fue alivio o la mayor desesperación de su vida. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 42

Un grito silencioso surgió de la boca de Pedro y se incorporó de un salto en la cama. Estaba cubierto de aquel sudor frío y antinatural que surgía en él en las noches de terror. Un sudor que había sentido tres veces ya en las semanas que habían pasado desde que regresó de Siena con Paula. Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, se giró hacia ella, que estaba tumbada a su lado en la cama, el único bálsamo para su alma era que no se hubiera despertado por su pesadilla. Se frotó la cara con la mano y trató de borrar los recuerdos del horrible sueño. El modo en que su padre lo había mirado por la ventana de su casa, con las llamas rodeando el marco de madera, los sonidos crepitantes que le inundaban los oídos mientras el fuego lo consumía todo a su paso. Incluso ahora el corazón le dió un vuelco y se le puso el estómago del revés, porque no era un sueño. Era un recuerdo. O lo había sido hasta que vió a Paula detrás de su padre, mirándolo mientras se acariciaba el vientre abultado por el embarazo, sin ser consciente al parecer del peligro que corría. Le había mirado con confianza, con completa aceptación, como si de verdad creyera que él, en el cuerpo de un niño de once años, podría encontrar la manera de salvarla. Había gritado en sueños hasta que le ardió la garganta y, ahora que estaba despierto, sentía un picor que no se podía quitar. Miró a su mujer, serena en su apacible sueño, apartó las sábanas húmedas y caminó por la habitación. Abrió la ducha sin ver más allá de las imágenes que le habían perseguido durante sus noches y a veces durante el día en aquellos momentos de debilidad que había aprendido a odiar tanto como sus recuerdos. Habían pasado quince años desde que tuvo aquellos sueños por última vez, porque había levantado sus defensas emocionales y mentales para protegerse de ellos. Pero ahora habían regresado. Por Paula. Por su mujer. Le temblaron las piernas bajo la ducha. Sintió náuseas y trató de llenarse los pulmones de aire. Hacía años que no tenía un ataque de pánico, y sabía lo que debía hacer, pero no podía luchar contra el miedo que había descendido sobre su mente. No supo cuánto tiempo se quedó así, pero finalmente logró cerrar el grifo del agua. Se puso una toalla y decidió no regresar a la cama. Recorrió los pasillos de su casa y llegó al gimnasio, y aunque el instinto le pedía que regresara con Paula, encendió la cinta de correr para agotarse antes de regresar a un sueño sin sueños en el que nada ni nadie pudiera alcanzarle.


Paula estiró el brazo y frunció el ceño al descubrir que el lado de Pedro estaba otra vez vacío. Había intentado preguntarle al respecto la primera noche, pero él le quitó importancia a su preocupación insistiendo en que se encontraba bien, que estaba distraído por un asunto relacionado con el trabajo. La siguiente ocasión explicó su ausencia por una llamada internacional a medianoche. Y lo cierto era que Paula no recordaba las siguientes explicaciones. En lo más profundo de su corazón, sabía que se estaba alejando. Podía sentir de manera casi imperceptible cómo se le escapaba entre los dedos, pero una parte de ella quiso creerse las excusas y se centró en hacer realidad la idea que le había surgido en Siena. Había buscado un estudio en Lucerna, no muy lejos de su casa, y en cuanto Pedro se fue al trabajo, ella también se marchó. Compartió una sonrisa cómplice con el chófer, que le juró que no diría nada, y fue de camino al estudio con imágenes de la expresión sorprendida y feliz de Pedro cuando le presentara el regalo que había hecho para él. Estaba segura de que llenaría de alegría cuando viera lo que había creado.


 Días antes había entrado a hurtadillas en su dormitorio y había sacado la cajita que estaba escondida en un cajón de la cómoda. Al abrir la cajita quemada quedó al descubierto un ancho anillo de plata ennegrecido por el fuego y parcialmente fundido. El corazón se le encogió al pensar en el niño pequeño que había perdido todo excepto aquello. Le dolió pensar en el hombre que creía que debía esconderlo en lugar de mirarlo y atesorarlo. Pensó en lo contenta que estaba ella de contar con el collar de su madre, algo que podía ponerse cuando quisiera, y eso le había dado la confianza para sacar el anillo de su escondite. Desde aquel momento en la habitación de Siena había sentido la necesidad de darle a Pedro algo de su pasado que pudiera llevar siempre con él. Algo que pudiera atesorar. Desde el momento en que puso los ojos en el anillo, vio que podía limpiar la suciedad y el polvo del metal precioso y lo que podría hacer con él. Cómo podría reforjar el símbolo de su dolor y convertirlo en algo nuevo. Podría utilizar la plata del anillo para formar la base de una nueva pieza, una nueva creación, tanto del pasado como del presente que podría llevar hacia su futuro. Un tanto preocupada por el impacto que los gases podrían tener en su hijo, se había centrado en el molde para la pieza que quería crear. Se perdió durante horas en el diseño, escogiendo cuidadosamente la plata adicional que necesitaría para crear la pulsera que quería regalarle, dónde colocarla para conservar la pureza del metal precioso que pertenecía al anillo y cómo unir las dos representaciones del pasado y el presente. Se perdió durante horas en la concentración de aquel molde, volcando allí su amor por Pedro y por su hijo. Porque aunque se lo negara a sí misma, en el fondo no podía evitar pensar que se les estaba acabando el tiempo. 


Se había reunido con Jorge Sennate, y al instante reconoció a un espíritu similar al suyo. El dueño del pequeño estudio tendría casi setenta años, pero los ojos le brillaban como a los de un adolescente. Cuando le abría el espacio, compartía con Paula su emoción por la pieza que estaba creando para su marido. Y le conmovió que compartiera con ella sus ideas y sus conocimientos sobre el trabajo en plata que él hacía. Jorge le enseñó cómo aplicar calor en las manchas de humo oscuras para que quedaran limpias. Limpias como Pedro había limpiado en ella sus dolores de infancia gracias a las horas que se había pasado creando aquel anillo para él. Paula miró a Jorge inclinarse sobre la pequeña forja, vertiendo la plata en moldes para que se enfriara y ella pudiera trabajarla. Se moría de ganas de ponerse a trabajar en aquella pieza que quería presentarle durante la cena dentro de cuatro días. Solo le había dicho a Pedro que se trataba de una ocasión especial. Por alguna extraña razón, le había ocultado que era su cumpleaños. Porque no quería cargar la noche con el peso de la historia. Quería iniciar una nueva celebración con él. El nuevo comienzo que nunca había imaginado que deseaba. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 41

Un silencio que lo había acompañado toda su vida… Hasta que conoció a Paula. Pedro contuvo una palabrota. Mientras ella hablaba de su necesidad de compañía, de estar rodeada de gente y de vida, lo único que quería era volver a Lucerna y rodearla con sus brazos, protegerla, esconderla del mundo y tenerla solo para él. La bestia empezó a resurgir en su interior, bramando «Mía». Era como si su corazón la reconociera como suya y solo suya. Y aquello era lo que más le asustaba por encima de todo. Porque había trabajado mucho durante muchos años para asegurarse de no establecer nunca un vínculo así con otra persona. Miró a Paula, que estaba perdida en sus propios pensamientos mientras acariciaba la bobina de plata. Él abrió la mano para dejar al descubierto el anillo que había hecho antes de irse a vivir con él.


–No tiene por qué seguir siendo así, Paula –dijo sin tener muy claro si estaba hablando de su soledad del pasado. 


–Ya no es así –dijo ella llevándose la mano al vientre en el que crecía su hijo.


Sus ojos tenían un brillo de verdad, que ofrecían seguridad más que pedirla. Una seguridad de la que Pedro quería escapar. Porque su esposa le estaba volviendo del revés toda su vida. Su instinto natural de darse la vuelta y recluirse, de cerrarse al mundo ahora que empezaba a tener esperanza. Esperanza de que hubiera algo más allá de las limitaciones que había colocado en su corazón la noche del incendio.


–Puedes quedarte si quieres o si lo necesitas, Paula –dijo Gonzalo abrazándola y levantándola del suelo para decirle adiós, aunque sus palabras contradecían sus actos.


Ella sonrió, disfrutando de la seguridad y el confort que le proporcionaba su hermano. La cena había sido deliciosa. 


Pedro mantuvo su promesa de comer todo lo que ella comiera, lo que la hizo sonreír mientras los demás hombres miraban escépticos. Aunque la conversación había sido un poco lenta al principio, con Sofía y Paula hablando casi todo el rato, tanto su marido como su hermano se acabaron relajando y entraron en el tono distendido del ambiente. Y se sintió de maravilla, porque le preocupaba la idea de que hubiera algún tipo de confrontación. Le estaba muy agradecida a Sofía, que había dejado completamente al lado su tontería de la noche de la gala en Andorra. Cuando miraba ahora a Ignacio, se maravillaba de cómo había malinterpretado no solo su relación, sino sus sentimientos hacia él. Sintió una punzada de alegría en el pecho al pensar que hubieran encontrado la felicidad juntos… ¿Tal vez la misma felicidad que ella había encontrado con Pedro? No podía evitar dirigir su mente hacia un futuro en el que ella y su marido rodeaban a un precioso niño de cabello oscuro y ondulado con ojos color miel.


–Estoy bien, de verdad, Gonzalo –lo dijo y lo sentía.


En cierto modo, haber hablado con Pedro, compartir con él algo de sí misma, había forjado una conexión en su interior. No contaba con ello, pero se había visto abrumada por la emoción. Como si estar con sus cosas hubiera activado algo en ella, y no solo la idea que había surgido en su mente cuando vio sus materiales. El deseo de crear algo para Pedro, algo que fuera significativo para él. No podía liberarse de la sensación de querer devolverle algo a cambio de toda la seguridad y el cariño que él le aportaba. Gonzalo la dejó en el suelo y miró de reojo hacia donde Pedro estaba organizando las cajas para que las llevaran en su jet privado a Suiza.


–Me alegro por tí –aseguró con un suspiro–. Y por este pequeño –le puso una mano suavemente en el vientre–. Y supongo que Alfonso es aceptable –admitió a regañadientes–. Pero sé lo que le pasó en su infancia, y ese tipo de dolor, ese equipaje que carga… Habría que estar muy ciego para no darse cuenta de cómo se protege el corazón. Solo temo que esos muros sean demasiado altos incluso para tí.


–Todos cargamos con equipaje, Gonza.


–Tal vez. Solo quiero que te cuides.



Cuando Paula y Pedro dejaron la hacienda de Gonzalo en Siena y se dirigieron al pequeño aeropuerto privado, ella apartó de sí la advertencia de su hermano. La guardó en una cajita y la enterró profundamente. Porque por primera vez desde que podía recordar, quería agarrarse a aquel sentimiento. Mantenerlo dentro de ella y dejar que la calentara. Que los nutriera tanto a ella como a su hijo. Porque aquel sentimiento, se dió cuenta entonces, era amor. 

jueves, 25 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 40

 –Por lo que veo no habéis llegado a las manos –dijo medio en broma medio en serio.


–¿Por qué iba a pasar eso? Puedo ser encantador, ya lo sabes.


–No eras tú quien me preocupaba.


–Los dos están completamente intactos, te lo aseguro.


Paula no pudo evitar sonreír y luego volvió a dirigir la mirada hacia las cajas que había apiladas en la esquina de la habitación. Pedro siguió la dirección de sus ojos.


–¿Qué hay en esas cajas?


–Sobre todo herramientas y materiales.


–¿Las enviaste aquí?


«¿En lugar de llevarlas contigo?», era la pregunta implícita que quedó colgando en el aire como la vibración de una campana al dejar de sonar. Paula se acercó a una de las cajas y miró en el hueco que había dejado la cinta aislante. La quitó toda y deslizó la mano dentro para sacar la bobina de hilo de plata. Deslizó la mano sobre ella, acariciándola como si fuera un amigo al que hacía tiempo que no veía. Solo entonces se dió cuenta de lo mucho que echaba de menos el tiempo que había pasado trabajando en el espacio que había alquilado en Bermondsey. El bullicio de las demás personas que trabajaban a su alrededor, cada una de ellas perdida en su propia imaginación, inclinados mientras trabajaban en crear formas.


–No quería dar la impresión de que al mudarme estaba apoderándome del espacio –aseguró.


Y la mentira le sonó mal incluso a ella misma. Sintió cómo Pedro se movía detrás de ella. El calor de su cuerpo calentaba el frío que había descendido sobre ella. Aprovechando aquel calor, alimentándose de él, se dirigió a la cajita cerrada de piezas terminadas que había empacado poco después de regresar a Londres tras su primer encuentro en Suiza, cuando le dijo que estaba embarazada. La abrió y sacó una de las piezas de la bolsa de tela y retiró el papel de seda que la rodeaba. Era un anillo, la última pieza que había hecho antes de descubrir que estaba esperando un hijo. No era un encargo, no la había creado para nadie. Era para ella.


–Es precioso –murmuró Pedro con cierta reverencia. 


–Gracias –Paula sintió una punzada de orgullo al escuchar sus palabras. 


Una pequeña perla asentada sobre oro batido que rodeaba la esfera como una ola, como si estuviera a punto de ocultar la bella formación natural. Siempre le habían fascinado las capas concéntricas de las perlas, cómo algo tan hermoso podía formarse a través de capas y capas de carbonato de calcio que rodeaban lo que antaño fue un cuerpo extraño para el pequeño molusco que la creó.


–¿Lo echas de menos?


–Sí y no –respondió Maria con sinceridad–. Volver a casa desde Andorra después de lo de Ignacio y Sofía… Después de tí… Estaba decidida a forjar una nueva «Yo» –dijo con cierto ironía–. Dejar a un lado las fantasías infantiles que había ocultado durante años. Aquella noche… Fue demasiado para mí.


Se giró hacia Pedro.


–Me dí cuenta de muchas cosas. Por ejemplo, cómo me había ocultado tras un enamoramiento falso de alguien, cuando lo cierto era que tu realidad era… Abrumadora. Y cuánto había permitido que mi hermano me protegiera de las duras realidades de la vida. Y aunque estuvo bien, sentía que de ese modo me había protegido también de otras experiencias.


Paula hizo una breve pausa para tomar aliento.


–Antes de saber que estaba embarazada, me lancé a realizar trabajos por encargo. Estaba obsesionada con la idea de que me pagaran por mi trabajo, conseguir una estabilidad por mí misma, ser independiente de Gonzalo, y de todo el mundo en realidad. Ahora que lo pienso, estaba corriendo antes de aprender a caminar. Me parecía maravilloso que la gente apreciara mi trabajo, pero de alguna manera me sacrifiqué a mí misma en el proceso, me alejé de lo que siempre me había hecho compañía.


–¿Y qué era eso?


–Mi imaginación. Suena extraño, pero cuando era pequeña me pasaba horas perdida en mi mente, diseñando piezas, intentando averiguar la mejor manera de hacerlas, qué materiales serían los adecuados…


Pedro se quedó pensativo unos instantes y luego se giró hacia el anillo.


–¿Puedo? 


Ella se lo colocó con suavidad en la mano abierta.


–Entonces, si no tuvieras que trabajar en encargos, ¿Esto es lo que crearías?


–Sí –la sonrisa que le asomó a los labios le calentó el corazón.


–En Lucerna hay espacio para un estudio si yo…


–No –lo interrumpió Paula–. Es una oferta muy amable, pero prefiero estar rodeada de gente cuando trabajo. Hay una sensación rara pero maravillosa cuando estás perdida en tu propio mundo, pero al mismo tiempo rodeada de otras personas. Así te sientes…


–¿Menos sola?


Pedro maldijo entre dientes. No pudo evitar pensar que se había llevado a aquella preciosa y brillante mujer y la había escondido del mundo. La había arrastrado a su guarida, ocultándola de la luz del sol y de las cosas que ella más necesitaba. Porque conocía muy bien, demasiado bien, lo solo que podía llegar a sentirse un niño. Todos aquellos días, semanas y meses en la habitación del hospital con la única visita de las enfermeras y de Sergio. Y cuando se quedaba solo, el silencio lo envolvía y se volvía ensordecedor.


Heridas Del Pasado: Capítulo 39

 –Creo que podemos reconocer que la reputación que tuviéramos antes tiene poco que ver con ahora – afirmó Pedro.


–No estoy de acuerdo. ¡Te has casado con mi hermana, y está embarazada!


–Así es. Son hechos innegables.


Gonzalo torció el gesto.


–Doy por hecho que no ha habido ningún acuerdo prenupcial, teniendo en cuenta la rapidez de la boda. Ni la familia de Paula ni sus amigos pudimos asistir.


–Eso fue decisión de ella –respondió Pedro, que se negaba a permitir que la sensación de culpabilidad y los justos motivos de la ira de


Gonzalo calaran en él.


–¿Lo del acuerdo prenupcial o lo de los invitados a la boda?


Pedro rodeó la pregunta con su respuesta:


–Todo lo mío le pertenece.


–¿Todo? –intervino entonces Ignacio.


Pedro se encogió de hombros.


–Todos los siete mil millones y medio de dólares, si los quiere.


Incluso Gonzalo parecía impresionado a su pesar.


–¿Está por escrito?


–Mis abogados están en ello.


Gonzalo miró a Ignacio, que se encogió de hombros.


–A Paula le da igual el dinero.


–Sí –reconoció Pedro–. Ya me he dado cuenta de eso.


–Su vida y su infancia no han sido fáciles –continuó Gonzalo apretando con fuerza las mandíbulas–. Yo intenté darle todo lo que mi padre fue incapaz de ofrecerle. Alfonso, mi hermana es lo único que me importa en este mundo. Y si le haces daño, te juro por Dios…


–Tendrá derecho a llevar a cabo cualquier forma de venganza que consideres conveniente –aseguró Pedro con sinceridad.


Gonzalo entornó la mirada, como si estuviera tratando de averiguar el juego de Pedro. 


–Lo digo de verdad.


Gonzalo ladeó la cabeza.


–Paula parece muy fuerte e independiente, pero tiene una suavidad que la gente como nosotros puede destruir fácilmente.


Pedro frunció el ceño al escuchar aquella descripción, y al otro hombre no le pasó inadvertido el gesto.


–¿No estás de acuerdo?


–Cuando pienso en Paula no veo suavidad. Veo fuerza. Determinación. Se muestra feroz cuando la desafían, es generosa y de risa rápida. Es una persona única, y un orgullo para el apellido Chaves.


–No creas que me vas a ganar con cumplidos, Alfonso.


–No es mi intención ni mi deseo –aseguró Pedro–. No quiero ofenderte, pero para mí no eres importante. Lo que me importa es Paula. Está claro que quiere que nos llevemos bien, y creo que podemos mostrarnos civilizados.


–No habrá nada civilizado en mí si le rompes el corazón –advirtió Gonzalo.


–Como te he dicho, lo entiendo y lo respeto. No esperaba otra cosa del hermano de mi esposa.


Llamaron a la puerta en aquel momento, interrumpiendo la conversación. Sofía cruzó el umbral.


–La comida estará servida en veinte minutos. Pedro, Paula está en la segunda planta, tercera puerta a la izquierda. Supongo que ya habrán terminado con sus cosas de machos, pero si no es así, ¿Podrían seguir después del postre?


Pedro no pudo evitar sonreír. Miró por última vez a Gonzalo y a Ignacio y fue en busca de Paula. Ella estaba en la habitación que ocupaba siempre cuando visitaba a su hermano, y estaba a punto de dirigirse a las cajas con el material de joyería que había enviado allí cuando se casó con Pedro cuando escuchó que llamaban a la puerta con los nudillos.


–Adelante –dijo girándose.


–Hola –Pedro entró en la habitación con la vista clavada en ella.


Así tuvo tiempo de comprobar si había algún daño físico. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 38

Paula buscó la mano de Pedro de manera inconsciente, y él empezó a caminar hacia delante. Enseguida estuvo frente a Gonzalo, que deslizó la mirada hacia el abultado vientre de ella. Y aunque se dió cuenta de que intentó disimularlo, no pudo evitar que una sonrisa le asomara a los labios. Cualquier palabra que pudiera tener en mente quedó silenciada cuando Gonzalo la estrechó en un abrazo tan poderoso y fuerte que  sintió un poco como si hubiera vuelto a casa. Cuando terminó, en lugar de volver a dejarla donde estaba antes, la colocó a su lado, casi situándose entre Pedro y ella. Su hermano miró a su marido de arriba abajo, y a Paula le sorprendió un poco que Pedro se lo permitiera, teniendo en cuenta el desafío que mostraba la mirada de Gonzalo. Tras un instante, como si Pedro le hubiera permitido a su hermano hasta ahí, sacó la mano y se presentó. Gonzalo tardó unos instantes en estrechársela.


–Vamos –dijo, decidiendo al parecer que él no necesitaba presentarse–. Los demás ya están ahí.


–¿Los demás? –susurró Paula tratando de que Pedro no la escuchara.


–Ignacio y Sofía estaban por la zona –afirmó él con despreocupación.


–¿Has pedido refuerzos? –quiso saber Paula.


–¿Por qué iba a necesitar refuerzos? –replicó su hermano.


A Pedro no se le había pasado por alto la manera en que Gonzalo había apartado a Paula de él. Divide y vencerás era un camino a tomar cuando te presentaban al marido de tu hermana, pensó. No tenía hermanas, pero seguramente actuaría con el mismo espíritu de protección. Tal vez no le gustara, pero no podía por menos que respetarlo. Siguió a Paula y a su hermano por los corredores de terracota hasta que llegaron a una sala de estar grande y muy bonita, decorada con tonos crema y naranja. Se percató al instante de la presencia de otro hombre y otra mujer, que estaban en medio de su propia conversación. Se dió cuenta de que el hombre alto y moreno debía tratarse de Ignacio Tersi y su esposa, la princesa Sofía. Ignacio se giró entonces y le lanzó una mirada tan furiosa que él no pudo evitar sentirse impresionado. Hasta que la princesa miró a Paula y empezó a proferir grititos de alegría, lo que cortó por completo la tensión de la estancia.


–¡Paula, mírate! –exclamó la princesa levantándose a toda prisa para estrechar a Paula entre sus brazos–. ¡Oh, qué maravilla! –dijo apartándose un poco para contemplarle mejor el vientre.


Paula se rió con alegría.


–Pedro –dijo girándose hacia él–. Te presento a la princesa Sofia de Loria de…


–Por favor, nada de títulos aquí. Somos familia –la exquisita mujer rubia se giró hacia Pedro y clavó en él su mirada aguamarina.


Pedro había conocido a más miembros de la nobleza de lo que podía recordar, y sabía cómo comportarse.

 

–Alteza.


Sofía suspiró.


–De acuerdo. Pero a partir de ahora, por favor, llámame Sofía –se giró hacia Paula–. Y ahora, vamos a dejar que los hombres hagan sus cosas y se golpeen el pecho, y cuando hayan terminado, podemos comer.


Y la princesa sacó de la estancia a Paula, que antes de irse dirigió una mirada de preocupación a los tres hombres. Ellos se quedaron mirando un instante cómo salían las dos mujeres y luego volvieron a fijarse unos en otros.


–A ver, Alfonso…


–Tal vez sea un poco tarde para preguntarme por mis intenciones –lo atajó Pedro. 


Sí, respetaba la posición de Gonzalo, pero eso no cambiaba su tendencia de toda una vida a tener el control de las situaciones.


–Bueno, yo iba a preguntarte si querías algo de beber. Pero está bien –respondió Gonzalo encogiéndose de hombros–. Podemos ir directamente al grano. Tu reputación, aunque discreta, es de lo más colorida.


–Y la tuya es de lo más pública, y también un poco obvia, tal vez –le espetó Pedro.


Había hecho sus investigaciones antes de llegar.


–¿Obvia? –repitió Gonzalo como si fuera un ultraje. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 37

 -Después de aquello, Gonzalo se desvivió por estar presente en mi vida. Por ser el padre que nuestro propio padre no era capaz de ser. Cuidó de mí, pagó mi educación, mis viajes, todo lo que pudiera desear. En cierto sentido dejó de ser mi hermano. Y cada regalo, cada penique que me daba… los sentía como manchados. Como si no fueran para mí, sino una manera de vengarse de mi padre. Y por eso yo solo quería ser yo misma, ser independiente, financiarme… No sé. Nunca podría devolverle la inversión económica, pero quería demostrarle a Gonzalo que su inversión había valido la pena. Que yo no era un fracaso.


–¿Es así como te ves?


–¿Embarazada y casada por el bien de mi hijo? –Paula sonrió con tristeza–. Solo quería no necesitarle, no deberle nada para que pudiéramos volver a ser simplemente hermanos.


«Y que de ese modo pudiera quererme porque sí, no por obligación». Pero al mirar a los ojos a su marido, Paula se preguntó si estaba hablando todavía de su hermano. 


–Paula –dijo Pedro tomándole la mano en la suya–. Yo no puedo prometerte que siempre estaré ahí… Pero haré todo lo que esté en mi mano para que no vuelvas a sentirte así nunca más.


Cuando Pedro pronunció aquellas palabras, sintió que calaban profundamente en él. Entendía perfectamente su deseo de independencia, algo que había admirado en ella desde el momento que la conoció.


–Paula, ya sea ropa o un estilo de vida que creas que te estoy ofreciendo pero no es tuyo… No es así. Lo mío es tuyo. Lo dije en serio cuando te dí el «Sí». Pase lo que pase. Eso no te aparta de lo que eres, lo que has conseguido. Me gustaría pensar que puedes verlo solo como un extra más.


Ella dejó escapar un largo suspiro que Pedro no supo muy bien cómo interpretar. Hasta que entornó los ojos y su rostro adquirió una expresión impía que rompió por completo la seriedad de la conversación.


–Ahora mismo tengo hambre. Y no de comida. Así que, esposo mío, ¿Vas a cumplir tu promesa y permitir que disfrute de un festín?


Pedro se negó a reprimir la sonrisa que le asomó a los labios. Se negó a rechazar el calor que le surgió en el pecho. Aquello era algo más que deseo carnal, era algo muy parecido a la felicidad. Y si aquello era lo que significaba vivir con la brida floja, quería más. Quería saber cómo era vivir la vida no entre las sombras de su dolor, sino bajo la luz de Paula.



Cuando Paula salió del coche que los había recogido a Pedro y a ella en el aeródromo privado a las afueras de Viena, se agarró a las palabras que él le había dicho dos noches antes. La promesa de que no era menos a sus ojos por haberse quedado embarazada y casarse con él, y que estaría allí para lo que ella necesitara. Pasara lo que pasara. No era tan ingenua como para esperar que su padre estuviera esa noche allí, ni siquiera sabía si estaba al tanto de que estaba embarazada y casada, y la verdad era que no le importaba. Pero su hermano Gonzalo había hecho mucho por ella, y quería que se sintiera orgulloso. Apretó la suave seda del precioso vestido con el que Pedro la había sorprendido el día anterior mientras el viento revoloteaba a su alrededor.


–¿Estás bien? –le preguntó a Pedro cuando rodeó el coche para ponerse a su lado.


Él parecía confundido.


–¿Por qué no iba a estarlo?


–Gonzalo puede ser un poco sobreprotector.


Pedro se encogió de hombros.


–He firmado acuerdos multimillonarios con los directores generales más duros del mundo. Tu hermano no será un problema.


–Sí tú lo dices…


La puerta se abrió, y allí estaba Gonzalo, en medio de la puerta de arco de medio punto de la fachada de su hacienda. Aquella era una de las propiedades favoritas de Gonzalo, fue de las primeras que compró para asegurar las finanzas de la familia. Estaba situada en medio de diez hectáreas de terreno con magníficos viñedos. 

martes, 23 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 36

 –Lo intentó durante un tiempo. Hizo algún esfuerzo, o al menos eso fue lo que yo pensaba hasta que cumplí dieciséis años –Paula se estremeció. 


Odiaba pensar en aquel día, y menos hablar de ello. Nunca había compartido lo que sintió en aquel momento con nadie. Tenía miedo de dos posibles reacciones: O que le dijeran que lo superara o que la entendieran… Y la comprensión lo empeoraría todo porque eso significaría que la tristeza, la rabia, el dolor… Estaban justificados. Y esa justificación sería sin duda lo peor. Porque significaría que a su padre no le importaba realmente, y que no había esperanza para un futura reconciliación.


–Gonzalo lo planeó todo. Regresaría de Río de Janeiro, donde estaba cerrando su último acuerdo empresarial, y la familia se reuniría. Iríamos a mi restaurante favorito de Siena, justo al lado del palacio. Yo quería parecer mayor, estar guapa… Había cumplido dieciséis años, era prácticamente una mujer y mi familia estaba allí para celebrarlo conmigo. Por una vez yo sería la protagonista. No Valeria, ni mi padre, ni mi madre, sino yo.


El vello de los brazos se le erizó al recordar aquella noche. Casi sonrió al pensar en cómo se había arreglado para la velada. Había olvidado lo emocionada que estaba aquella noche. Cómo se había pasado una hora maquillándose y mirándose al espejo con el vestido que había elegido, combinado con el collar de su madre. Se sentía… Mayor.


–¿Qué ocurrió? –preguntó Pedro con amabilidad, claramente al tanto de que el cuento no tenía un final feliz.


Paula miró hacia el cielo de la noche que descendía sobre el plácido lago.


–Gonzalo había enviado un coche a buscarme. Me llevó al restaurante donde me encontraría con todos. Cuando el chófer abrió la puerta, me sentí como una estrella de cine –Paula se rió–. Todo el mundo miraba a la bella joven que estaba siendo acompañada a la mesa de uno de los restaurantes más elegantes de Siena. Cuando me senté y vi que era la primera, no me importó. Podía superarlo. Aquella noche era una adulta.


Aunque sintió una punzada de miedo, mantuvo una sonrisa empastada en la cara y pidió una copa de champán. Porque enseguida llegaría su familia. Solo se estaban retrasando un poco.


–La gente dejó de mirarme transcurridos unos minutos, pero a medida que pasaba el tiempo y los diez minutos se convertían en veinte y luego en treinta, la curiosidad se apoderó de ellos y empezaron a mirar fijamente otra vez a la chica sentada sola en una mesa para cuatro. Casi una hora más tarde, apareció.


–¿Tu padre? 


–No.


–¿Gonzalo?


–No –repitió Paula sacudiendo la cabeza–. Ignacio Tersi. Me explicó que era un amigo de Gonzalo, que el vuelo de mi hermano se había retrasado por el mal tiempo y que le había pedido a Ignacio que fuera a avisarme. Debió darse cuenta al instante de que mi padre no iba a aparecer, pero no dijo nada. Lo que hizo fue pedirle al camarero lo más caro y exquisito del menú, porque, según anunció en voz alta y con orgullo, «Era el cumpleaños de aquella hermosa mujer».


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar la amabilidad de Ignacio aquella noche. Nunca lo había olvidado.


–Cuando llegué a casa, Ignacio estacionó el coche al lado del de Gonzalo y corrí dentro para verle, feliz de que estuviera allí. Le escuché antes de verle. Estaba hablando por teléfono con nuestro padre.


Había entrado en el despacho de Gonzalo a hurtadillas.


–¿Qué quieres decir con que estás ocupado? Es el cumpleaños de tu hija, por el amor de Dios… Me dan igual tus excusas. Ya es suficiente. Esto no va a volver a pasar, ¿Me oyes? En caso contrario dejaré de pagar tu estilo de vida y el de Valeria. Cortaré lazos. ¿Lo has entendido?


–Mi padre estuvo presente al año siguiente por mi cumpleaños, pero no porque quisiera estar allí, sino porque mi hermano le amenazó con cerrarle el grifo. Después de eso –Paula se encogió de hombros–. No me gustaba mucho celebrar mi cumpleaños.


Porque lo que no podía decirle, lo que apenas se atrevía a confesarse a sí misma, era que a los dieciséis años sintió aquello como un rechazo a su persona, a quién era. Y nunca más quiso volver a colocarse en aquella tesitura. Se hizo el silencio entre ellos, un silencio lleno de dolor y compasión que podía ver en los ojos de Pedro… Y que le dolía casi tanto como los recuerdos de aquella noche.


–Siento que las dos personas más importantes para tí no pudieran estar a tu lado esa noche.


El corazón le latió a Paula con fuerza dentro del pecho, como si se le desgarrara y le sanara al mismo tiempo. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 35

Al instante se vió arrojada de nuevo a las sensaciones que había despertado aquella noche en su cuerpo. El deseo, la pasión…


–Deja de pensar en lo único…


–Mis hormonas tienen mucho que decir al respecto.


–Y te prometo que cuando hayamos terminado con este tema, tus hormonas podrán darse un festín con mi cuerpo hasta que queden saciadas –gruñó Pedro con una oscura promesa en la mirada.


–¿De veras? –preguntó Paula insegura–. Porque tú no has… No hemos… Desde aquella noche.


Pedro suspiró y dejó la cuchara sobre el mostrador, y ella la agarró a toda prisa. Se pasó las manos por el pelo y finalmente se apoyó en un codo con la mandíbula en la palma de la mano, mirándola como si estuviera librando algún tipo de lucha interna.


–Sinceramente, no tenía muy claro que fuera lo que desearas. No quería que sintieras que debido a lo de la otra noche, yo iba a dar automáticamente por hecho que…


–¿Mi marido podía reclamar sus derechos conyugales? –terminó ella con una sonrisa triste.


¿Cuándo se habían vuelto las cosas tan complicadas cuando podían actuar simplemente por el deseo y los sentimientos? Tal vez desde el momento en que se casaron porque esperaban un hijo.


–Pedro, nadie tiene ningún derecho sobre mi cuerpo excepto yo. Pero yo elijo de buena gana compartir mi cuerpo contigo.


–Tu cuerpo sí. Pero, ¿Compartir algo más…?


Paula se mordió el carrillo por dentro y asintió. Pedro quería saber por qué estaba tan nerviosa por ver a Gonzalo. La última vez que vió a su hermano fue en la boda de Sofía e Ignacio. En el corto espacio de tiempo desde la noche de la gala benéfica en Andorra y la boda entre la princesa Sofia e Ignacio, se había dado cuenta de varias cosas respecto a ella, algunas difíciles de aceptar, otras más… Empoderadoras. La decisión de centrarse en sí misma había resultado en cierto sentido maravillosa y liberadora. Hasta que descubrió que estaba embarazada, y la idea de enfrentarse a Gonzalo y a las consecuencias de sus imprudentes actos le habían parecido una traición.


–Mi hermano siempre ha cuidado de mí. Estuvo ahí para mí cuando mi padre claramente no estaba – Paula suspiró al sentir un nudo de emoción en la garganta–. Cuando mi madre murió, mi padre renunció básicamente a todo. Siguió funcionando en automático durante unos años, se casó con Valeria, iba de fracaso empresarial en fracaso empresarial… Pero a medida que yo me hacía mayor me miraba de una forma diferente. No solo me veía a mí, sino también a mi madre. Me daba cuenta de lo doloroso que era para él. No sé quién de los dos empezó primero, pero cada uno a nuestra manera empezó a evitar al otro para calmar el constante dolor que se cernía sobre nosotros cada vez que nos encontrábamos.


Paula se estremeció al recordar su infancia, cuando se escondía en alguna habitación de la casa al saber que llegaba su padre. Gonzalo la encontraba siempre, se la llevaba al jardín e intentaba distraerla.


–Cuando mi padre lo perdió prácticamente todo en una última inversión, yo tenía unos ocho años. Gonzalo apenas dieciocho, y se vió obligado a actuar para evitar que nos declaráramos en bancarrota. Se hizo con las riendas de todo, encontró la manera de salvar lo poco que quedaba de las finanzas familiares. Todo se vendió. Nuestra casa, las fincas, todas las pertenencias, cuadros, antigüedades… Y llegó justo para pagar los millones que se debían por culpa de la negligencia y la estupidez de mi padre. La vergüenza que mi padre hizo descender sobre el apellido Chaves nos obligó a abandonar el país y enfrentarnos al exilio.


Paula había escuchado durante años las amargas peleas, las fuertes acusaciones, las lágrimas y las recriminaciones de Valeria. Y en medio de todo aquello estaba la determinación de su hermano, que estaba decidido a ser el hombre que su padre no podía ser el protector, quien tomaba las decisiones.


–Lo que Gonzalo hizo a los dieciocho años fue algo increíble. Nos llevó a vivir a Italia, encontró un colegio para mí, empezó un negocio hotelero con la única propiedad que nos quedaba en Europa y con eso consiguió que mi padre y Valeria llevaran una vida parecida a lo que estaban acostumbrados. Pero ellos vivían en otro lado, así que estábamos los dos solos. Un chico de dieciocho años cuidando de una niña de ocho.


Y ahora que estaba embarazada, Paula se daba cuenta realmente del sacrificio que había hecho su hermano, a todo lo que había renunciado por ella. Y nunca se había sentido digna de ello, sino más bien una carga.


–Entonces, ¿Tu padre no estaba realmente presente? 

Heridas Del Pasado: Capítulo 34

 –Entonces iremos –se limitó a decir él. 


Y por primera vez, Paula dejó de caminar.


–¿De verdad?


–Sí, Paula. Es tu familia. Es importante.


Dios santo, ¿Creía que era un monstruo que se negaría a visitar a su hermano? Pero en lugar de sentirse aliviada, Paula palideció un poco más y Pedro percibió que estaba pasando algo más.


–Pero no tengo nada que ponerme –murmuró.


Pedro alzó las cejas. ¿Desde cuándo le importaba a Maria la ropa?


–Paula…


–¡Y zapatos! No me entran los zapatos últimamente, porque… Estoy engordando. En lugares que no rodean al niño. Y no –afirmó girándose y señalándole con un dedo–. No te atrevas a decir que esto es debido a las hormonas.


–Yo no…


–Porque sí, hay hormonas. ¡Muchas! –ahora estaba claramente gritando–. Muchísimas. Hacen que quiera tomar helado todo el rato. Seguro que para eso existen las náuseas matinales. Para equilibrar la balanza. ¿Por qué no puedo tener náuseas matinales?


–No querrás…


–Claro que no quiero tener náuseas. No seas ridículo.


Matthieu no sabía si reír o llorar, y le dio la sensación de que a ella le pasaba lo mismo. Pero ahora estaba convencido de que aunque pudiera tener alguna relación con las hormonas, no era lo único. Y si no hacía algo, aquella conversación iba a terminar muy mal. Se acercó a la nevera y sacó del último cajón del congelador lo que estaba buscando. Lo agarró con una mano y buscó una cuchara en el cajón  de los cubiertos. Volvió a la isla que estaba estratégicamente situada entre su volátil esposa y él y levantó al tapa del bote de helado.


–¿Qué estás haciendo? –preguntó Paula.

 

–Comer –Pedro hundió la cuchara en las profundidades del envase, sacó una cantidad considerable y se la llevó a la boca.


–¿Ahora? ¿Te pones a comer ahora? ¿Cuando yo acabo de…? 


–A partir de ahora –la interrumpió él con la boca llena de helado–, comeré lo que tú comas –se la quedó mirando con determinación y observó sus expresivas facciones mientras cambiaba el foco de atención de sus pensamientos al verlo comer cucharada tras cucharada de helado. 


Pedro pensó que se le iba a congelar el cerebro, pero no importaba. Se comería el envase entero si eso la hacía sentirse mejor en aquellos momentos. Esperó hasta estar seguro de que contaba con toda su atención.


–Entonces, ¿Nos vamos a Italia?


–Gonzalo nos ha invitado a cenar en su casa dentro de dos días.


–De acuerdo, anularé todo lo que tenga en la agenda. ¿Estás bien para volar?


–Sí.


–Iremos en el jet –afirmó Pedro llenándose la boca con otra cucharada de helado, aunque era lo último que le apetecía en aquel momento.


–¿No… No te importa? –preguntó Paula vacilante.


Y Pedro odió la idea de que le diera miedo preguntar. Sobre todo cuando se trataba de algo obviamente tan importante para ella.


–En absoluto. Siempre y cuando a tí no te importe decirme qué está pasando realmente aquí –afirmó Pedro sintiendo cómo se le congelaba el estómago con tanto hielo.


Estuvo a punto de echarse a reír al ver cómo Paula clavaba la mirada en la cucharada que estaba a punto de llevarse a la boca.


–¿Quieres un poco?


Ella apretó las mandíbulas, parecía que estaba conteniéndose, hasta que finalmente Pedro vió cómo se rendía. Echó los hombros hacia delante y salvó la distancia que la separaba de la encimera de la isla.


–Sí –respondió ella sin mirarlo a los ojos.


Paula suspiró. Desde el momento en que Pedro había regresado a casa, su mente había hecho todo lo posible por no centrarse en lo único a lo que realmente tenía que plantarle cara.


–¿Desde cuándo te has vuelto tan sabio? –le preguntó a Pedro.


–Seguramente desde que mi mujer dijo: «Necesitas esto. Yo necesito esto. Necesitamos esto». 

Heridas Del Pasado: Capítulo 33

 –Gonzalo, yo…


Su hermano exhaló un profundo suspiro.


–Dijiste que estabas en Suiza visitando a una amiga –la acusó–. Por favor, Paula, solo dime que estás bien.


–Lo estoy –aseguró ella–. De verdad, lo estoy.

 

Durante la siguiente media hora, mintió a su hermano… Algo que nunca antes había hecho, cubriendo con un velo de ficción la manera en que había conocido a Pedro y su boda. Pero daba igual lo que dijera, porque no era suficiente. Gonzalo quería verla, quería conocer a Pedro, y Paula no fue capaz de rechazar la invitación, que más bien era un ultimátum, para asistir a una cena en su finca a las afueras de Siena en dos días. Y de pronto todos los miedos y pensamientos de Maria atravesaron su mente en un bucle interminable. 


Cuando Pedro llegó a la entrada de su casa, no supo si quería dar la vuelta al coche y marcharse de allí o dejarlo en el garaje y correr hacia aquella esposa que no terminaba de entender. Desde la noche de la gala, había sido incapaz de dormir en una cama sin su mujer. Y no podía explicar por qué. Sencillamente, le parecía… Mal. En cuanto se la llevó a su cama, algo cambió en su interior. Algo que suavizó a la bestia rabiosa de un modo que nunca antes había experimentado. No eran sus caricias, ni sus gritos de placer. De hecho, no tenía nada que ver con el increíble grado de pasión que habían compartido. No, era peor… Parecía que su mera presencia le calmaba como nada lo había hecho jamás. Cada noche, cuando ella no podía dormir, le hacía preguntas… Solo para escuchar el sonido de su voz. Se quedaba tumbado de noche viendo cómo su pecho subía y bajaba al respirar. Porque la noche de la gala, con el modo en que Paula había apartado los momentos oscuros para centrarse en los buenos, le había enseñado algoresonaba en la cabeza, haciendo que se preguntara si así sería como le vería su hijo. Quería que fuera así. Atravesó el pasillo, frunciendo el ceño cuando escuchó los pasos de ella, al parecer caminando arriba y abajo. Conocía bien aquel movimiento, y ya estaba frunciendo el ceño cuando dobló la esquina y se la encontró girando sobre los talones y retorciéndose las manos.


–¿Qué pasa?


Ella lo miró, asombrada y con expresión de culpabilidad, y luego retomó los pasos. Se encogió de hombros con un movimiento supuestamente natural que no consiguió su objetivo.


–Oh, bueno… Ya sabes…


–No. No sé. Por eso te he preguntado.


Paula guardó silencio unos instantes mientras seguía andando.


–Es solo que… Mi hermano… Tenemos que ir a Italia. No sé si estoy preparada para esto. Ni siquiera tengo la ropa adecuada, y…


Pedro no pudo evitar soltar una carcajada de alivio al comprobar que no se trataba de nada grave. Trató de entender la relación entre sus pensamientos.


–¿Qué tiene que ver la ropa con Italia y con tu hermano?


–Lo sabe, Pedro. Ha visto una foto nuestra en la gala. Me ha visto embarazada y casada.


–¿No se lo habías contado?


–Yo…


Pedro volvió a fruncir el ceño. No habían hablado mucho de la familia de Paula. Sabía que tenía un hermano, que su padre se había vuelto a casar tras perder a su primera esposa en el parto de su hija. Pero había dado por hecho que se lo habría contado. Tal vez daba demasiadas cosas por hecho en lo que a su esposa se refería.


–¿Qué ha dicho?


–Que quiere que vayamos a verle a Siena. Quiere… Conocerte.


Pedro contuvo ahora el deseo de reírse. Estaba claro que aquello significaba mucho para Paula. Nunca antes la había visto así, tan indecisa. 


jueves, 18 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 32

Paula no sabía qué esperar después de la noche de la gala. Tal vez que su vida volviera a aquel aislamiento que había experimentado después de la boda… Pero no podía estar más equivocada. La primera noche se fue a su dormitorio, pero Pedro entró, la sacó de la cama, la llevó a la suya y se tumbó a su lado. Todo sin decir una palabra. Sucedió lo mismo la segunda noche, y estaba demasiado confundida para querer romper el hechizo que descendió sobre ellos sin preguntas ni palabras. La tercera noche, cuando el bebé se mostró un poco inquieto y ella no podía dormir, Pedro encendió la lamparita de luz suave, se colocó mirándola y le preguntó cuándo había hecho su primera pieza de joyería. La bombardeó con preguntas sobre cada paso hasta que por fin ella se durmió en medio de la explicación sobre cómo soldar unas piezas. Pedro volvió a hacerlo la cuarta y la quinta noche, hasta ella quedó convencida de que sería capaz de hacer un brazalete perfecto sin haber tocado ni una sola vez los materiales y las herramientas necesarias. Sin embargo, él no la había tocado. No había recreado las intimidades de la noche de la gala, y aquello se estaba convirtiendo en una tortura para Paula. Se pasaba los días preguntándose, cuestionándose, dudando… ¿Se habría imaginado la conexión que sintió forjarse la noche de la gala? ¿Había sido únicamente lo que necesitaban en el momento? Pero si aquel era el caso, ¿Por qué la llevaba a su dormitorio Pedro todas y cada una de las noches?


Cada día, cuando Pedro se retiraba a su oficina en Zúrich, Paula caminaba por los bosques que rodeaban el lago y se perdía en la belleza que la envolvía, el crujir de las hojas bajo los pies, el suave calor del verano en retirada… Y cada día se maravillaba de los cambios que experimentaba su cuerpo y el hijo que llevaba dentro.  Pero la ropa que se había comprado hacía apenas un mes había hecho que se diera cuenta de que tenía que volver a ir de compras. Su mente calculó los ahorros con los que contaba, odiaba el hecho de tener que pedirle dinero a su marido o a su hermano. Ninguna de las dos opciones le resultaba agradable. Había pasado mucho tiempo luchando por su independencia, ¿Y ahora? Se sentía completamente atrapada por un hombre que era muy complicado, atormentado por su propio pasado. Aunque decir que estaba atrapada era demasiado simple para describir su vida. Porque tenía libertad, y además, la atención de Pedro. Por la noche habían empezado a hablar menos de joyas y más de sus esperanzas y sueños… Nombre para el bebé, planes de futuro. Todo aquello pintaba una imagen que temía fuera más un hechizo que la realidad, como si un mal giro pudiera hacer que todo se desvaneciera en el aire como un jirón de niebla otoñal. Llegó a una parte del bosque que daba a una impresionante vista del lago Lucerna y dejó escapar un suspiro, perdida en el modo en el que el horizonte se encontraba con el lago transparente como un espejo. La belleza paralela de los dos tonos de azul que estaban tan cercanos que parecían dos mitades de un todo. Algo rompería la armonía que había descubierto en la última semana. Sería ella, Pedro u otra cosa, pero sin duda sucedería. La frágil distensión que se había establecido entre ellos no podía durar. Regresó de su paseo con los músculos deliciosamente doloridos, aunque le molestaba un poco la presión de la cinturilla. Sacó el móvil, decidida a encontrar prendas más amplias por Internet, y entonces vió la pantalla con quince llamadas perdidas de su hermano. Una punzada de miedo le atravesó la mente mientras llamaba y esperaba a que Gonzalo se conectara. Cuando escuchó su voz gruñona respondiendo lo bombardeó con preguntas.


–¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo? ¿Estás bien?


–No sé, hermanita. Dímelo tú.


–¿Qué? –Paula se dejó caer en una silla al lado de la mesa, aliviada al escuchar que no sonaba enfermo. 


–Bueno, llevo un par de meses sin saber de tí… Y de pronto ¡Bum! Apareces en la portada de quince revistas distintas de varios países, embarazada y al parecer… ¿Casada? ¿Y tú me preguntas qué ocurre? Por Dios, Paula…


Paula sabía que había estado evitando pensar en Gonzalo. No podía encontrar las palabras para explicarle lo ocurrido. Y de pronto se dio cuenta de que había enterrado la cabeza en la arena y había tratado de ignorar la realidad. ¿Sería aquello lo que rompería el hechizo entre Pedro y ella? ¿La dura realidad?


Heridas Del Pasado: Capítulo 31

 –Si no hubiera sido por mí, estaría viva. Gonzalo habría tenido una madre y mi padre no hubiera escondido su dolor en la apatía, en una segunda esposa que prefería gastarse su dinero que estar con nosotros y unos acuerdos empresariales que casi nos destruyen –le puso una mano en el brazo–. No me culpo. No puedo. Sé que no es culpa mía, que no hay nada que yo hubiera podido hacer, no era más que un bebé. Pero sé algo sobre las pérdidas, Pedro.


Pedro guardó silencio un instante antes de hablar.


–Me alegra que tengas este collar contigo. Lo único que me queda a mí… –hizo una pausa al sentir aquella punzada familiar–. Lo único que tengo que perteneció a mis padres es el regalo que mi madre le hizo a mi padre la noche que murieron. Era su duodécimo aniversario de boda, y le había dado el regalo justo antes de acostarme a mí.


La respiración de Pedro se hizo más jadeante al recodar lo que había pasado después, pero hizo un esfuerzo por volver al presente.


–Está quemado, casi derretido y muy dañado por el fuego.


Paula frunció el ceño.


–¿Dónde está?


–En la cómoda de al lado de mi cama –respondió él encogiéndose de hombros.


Pedro la miró y vió lo que se había temido desde el momento en que la vió. En cierto sentido había sabido incluso entonces que Paula sería capaz de desenterrar su dolor, su tristeza… Entenderlas, incluso. Que ella sería quien derribara los muros que le rodeaban el corazón. Muros en los que él se había apoyado durante los últimos veinte años. Muros sin los que no sabría vivir. Porque eso significaría abrirse, sentir su vulnerabilidad y el mismo tipo de sensación de pérdida que estuvo a punto de destruirlo una vez. Paula lo besó entonces con compasión, como si entendiera su dolor. Y cobarde como era, él se perdió en aquellos besos, alimentando deliberadamente el fuego, despertando la pasión entre ellos.


–Pedro… –sus palabras se convirtieron en un grito cuando él la sacó en brazos de la ducha.


Los gritos de Paula se convirtieron en risas cuando la dejó en el suelo y la secó con la toalla más suave y esponjosa que había tocado en su vida. 


–Paula Alfonso, esto no es cosa de risa. Me tomo mis deberes muy en serio.


Aunque era una broma, ella no pudo evitar que se le cortara la risa.


–Lo sé –aseguró. Y no pudo evitar la vena de tristeza que acentuó sus palabras.


Sabía que era por cómo era Pedro, por lo que le había pasado, porque así era el hombre en el que se había convertido. Pero quizá… No por ella. Apartó de sí aquellos pensamientos y le acarició la mandíbula. Aquel hombre que le había ofrecido su compasión y su comprensión ante su propia pérdida, cuando parecía querer ocultarse de la suya. Le gustó la sensación de la firmeza de sus líneas y la suave barba corta que llevaba. El corazón le latió con fuerza cuando él le depositó un beso en la palma de la mano, luego en la muñeca y después en la cara interior del antebrazo. Sin duda no estaba bien desear tanto a alguien inmediatamente después de… A ella se le hizo un cortocircuito en el cerebro cuando le trazó con el pulgar la curva de un seno. Su cuerpo estaba extremadamente sensible desde el embarazo. Cuando le deslizó el pulgar por el pezón ya tirante, contuvo el gemido de placer que surgió en su interior.


–Cama. Ahora –exigió preguntándose desde cuándo se había vuelto tan empoderada.


–Como tú quieras –respondió Pedro levantándola del suelo y llevándola a la cama. La depositó suavemente sobre el colchón y se sentó a su lado.


Paula recordaría aquella noche durante el resto de su vida. Su acto amoroso fue exactamente eso, amoroso, dando y recibiendo un placer casi indescriptible mientras alcanzaban las cimas de un éxtasis imposible. Ninguno de los dos se contuvo por las dudas, ni por el temor a lo que pudiera suceder. Ambos se perdieron en una felicidad pura, sin adulterar e interminable. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 30

Paula se arqueó ante su contacto, como si deseara más desesperadamente y no pudiera seguir negándolo. Pedro la giró lentamente entre sus brazos, mirando los oscuros orbes marrones que lo observaban con intensidad. Se quedó mirando cómo ella se deslizaba la tela del vestido por los hombros, fascinado, hasta que por fin quedó delante de él vestida únicamente con las braguitas. Unos riachuelos de agua le atravesaban la suave piel que tanto anhelaba recorrer con la lengua. Ella le tomó las manos y se las pasó delicadamente alrededor de su propio vientre, y a él se le hicieron añicos los pensamientos entre la firmeza de las formas en cierto modo extrañas bajo sus palmas y el hecho de que su hijo estuviera dentro de ella, protegido por Paula, querido por ambos. Ella sonrió como si estuviera pensando lo mismo.


–Rodeado por los dos –susurró por encima del ruido del agua que los rodeaba.


¿Estaba mal desear cosas tan carnales de su esposa cuando estaba embarazada de su hijo?, se preguntó. Desde Malena, Pedro siempre había sentido que la intimidad tenía que ser carente de emociones, sin expectativas de esperanza o de traición, deseos que simplemente se satisfacían o se negaban, sin juicios ni presión. Pero ¿Esto? Aquella sensación de unión con su esposa amenazaba con acabar con él. Porque de pronto los deseos y las necesidades de él no importaban, solo importaba ella, lo que deseaba y lo que él podía darle. Cuando se metió en la ducha, lo único que quería era borrar la noche, hundirse en una satisfacción sensual que lo dejara sin pensamientos no deseos. Pero ahora lo único que le importaba era darle todo el placer posible, satisfacer todos sus deseos y anhelos. Deslizó un dedo por el lateral de las braguitas, bajándoselas lentamente por las caderas y los muslos hasta llegar al suelo. Le sostuvo el cuello con una mano, acercándola para besarla mientras se hundía con la otra mano entre sus piernas, arrancándole un gemido de los labios que hizo suyo aspirando profundamente su aliento. Quería todos sus gemidos, sus gritos de placer.


Paula se apretó casi al instante contra su mano, temblando con un deseo que iba parejo al suyo. Pedro sintió el temblor recorriéndole la piel bajo la capa de agua que caía sobre ellos. Maldijo entre dientes, ella estaba tan cerca del orgasmo que temía que precipitara el suyo. Apretó la dura erección contra la suave y firme curva del abdomen de Paula una y otra vez mientras sus gemidos se hacían más urgentes y cargados de deseo. Pedro se puso de rodillas, sosteniéndole la espalda con las manos, en una sensación más exquisita de lo que nunca pudo haber imaginado.  Siguió el trazo de su pulgar a lo largo del clítoris con la lengua y se estremeció bajo su gemido contenido de placer que soltó. La llevó una y otra vez hacia el clímax porque quería, necesitaba que ella estuviera tan perdida en la pasión como él. A medida que fueron acrecentándose sus gemidos también lo hizo el deseo de Pedro, pero se mantuvo en su sitio porque yo no se trataba de él y su deseo, sino de ella. Alcanzó el clímax entre sus manos, y sintió que nunca había experimentado nada tan magnífico ni tan bello en su vida. Paula estaba temblando y no le importaba. Se agarró a los hombros de Pedro como si fuera la única manera de mantenerse en pie. Había acudido a él para satisfacer las necesidades de Pedro y él solo se había dedicado a ella, pero no fue capaz de encontrar en su interior arrepentimiento, así que se centró en el placer que le recorría todo el cuerpo. Había llegado a pensar que se lo había imaginado, o que había agrandado el recuerdo de las alturas a las que le había llevado  aquella noche hacía casi cinco meses atrás. Pero ahora se daba cuenta de que no era así. Cada caricia, cada beso resonaba a través de su cuerpo como un canción, una melodía que le resultaba familiar y al mismo tiempo desconocida, nueva y maravillosa. Dejó caer la cabeza hacia atrás mientras el agua cálida le caía en cascada por el cuerpo. Se incorporó y la tomó en brazos.


–Pareces una sirena –dijo con un brillo en los ojos que acentuaba su color esmeralda.


–¿Una sirena redonda y embarazada?


–Estás preciosa.


–Adulador –bromeó Paula dándole una palmadita en el hombro.


–Para nada –afirmó él con voz grave sosteniendo con un dedo el collar de plata que le colgaba entre los senos desnudos–. Me gusta este colgante.


–Es lo único que conservo de mi madre –respondió Paula–. Murió al darme a luz a mí.


Pedro dejó escapar un suspiro y cerró los ojos.


–Lo siento mucho.


Ella sonrió como si quisiera restarle importancia al asunto. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 29

Abrió la puerta de su habitación, la que nunca había visto. Por un instante se sintió transportada a la noche que habían pasado en Andorra. Su habitación era igual de grande, lo bastante para contener el apartamento entero que Paula compartía con Ezequiel y Fernanda en Camberwell. Y era muy bonita. La cama sobresalía, como si estuviera flotando unos centímetros por encima del suelo. El cabecero estaba hecho en roble y ofrecía calidez a la pared lateral con inmensos ventanales que daban a la impresionante vista del lago Lucerna. Paula pensó que debía ser increíble por la mañana. En una esquina del dormitorio había un corredor que debía llevar al cuarto de baño, porque escuchaba el agua de la ducha.  Se quitó los zapatos y se dirigió a la ducha. Cuando dobló la esquina, la visión que obtuvo la dejó sin aliento. Tras el cristal de la enorme mampara de la ducha estaba Pedro con la cabeza inclinada bajo los poderosos chorros de agua, los brazos estirados contra la pared como si estuviera conteniendo las emociones de aquella noche. Durante un instante se permitió mirar cómo el agua caía en cascada por la impresionante anchura de sus hombros, deslizándose por sus músculos. Sus dedos sintieron el deseo de seguir el trazado de aquel camino por su piel, bajar por las piernas y pantorrillas. Nunca se había sentido tan hipnotizada por un hombre. Su ingenuo enamoramiento hacia Ignacio no había sido ni por asomo tan poderoso. Sin pensar en lo que hacía, puso la mano en el picaporte de la puerta de la ducha y la abrió. Captó su reflejo en el espejo interior, y vió que la única reacción de Pedro fue levantar una ceja, nada más. Ni siquiera giró la cabeza. Solo le dirigió una mirada interrogante que apenas reconocía su presencia. Pero se negaba a ser ignorada. No quería serlo ni en aquel momento ni nunca más. Se agarró la falda del vestido, atravesó el umbral de la ducha completamente vestida y se colocó bajo su poderoso brazo, mirándolo de frente. Pedro echó la cabeza hacia atrás incapaz por fin de escapar de ella.


–¿Qué estás haciendo? –preguntó.


Pero mantuvo los brazos donde los tenía, apoyados contra el muro, encajándola, como si estuviera poniéndose a sí mismo a prueba. El agua le empapó el vestido, haciéndolo tremendamente pesado, pero no le importó. Se quitó las horquillas que le mantenían el cabello sujeto y lo dejó caer por los hombros y la espalda. Pero lo único que quería, en lo único en que podía pensar, era en sentir las manos de Pedro en la piel, saborearlo con la boca y acariciarlo. Alzó las manos y le tomó con ellas la mandíbula, deslizando el pulgar por la barba oscura y suave. Paula lo miró a través de los ríos de agua que caían sobre ambos, ambos respiraban como si hubieran echado una carrera.


–Necesitas esto. Y yo también –dijo antes de rodearle el cuello con los brazos y atraerlo hacia sí para encontrarse con sus labios.


En cuanto sus labios rozaron los suyos, el corazón y la mente de Pedro se consumieron de deseo. Paula era irresistible. Su piel suave y húmeda, los labios carnosos… Lo quería todo. Se apoyó contra el frío cubículo de la ducha y la devoró, hundiendo la lengua y los dientes en ella. Durante un mes había evitado aquello, la había evitado a ella. No porque no la deseara, sino porque la deseaba mucho. La deseaba tan desesperadamente que apenas podía controlarlo. Pero tras aquella noche, tras todas las emociones que habían escapado del lugar donde las tenía bien encerradas, no era lo bastante fuerte para resistirse. Y que lo asparan si no agarraba todo lo que ella tenía que darle.


–¿Y el bebé? –preguntó. Aquella era la última barrera que le impedía dar rienda suelta a su deseo.


–Estará perfectamente –le aseguró besándolo de nuevo.


Pedro se apoyó en la pared y la rodeó para atraerla más hacia sí, apretándose contra ella.


–Todavía llevas el vestido puesto.


–¿Qué vas a hacer al respecto? –inquirió Paula con coquetería.


Pedro sintió el deseo de gruñir y golpearse el pecho como un animal. Quería arrancárselo del cuerpo. Mientras el agua caía en cascada desde arriba, se apartó de la pared y agarró la primera capa de tela del muslo de Paula. El manojo de tela empapado soltó más agua, que le resbaló por el brazo. Él soltó la tela.


–Date la vuelta –le ordenó.


Y tras dirigirle una mirada de absoluta confianza, Paula obedeció, girando la cabeza hacia un lado para dejar al descubierto la larga columna del cuello al agua caliente. El cabello le cayó por un hombro. Entre los hombros tenía la parte superior de la cremallera. Los dedos de Pedro la deslizaron lentamente, muy lentamente, y el peso del agua ayudó a que descendiera más deprisa, dejando al descubierto la longitud de su espina dorsal, la curva bajo las yemas de sus dedos que no podía dejar de recorrer con el pulgar. Ella se estremeció bajo su contacto, y Pedro quiso más. Así que le cubrió con besos la piel de la espalda, devorando cada centímetro que quedaba expuesto ante él. Con un brazo rodeándola y cubriéndole los senos, y con el otro bajándole la cremallera a la base de la columna, sintió como si estuviera sosteniendo la joya más preciosa del mundo entre sus brazos, y que ni era ni sería nunca digno de algo así.

martes, 16 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 28

Cerró los ojos un instante. La punzada de rabia contra Malena nunca había desaparecido del todo. De hecho, la había convertido en una lección que revisitaba cuando se sentía débil.


–En muy corto espacio de tiempo consiguió manejar mis sentimientos como una directora de orquesta. Sentía que estaba enamorado, y habría hecho cualquier cosa por ella. Fue muy clara respecto a lo que quería de mí. Hasta aquel momento nadie me había visto las cicatrices. No practicaba ningún deporte, y llevaba puesta la sudadera del colegio incluso en los días más calurosos del verano.


Pedro se apartó y dirigió la mirada hacia la oscuridad de la noche exterior.


–Tenía una cámara. Yo no lo sabía. Un periodista sin escrúpulos se había acercado a ella y a sus amigos y les había ofrecido una cantidad de dinero obscena a cambio de una foto mía. Pero aquello no fue suficiente para Malena. Consiguió más dinero por un artículo complementario en el que contaba cómo la había seducido para intentar aprovecharme de ella. Cómo me había puesto furioso cuando no hizo lo que yo quería. Una cruel ironía, porque fui yo quien me negué a acostarme con ella, quería que fuéramos despacio. Como si ser rechazada por una bestia como yo le hubiera dado en el ego. Sergio consiguió una orden para que no se publicara el artículo, pero ya era demasiado tarde. El rumor se extendió por el colegio y llegó a la prensa. El daño ya estaba hecho.


Paula estaba temblando. De furia, de sensación de injusticia… Por primera vez ella se sentía como la bestia. Quería destrozar algo, sentía la rabia por lo que había pasado Pedro, porque lo hubieran utilizado de aquella manera después de todo lo que le había tocado vivir.


–Siento de verdad lo que te pasó.


Pedro se encogió de hombros, como si rechazara la compasión que le estaba ofreciendo. Pero Paula no permitiría que la rechazara. Esta vez no. Le dió la vuelta para obligarle a mirarla.


–Pero tienes que saber que yo no te he visto nunca ni te veré como una bestia –hizo una pausa–. Y tienes que saber también que no todas las publicaciones de la prensa van por ahí tampoco.


Pedro gruñó y se dió la vuelta de nuevo, alejándose unos pasos de ella.


–¿Has pensado alguna vez que la razón por la que la prensa está tan interesada en tí no es por las cicatrices ni por tu reputación, ni por la pérdida de tu familia, sino porque sobreviviste? ¿Porque convertiste algo realmente terrible en algo maravilloso, una organización benéfica que ayuda a mucha gente?


Algo parecido a la esperanza brilló en los ojos de Pedro, y eso le dió fuerzas para seguir.


–Tal vez no estén horrorizados, sino asombrados por todo lo que has conseguido.


Pedro frunció el ceño al escuchar aquello, y Paula sintió que estaba intentando reanalizar la imagen que tenía de sí mismo. Pero antes de que pudiera percibir a qué conclusión había llegado, Matthieu se cerró.


–Me voy a la cama.


Y la dejó allí sola en medio del ancho espacio abierto. Paula no podía dejarlo así. No podía permitir que se fuera sin más. Estaba dolido, eso lo podía ver claramente. Durante un instante se limitó a quedarse allí. Quería ir a buscarlo, pero no estaba segura de si tenía el derecho a hacerlo. Pero si no lo hacía, podía ver cómo sería su futuro: Dos personas aisladas y solitarias compartiendo el mismo espacio, el mismo amor por su hijo, pero no juntas. Si le dejaba ir aquella noche, sentía que lo perdería para siempre. Siguió el camino que Pedro había tomado escaleras arriba hacia las habitaciones. A ella le habían asignado la que estaba al otro lado de la casa, lo más alejada posible de él. Pero no retrocedería, no se escondería, no lo abandonaría aquella noche.


Heridas Del Pasado: Capítulo 27

Pedro estaba furioso. Con la prensa, con Paula, consigo mismo. Por primera vez en su vida no podía culpar a alguien más. Él solito había cumplido con su reputación de bestia en el momento en que empujó a ese fotógrafo contra la pared. Eran sus acciones y su pérdida de control lo que había alimentado la obscena atención de los titulares. Antes de la gala, había ajustado el móvil para recibir cualquier publicación de las redes sociales relacionada con él o con Paula. Y el teléfono que ella sostenía entre las manos temblorosas seguía emitiendo sonidos. Porque había perdido el control. Porque el maldito fotógrafo le había pillado con las defensas bajas y él había permitido que saliera toda la rabia y la violencia. Cerró los ojos, pero tenía grabado en la memoria el retrato familiar que su padre había encargado meses antes del incendio. Tenía que reconocer el gran talento artístico de la obra. Porque las horas que debió invertir el autor para crear semejante maravilla habían captado la verdad de su familia. La alegría y el amor que brillaban en sus ojos hacían que cobrara mucho más valor teniendo en cuenta los eventos siguientes. Apenas recordaba cómo ni cuándo se pintó, porque casi nunca permitía que los recuerdos del pasado atravesaran la puerta de acero que había cerrado tras ellos cuando salió del hospital. Porque si no lo hubiera hecho, no tenía muy claro que hubiera sobrevivido. Y ahora que lo había visto, ahora que los recuerdos empezaban a colarse a través del pequeño hueco que se había abierto hacía apenas unas horas, cerró la puerta de la bóveda con fuerza con la esperanza de que no volviera a abrirse.


–Pedro… 


–Te lo advertí. ¡Te dije lo que pasaría, pero de todas formas fuiste! – no le gustaba estar gritando.


–Yo no… Lo siento.


–Tu disculpa no significa nada –le espetó con crueldad–. Necesito que lo entiendas. Que entiendas que así son las cosas para mí. Que esto es lo que significa estar casada conmigo, y así será para nuestro hijo también. Que siempre habrá periodistas acosándonos, siguiendo cada uno de nuestros movimientos. Siempre ha sido así desde…


Pedro se estremeció y ella le puso la mano en el brazo para intentar que se girara a mirarla. Él tuvo que hacer un esfuerzo para no quitársela. Porque necesitaba que lo entendiera.


–Tras el funeral, me perdí la mayor parte del furor de la prensa. Sergio y la dirección del hospital consiguieron mantenerla alejada de mí entonces. Así que no estaba preparado para lo que sucedió. Pero necesito que tú sí lo estés.


–¿Qué ocurrió, Pedro?


Pedro dejó escapar un suspiro.


–¿Sabes cuándo fue la primera vez que me llamaron bestia? Una cosa eran las cicatrices, pero tenía diecisiete años cuando acuñaron esa expresión –se giró entonces, porque necesitaba que Paula lo viera.


Ella lo miraba atentamente, tan menuda, tan perfecta y frágil.


–Sergio quería que yo llevara una vida normal –comenzó a decir–. A los diecisiete años ya me encontraba lo bastante bien como para ir al colegio, pero fue difícil. Para aquel entonces me había pasado seis años entre adultos, enfermeras, médicos y profesores particulares. Tenía muy poca experiencia con gente de mi edad. Así que me encerré en mí mismo. Mantuve la cabeza gacha y estudié. Me esforcé mucho y me fue bien. En cuanto a las cicatrices… Resultó que despertaron una gran curiosidad entre los alumnos. Cuando una de las chicas más guapas del colegio me pidió que la ayudara con los deberes, yo…


Pedro dejó escapar un suspiro al recordar lo ingenuo que fue de joven.


–Cuando me dí cuenta de que estaba coqueteando conmigo, estaba asombrado, ansioso… Desesperado, diría yo. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 26

Y de pronto, Paula se enfadó. Se enfadó porque no era capaz de mirarla, y mucho menos de hablar con ella. A medida que se acercaban a la casa, más furiosa se ponía. Sentía como si estuviera regresando a la prisión. Una prisión en la que su marido apenas toleraba su presencia. Hubo momentos en su infancia en los que se sentía extremadamente sola, cuando su padre, su madrastra y su hermano discutían de dinero tras las puertas cerradas, «Cosas de mayores» en las que no le dejaban participar. En las que tomaban decisiones sobre su futuro y el futuro de Paula, en las que ella no tenía nada que decir. Se prometió entonces que nunca volvería a verse en aquella posición. Y la única vez que había elegido algo para ella, la única vez que había seguido su instinto, las consecuencias la habían llevado de nuevo detrás de otras puertas cerradas, bajo el control de su marido. Pedro del salón. Pero esta vez, cuando él se giró hacia su despacho, la puerta que ella nunca atravesaba, ella decidió que no podía seguir soportándolo. Sabía que estaba furioso, pero ella no quería vivir en el silencio, no seguiría evitando aquello ni un minuto más.


–Pregúntame por qué he ido a la gala de esta noche –exclamó en voz alta.


Pedro se detuvo con la mano en el picaporte. Paula se dió cuenta de que estaba sopesando si entrar en aquella estancia y encerrarse allí o girarse y atender a su demanda. Finalmente se dió la vuelta y clavó la mirada en la de su esposa.


–¿Por qué fuiste esta noche a la gala, Paula?


Su tono era mecánico a propósito, y eso la enfadó todavía más. Le resultaba muy frustrante no poder llegar a él, no poder atravesar las barreras que Pedro había levantado entre ellos.


–Fui porque la señora Alfonso estaba invitada a la gala, y quería verla. 


Pedro frunció el ceño.


–Eso no tiene ningún sentido.


Paula resistió el deseo de dar un pisotón fuerte.


–Fui porque no sabía quién soy como tu esposa. ¿Paula Chaves? Sí, de hecho estaba empezando a conocerla antes de que pasara esto. Ella estaba empezando a encontrar su libertad. A tomar sus propias decisiones –aseguró, desesperada por explicarse, por llegar a él, por conectar–. Pero ¿Paula Alfonso? Es nueva para mí. Fui a la gala porque quería conocerla, ver si era distinta, más segura de sí misma… Más poderosa, incluso. Y tal vez, solo tal vez, ir a la gala que celebraba la organización benéfica de mi esposo me ayudara a entender un poco más quién es él, aunque no estuviera. ¡A entender por qué es tan obtuso!


No había sido su intención gritar, pero así terminó su pequeño discurso. Gritándole. No recordaba haber gritado nunca a nadie antes en toda su vida. Durante un instante, tuvo la sensación de que sus palabras no tenían ningún efecto. Ninguno en absoluto. Parecía como si Pedro estuviera hecho de hormigón. El móvil le volvió a sonar unas cuantas veces, rompiendo el silencio entre ellos.


–Bueno, pues está claro que ya lo has visto. Y la prensa también – gruñó Pedro girándose hacia ella–. ¿No te has parado a pensar que lo de esta noche era lo que llevo casi diez años queriendo evitar? Intenté advertirte respecto a la prensa, que son unos buitres que harían cualquier cosa para tener un destello de «La bestia» y de la persona inocente que ahora está unida a él.


A Paula se le rompió el corazón al escuchar sus palabras. ¿De verdad era así como los veía?


–En cuanto pusiste un pie en la alfombra roja, el mundo entero supo que estás casada conmigo y esperando un hijo mío.


–Tengo que reconocer que no había pensado demasiado en ello.


–No podemos permitirnos el lujo de no pensar las cosas demasiado. Ahora no.


–Pedro, la prensa iba a terminar enterándose de todas formas – murmuró Paula.


–Cuando nosotros lo consideráramos. ¡No en un momento que pudiera impactar a la organización benéfica! 


Volvió a sonar su móvil.


–Oh, por el amor de Dios, ¿Qué le pasa a tu teléfono? –inquirió Paula.


–¿De verdad no lo sabes? –contestó él con incredulidad–. Mira –dijo pasándoselo–. Echa un vistazo. 


Paula agarró el móvil y fue pasando página tras página de titulares de las redes sociales sobre «La bestia» mostrando su auténtica naturaleza, la bestia que se había casado con una inocente. Algunos cuestionaban incluso si ella estaba a salvo con él. Los dedos le temblaron. Sí, había algunos comentarios positivos respecto a cómo Pedro Alfonso había encontrado por fin la felicidad, y sobre el rotundo éxito de la gala benéfica, la alegría de contar con un heredero de la dinastía Alfonso. Pero Paula detuvo el dedo en la última imagen. La imagen de Pedro detrás suyo, ella con la mano en la boca por el impacto y con lágrimas en los ojos mientras ambos miraban el retrato de él con sus padres. Y la violación de aquel momento la destrozó por completo, porque en sus intentos de encontrarse a sí misma, había llevado al lobo directamente a la puerta de Pedro. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 25

Durante un instante no se atrevió a darse la vuelta, no se atrevió a mirarlo. Pedro estaba detrás de ella, y lo sentía a pesar de la distancia que los separaba. El impacto, el dolor, la rabia… Paula lo absorbió todo como una esponja. Unos instantes después se escuchó el sonido mecánico de un flash seguido de un destello cegador. Paula se encogió. Sus ojos tardaron unos segundos en ajustarse cuando se giró hacia el fotógrafo, que estaba solo a unos metros. En cuestión de segundos la sala se llenó de flashes, y Pedro pasó por delante de ella para empujar al hombre contra la pared. Los guardias de seguridad corrieron a separarlos. Se apartó del guardia. Detrás de él, el fotógrafo le gritaba algo a su marido, y sin decir una palabra más, se giró sobre los talones y salió de la sala. Paula corrió tras él, siguiendo el sonido de sus rápidos pasos. Pasó por delante de Leticia, que tenía una expresión de agobio, y siguió a Pedro mientras salía del edificio a través de una discreta puerta y se dirigía a los jardines del museo.


En cuestión de minutos llegaron al pequeño helicóptero. Mientras el piloto encendía a toda prisa el motor, Pedro sostuvo la puerta para que ella entrara. Todo su cuerpo reflejaba tensión. Paula subió al helicóptero y se colocó al fondo para dejarle sitio a Pedro. Pero en lugar de sentarse a su lado, cerró la puerta y se sentó al lado del piloto. Ella podría haberse movido al centro, pero no lo hizo. Se quedó en la esquina más lejana, agarrándose al extremo del asiento mientras el helicóptero se elevaba del suelo para surcar el cielo de la noche. Todo a su alrededor era oscuro: El ambiente, la luz, el paisaje que había debajo, la manta de culpabilidad que la envolvía… Aquella era la primera vez que había visto un destello de la amplitud del dolor de su marido. Paula no había conocido a su madre. Murió al darle a luz a ella. Su dolor era como un fantasma, más ausente que real. Sí, había sentido pérdida, rabia y frustración, pero de un modo algo desapegado, como si en realidad no supiera lo que se estaba perdiendo. Pero para Pedro era distinto. Muy distinto. El helicóptero aterrizó en el helipuerto que había en la parte trasera de la propiedad de Pedro en Lucerna, arrancando a Paula de sus pensamientos. La puerta de atrás se abrió y la forma imponente de él envuelta en sombras la ayudó a salir. Mientras ella lo seguía a través de la oscuridad, con el ruido del motor del helicóptero detrás, escuchó la campanita de aviso del móvil de Pedro. Una vez. Dos. Una breve pausa, y luego otra vez. Y otra. Pero él lo ignoró, del mismo modo que la estaba ignorando a ella.

jueves, 11 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 24

Paula lo miró sonriente y le tomó la mano, deslizando los dedos en los suyos, y se maravilló ante la descarga de electricidad y felicidad que la atravesó cuando se la apretó suavemente. Aquel gesto decía mucho más que sus breves y cuidadosamente elegidas palabras. Pedro miró a su alrededor con la mano de ella en la suya. Tras aquella primera gala hacía casi diez años atrás, en la que la prensa había hablado de su apellido como si fuera una maldición, había prometido no volver. Pero al hacerlo, ¿No se había apartado de lo que la organización benéfica había conseguido? Ver a los cientos de personas que había allí y que habían recibido su ayuda… Estaba a punto de girarse hacia Paula cuando Leticia apareció a su lado.


–Todavía queda algo de tiempo antes de la cena, y el señor Keant pensó que a lo mejor les gustaría disfrutar de una visita privada por la exposición que el museo ha preparado para la gala.


–¿Podemos? –preguntó Paula esperanzada.


Los ojos le brillaban con tanta emoción que no fue capaz de decirle que no.


–Adelante –dijo haciendo un gesto a Leticia para que los guiara.


Se dirigieron hacia los corredores escasamente iluminados hacia una serie de salas.


–Si tienen alguna duda respecto al artista, por favor no duden en preguntar –dijo Leticia antes de desabrochar el cordón rojo de la entrada a la primera sala.


Pedro y Paula entraron. Las paredes blancas dieron paso a las increíbles salpicaduras de color de las enormes pinturas que colgaban estratégicamente de la pared, guiando al espectador a través del espacio no cronológicamente ni en base a una temática, sino más bien por las formas y los colores. Paula caminó entre las pinturas, acercándose a los lienzos como si tratara de averiguar qué se escondía detrás de ellas. Mientras  observaba las pinturas, Pedro parecía incapaz de no observarla a ella. Su reacción, la manera de disfrutar, cómo arrugaba ligeramente la nariz cuando se encontraba con algo que no le gustaba, la manera en que los ojos se le iluminaban cuando descubría alguna obra maestra que nunca pensó que vería en persona. Se sentía maravillado no solo por la belleza de Paula, sino también por su propia capacidad para mantenerse alejado de ella durante aquellas últimas semanas. Se movieron de sala en sala con Leticia un poco más alejada de ella, ofreciéndoles una falsa sensación de intimidad, pero Pedro apenas apartó un segundo los ojos de Paula. Por eso tardó unos instantes en verlo por sí mismo. El cuadro. El que nunca había visto hasta ahora.


Paula estaba abrumada por la belleza de todo aquello. Habían llegado a la última sala de la pequeña pero exquisita exposición, y aunque había un enorme Hockney que ocupaba casi toda una pared, no pudo evitar sentirse atraída por un lienzo mucho más pequeño que representaba a una pareja y un niño, unos frente a otros y riéndose juntos. No era el típico retrato formal, este era uno que te hacía sonreír. Frunció un poco el ceño al mirar al padre, había algo en él que le llamaba la atención, y dirigió la mirada hacia la pequeña placa blanca para ver el nombre del arista y de la familia. Sintió como si le hubieran arrojado encima un cubo de agua, y no pudo evitar contener un gemido. Se llevó la mano a la boca mientras dirigía la mirada de nuevo hacia los detalles de la imagen del padre y la madre de Pedro… Y del niño que una vez fue. Una oleada de tristeza se apoderó de ella mientras se maravillaba ante el modo en que el artista había conseguido captar el amor que brillaba en los ojos del padre de Pedro al mirar a su mujer y a su hijo. La madre solo tenía ojos para el pequeño Pedro, pero había puesto la mano en el brazo del padre, como si su conexión fuera y sería siempre inviolable. Pero lo que más le impactó fue la alegría. La alegría de tenerse unos a otros… Una alegría que sería arrancada de cuajo menos de un año después. 

Heridas Del Pasado: Capítulo 23

Paula había sentido la presencia de Pedro de una forma casi física mientras hablaba con la pareja. Había encontrado un gran alivio en su conversación fresca y fácil en comparación con la charla banal de las celebridades que habían asistido a la gala. Sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos y experimentó un hormigueo en la parte posterior de su cuello. Cuando finalmente lo vio avanzando con determinación hacia ella entre la gente, se quedó sin aliento. Llevaba un esmoquin color azul oscuro cuya tela se le ajustaba a los hombros imposiblemente anchos. El cabello oscuro y la barba acentuaban la firmeza de su mirada, que pareció ablandarse un instante al ver a la joven familia. El niño, Joaquín, se había visto atrapado en un accidente de coche que rápidamente se convirtió en una amenaza para su vida cuando el depósito de gasolina explotó y empezó a arder. El director de la organización le había soltado un flujo imparable de palabras a su marido, al parecer no se había dado cuenta de que estaba en un estado de ánimo algo oscuro. Pero Pedro no apartó los ojos de ella ni una vez. Lo sintió casi como algo físico, una caricia. Una promesa de algo que no podía identificar.


–Me gustan tus pulseras –dijo el niño acercándose a la muñeca de Paula para agitarlas y hacerlas sonar. 


–Gracias, Joaquín –respondió Paula, incapaz de disimular el tono de orgullo de su voz–. Las he hecho yo.


–¿Haces joyas? –preguntó el pequeño.


Paula pensó en las cajas que había enviado a Italia. Al principio no sabía muy bien cómo incorporar su pasado a este nuevo presente, su matrimonio. Pero a lo largo de las últimas semanas había esbozado en un cuaderno algunas ideas. La belleza natural de las estructuras del bosque, el lago, los árboles y las hojas, la superficie prístina del lago…


–Así es –afirmó con decisión, consciente de que aquello formaba parte de ella, tanto como el bebé que crecía en su interior.


–¿Y tú qué quieres hacer cuando seas mayor? –preguntó Pedro con un tono de voz que Paula no creía haberle escuchado nunca.


Joaquín la miró y dirigió una mirada de reojo a sus padres, como para preguntarles si estaba bien hablar con un desconocido. Al recibir sonrisas de apoyo, respondió:


–Voy a ser bombero –aseguró con orgullo y decisión.


–Qué trabajo tan emocionante –dijo Pedro–. Y tan importante.


–Ya lo sé –respondió el niño señalando sus cicatrices con la naturalidad propia de los niños.


Pedro se agachó y se colocó a su altura.


–Yo también tengo –susurró a modo de confidencia tirando del cuello de la camisa como una vez hizo con ella.


Paula sintió que se le erizaba la piel mientras escuchaba cómo su marido y aquel pequeño comparaban sus cicatrices y competían sobre sus tratamientos, viendo por primera vez cómo sería con su hijo. El vínculo que anhelaba que se formara entre ellos.


–¿Seguro que no quieres ser médico cuando seas mayor, en lugar de bombero? –preguntó Pedro.


–Me gusta más el camión de bomberos.


El grupo se rió, pero su risa quedó interrumpida en seco por el discurso de bienvenida a la gala. Benjamín habló con gran claridad y presentó las inspiradoras historias de algunos de los presentes antes de darle las gracias finalmente al propio Pedro. Paula se estremeció al sentir cientos de ojos en ella y en el poderoso hombre que tenía a su lado, que se las arregló para disimular la incomodidad que sin duda debía estar sintiendo mientras aceptaba con elegancia el reconocimiento y el agradecimiento del director. Cuando cesaron los aplausos y Joaquín y su familia desaparecieron entre la gente, se giró finalmente hacia su marido.


–¿Te arrepientes de haber venido esta noche? –le preguntó.


Pedro se tomó su tiempo antes de responder.


–Todavía no, pero la noche acaba de empezar –aseguró con tono irónico.