jueves, 30 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 32

El hombre la rodeó con sus brazos, poniéndola sobre su cuerpo y besándola desesperadamente. «Cielos, es el primer beso que me dan en la vida…» pensó Pau. Acto seguido, abandonó sus pensamientos y se dejó llevar por las sensaciones…


Pedro reposaba tranquilamente, escuchando la rítmica respiración de Paula, cuidándola como si se tratase de un bebé. Sus miembros descansaban relajadamente y sus cabellos se le metían en la boca de modo inapropiado. Se sentía extraño. Con ella en sus brazos, todas las sofisticadas mujeres que habían pasado por su vida no tenían nada que hacer. Se emocionó de nuevo al borde de las lágrimas, pensando que había estado a punto de perderla para siempre… La apretó más en un abrazo interminable, despertándola.


—¿Pedro…? —murmuró medio dormida. 


Acto seguido, rodeó con sus brazos el cuello del hombre y lo atrajo hacia sí con más intensidad. Él se dejó hacer deseándola de nuevo, con la perspectiva de volver a vibrar tiernamente a su lado.


Paula se despertó con la luz que se filtraba a través de las cortinas. Podía oír el rumor del agua del manantial. Mientras se desperezaba acariciando a Pedro, fue comprendiendo lo que significaban esos ruidos. En vez de disfrutar de los últimos momentos íntimos, deberían haberse levantado mucho antes para ocuparse del ganado. La tarea de anoche quedó interrumpida a causa de su accidente…


—¡Eso es!


—¿Qué ocurre, Pau?


—Ya tenemos electricidad. La bomba del agua funciona y el tanque se está llenando solo. ¡Se acabaron los cubos de agua!


Por lo tanto, el hombre ya no tenía excusas para quedarse más tiempo en la granja… Pedro la atrajo hacia sí y a continuación se puso sobre ella. Los labios masculinos se unieron tiernamente a los de Paula en un beso interminable. La joven sabía que él iba a partir hacia Londres, por lo que su entrega fue total. Le dió todo lo que podía tener en su pequeño cuerpo de mujer. En esos momentos, él le pidió más que anoche. Su pasión mostró cierta desesperación, hasta el punto de que, cuando acabaron de hacer el amor, él se vistió y bajó a la cocina. Jemima oyó cómo sacaba a los perros y cómo salía al patio para observar el funcionamiento de la bomba de agua. Tras el encuentro amoroso, la joven no se sintió usada, sino más bien abandonada. Se vistió rápidamente, pensando en el baño que iba a darse al finalizar las tareas matinales. Cuando descendía hacia el piso de abajo, entró Pedro.


—Todo está en orden. He apagado las luces del patio —dijo el joven.


—Muchas gracias, Pedro.


—¿Te apetece una taza de té?


—Sí, ya he puesto agua a calentar.


¡Qué conversación más ridícula! Después de haber compartido momentos tan intensos, ahora se comportaban como si estuvieran de visita.


—Pedro…


—Paula…


Ambos rieron por haber hablado al mismo tiempo.


—Tú primero —le ofreció la palabra el hombre.


—Quería agradecerte todo lo que has hecho por mí —dijo Paula con una sonrisa en los labios—. No sólo por haberme salvado la vida, sino por hacerme entrar en calor y todo lo demás… Por cuidarme, mimarme… y por hacerme el amor.


Pedro extendió los brazos y Paula lo abrazó desesperadamente. Sabía que esta vez, el joven se marcharía de verdad.


—Me voy, Pau. Tengo que volver a Londres.


La joven asintió y Pedro empezó a reunir sus cosas, mientras que la granjera le servía una taza de té. El hombre se lo bebió apresuradamente.


—Te vas a abrasar —le advirtió Paula, sin encontrar respuesta.


Pedro puso su equipaje en la parte trasera del coche. Parecía como si fuese a marcharse sin despedirse. Pero, en el último momento, la tomó en sus brazos y le dijo: 


—Detesto las despedidas. Cuídate y aléjate del río. Estaré en contacto contigo.


Dió media vuelta y se metió en el coche que se alejó por la carretera, soltando una nubécula de vapor.


Paula se puso a trabajar. Comprobó que las cañerías estaban en perfecto estado, ordeñó a las vacas, dió de comer a los perros y los sacó a pasear, tomó un baño reparador e intentó ir al pueblo a hacer la compra. Pero el maldito coche no arrancaba. La joven no pudo más y se puso a llorar. 

Refugio: Capítulo 31

 —Voy a llamar a una ambulancia.


—No, déjalo… Abrázame, Pedro.


El joven dudó, pero finalmente accedió a desnudarse para pegarse al cuerpo de la mujer. Ambos se abrazaron sobre el edredón tendido en el suelo, pegados a la estufa. Paula estaba fría como el hielo. Tenía la carne dura y Pedro podía sentir los escalofríos de su pequeño cuerpo. La granjera murmuró unas palabras y se juntó un poco más a la figura de él que intentó envolverla. Al cabo de mucho rato, Paula se pudo relajar, aunque de vez en cuando notaba todavía algún escalofrío. Pedro tomó uno de los almohadones de los asientos y lo puso bajo la cabeza de ella, para que estuviera más cómoda.


—No te vayas, Pedro —susurró la joven.


—No me voy a ir, no te preocupes.


La granjera soltó un suspiro de alivio y se pegó un poco más a él. El joven estaba asustado: Podía haberla perdido para siempre y todo en cuestión de segundos… De repente, sus dedos se pusieron rígidos de miedo.


—Pedro, ¿qué te ocurre?


—Nada, estoy bien. ¿Y tú?


—Mmm… Tengo sueño.


—Pues duerme tranquila, yo estaré a tu lado.


Paula respiraba lentamente y sus músculos estaban sueltos. Pronto cayó en un profundo sueño reparador. Sam se relajó a su vez y acabó durmiéndose… Se despertó muerta de calor. Había algo sofocante que le recorría desde el cuello hasta las puntas de los pies. También había algo blando y caliente junto a su pecho. ¡Era Pedro que estaba dándole todo su calor vital! La joven fue consciente de que le había salvado la vida, la idea de la muerte le produjo un escalofrío. Trató de soltarse de los brazos del hombre, que no cejaba en su intento de darle calor y le despertó.


—¿Dónde vas, Paula?


—Quiero ver a los perros: Necesitan salir.


—Yo lo sacaré, no te preocupes.


La joven posó su mano en la de Pedro, que la sujetó posesivamente por el torso.


—Gracias, Pedro, me has salvado la vida.


—La culpa es mía. Si hubiese terminado mi tarea antes, el ruido del motor no me habría impedido oír tu voz.


—No digas tonterías. ¡Pero si te ibas ya a Londres! He tenido la suerte de que estuvieras aquí…


Ambos se quedaron pensando en lo que habría pasado si el hombre se hubiera marchado directamente hacia la capital.


—Estoy bien, no te tortures, Pedro.


Él la tomó en sus brazos y puso su cabeza en el hueco del hombro de Paula. Estuvieron unos instantes unidos en el abrazo.


—Los perros… ¡Se nos habían olvidado!


—Está bien —dijo Pedro, levantándose de la cama improvisada y poniéndose la ropa húmeda.


Tras su paseo, los perros entraron en la cocina y saludaron efusivamente a su ama. Paula, que estaba envuelta en el edredón todavía, se tomó una taza del té que había preparado Pedro y observó en silencio cómo el joven había hecho revivir el fuego de la estufa con más leña. Al cabo de un rato, visó que él seguía torturándose y culpándose por el grave accidente.


—Pedro, vayamos a la cama —propuso la joven.


El hombre permaneció en silencio. La granjera pensó que a lo mejor no le apetecía hacer el amor con ella… 


—Paula, toma la lámpara —sugirió Pedro, mientras que emprendía la subida al dormitorio con la joven en brazos.


Pedro dejó suavemente a la joven a un lado de la cama y puso la lámpara en una esquina de la habitación. El gato intentó colarse, pero el hombre le echó rápidamente al descansillo de la escalera. Paula observaba el cuerpo atlético de él mientras se iba desnudando. Los músculos refulgían a la tenue luz de la lámpara. Primero se quitó el jersey, luego los téjanos haciendo un breve ruido con la cremallera que hizo vibrar a la joven. Se acercó a Paula, sintiéndose en cierto modo vulnerable. La joven, al contrario, tenía muy claro que lo deseaba y que quería hacer el amor con él. Dejando el edredón a un lado, Jemima se puso de pie y se unió a él. Ambos se besaron con pasión y pegaron sus cuerpos al unísono. La joven quería acariciar la potente espalda del hombre, pero de pronto, se acordó de que en una ocasión, Pedro le había dicho que tenía manos de obrero. Eso la bloqueó por completo.


—¿Qué te pasa, Pau?


—Quisiera tocarte —contestó la joven.


—Pues hazlo.


—Me da vergüenza porque mis manos son rudas y están llenas de heridas.


—Oh… Por favor, amor mío, tócame… —susurró Pedro consciente de que la necesitaba más que nunca.


Paula dejó libres las manos y los dedos y le acarició la espalda, los hombros y las costillas. Se dió cuenta de que el hombre la seguía, devolviendo cada caricia con otra, como si se tratara de una danza. Le puso las palmas de las manos en sus pezones erectos y notó a continuación las manos de Pedro tomando sus senos con deleitación.


—Pedro… —murmuró Paula.


—Oh, te necesito Pau —dijo el hombre con los músculos en tensión y la respiración acelerada.


La joven colocó el edredón sobre la cama y se tumbó, invitándole a que la hiciera suya.


—Ven, Pedro, yo también te necesito. 

Refugio: Capítulo 30

A Paula le habría gustado que el estilo de vida de Pedro y el suyo no fuesen tan distintos. Siempre podría volver a la ciudad y dejar lo que intentaba sacar adelante por pura cabezonería y lealtad hacia su tío Tomás. La verdad era que nunca hubiera imaginado que acabaría teniendo ese tipo de vida… El motor de la ordeñadora hacía, de vez en cuando, unos ruidos sospechosos. Puso el aparato succionador en la ubre de la última vaca que le quedaba y se dirigió hacia donde estaba Pedro.


—¿Estás terminando ya? —dijo el joven sonriendo, a pesar del esfuerzo que estaba haciendo.


—Estoy con la última vaca. Por cierto, Pedro, tu motor hace un ruido raro… ¿Le podrías echar un vistazo cuando puedas?


—Voy. Tendrás que terminar tú con el agua de los terneros…


Estaba anocheciendo y la nieve se iba deshaciendo cada vez más deprisa, con un rumor muy especial. Se acercó a la corriente con los dos cubos, pero, de pronto, apareció un zorro que se quería colar en el gallinero.


—¡Fuera de ahí, bicho. Deja a mis gallinas en paz! —gritó la granjera con todas sus fuerzas.


El animal desapareció en la noche, ahuyentado por los aspavientos de Paula. «Pobre criatura, estará hambrienta» observó la joven. Pero luego pensó que aquello no era una excusa para zamparse a sus gallinas. No estaba muy concentrada en lo que hacía. De pronto, cuando iba a llenar el segundo cubo, el suelo cedió bajo sus pies y se cayó a la corriente del manantial.


—¡Pedro! —gritó Paula a voz en grito, notando el frío helador de las aguas en sus piernas. Se aferró al borde del manantial como una auténtica lapa.


La joven siguió gritando, pero con el agua a tan baja temperatura perdió las fuerzas y la voz. Se la iba tragar la corriente.


—¿Pau? 


Pedro paró el motor y agudizó el oído, pero no percibió ningún sonido especial. Sin embargo, estaba seguro de haberla oído…


—¿Pau? —siguió llamándola por el patio. 


Se acercó a la casa y no había luz en la cocina. Los perros estaban ladrando como locos… ¡Qué raro! Se dirigió al establo de los terneros y tampoco la encontró. Fue a ver al manantial y pudo comprobar que los cubos se encontraban al borde de la corriente. Pedro llamó a la joven de nuevo y prestó atención por si reconocía su voz. ¿Qué había sido eso? Más que un grito había percibido un gemido procedente de…


—¡Cielos!— exclamó Pedro, corriendo de nuevo hacia el manantial.


Allí la encontró aferrada al peldaño que servía de escalera para acceder al regato del agua. En efecto, Paula estaba morada de frío y tan rígida que al joven le costó desprenderla del escalón de madera. Estaba tendida horizontalmente en la corriente y parecía ondear como si fuera una planta acuática. Pedro tuvo miedo y se arrodilló para sacarla.


—¡Ya te tengo! —gritó sujetándola por el cuello y sacándola del agua helada.


Paula se pegó al cuerpo de Pedro, empapándole la ropa, lo que casi le produce un shock hipotérmico.


—Pedro, ¿Estás bien?


—Pero Paula, ¿Me quieres decir qué estabas haciendo ahí dentro? Has estado a punto de morirte.


—Me caí —murmuró la granjera, sin que apenas se la oyera.


Se estremeció débilmente y comenzó a congelarse.


—Te voy a hacer entrar en calor —dijo Pedro tomándola en brazos y tambaleándose ligeramente.


Se la llevó a la cocina sentándola junto al fuego y encerró a los perros en el pequeño salón. El hombre se quitó el abrigo y se subió las mangas de la camisa para poder quitarle la ropa empapada con más facilidad. Paula estaba de color morado. Tomó una toalla que se encontraba cerca de la estufa y la envolvió con ella, pero como la joven no paraba de temblar convulsivamente, subió a la planta de arriba para bajar su edredón y más toallas. No tenía muy claro qué pasos dar para luchar contra la hipotermia. Sin embargo, su sentido común le ordenó hacerla entrar en calor poco a poco, hasta que recuperara la temperatura ideal. Lo primero que iba a hacer era secarla, friccionándola con ropa seca. Pero ella seguía de color morado y tenía la cara completamente blanca. 

Refugio: Capítulo 29

 —Cuál es el premio para el que te han nominado?


—¿Cómo sabes que estoy nominado? —preguntó Pedro, notando cierto incomodo.


Paula se paró y lo observó, comprendiendo lo humano que era, mostrándose modesto a pesar de su talento.


—Luisa me lo comentó en alguna ocasión. Está muy orgullosa de tí. 


Como Pedro no arrancaba, la joven le volvió a interrogar.


—Entonces…


—Se trata de un premio de diseño. De momento estoy entre los finalistas, pero no lo tengo tan fácil como ella piensa.


Como se dirigían de vuelta a la granja de Paula, llamaron a los perros que acudieron rápidamente.


—¿Qué es lo que has diseñado? Debe ser muy bueno para que te hayan nominado.


Pedro dió una patada a un trozo de nieve esparciéndola por el camino.


—El proyecto consiste en rehabilitar una vieja fábrica que ha estado abandonada durante años, para crear un foro cívico. Su enclave en la orilla sur del Támesis es inmejorable. En el nuevo complejo pondrán oficinas municipales, un teatro, talleres de artesanía, un salón de actos, un albergue, un restaurante, una sala de exposiciones y cosas por el estilo…


—¿Lo has diseñado todo tú solo? —preguntó Paula con curiosidad.


—Por supuesto que no, lo he hecho en colaboración con otros colegas. Mi trabajo consistía, entre otras cosas, en supervisar el proyecto.


—¡Oh, qué interesante! —dijo la joven, impresionada.


—Lo bueno era que no tenía que desplazarme todos los días para ir a trabajar; me compré uno de los apartamentos que habíamos construido. Así, mi disponibilidad era absoluta.


—¿El sitio es bonito? —dijo la joven, considerando Pedro Sam se había portado de maravilla a

yudándola en la granja. 


—No tanto como esto… Pero está bien —respondió el hombre sonriendo—. Mi departamento está muy bien. Es un ático abuhardillado. En verano es muy agradable, aunque en invierno no se está tan bien.


—Me imagino que hará frío si los techos son altos.


—Los son. Pero yo he puesto un sistema de calefacción especial para contrarrestarlo. Los departamentos se vendieron como rosquillas. Como está al borde del Támesis, las vistas son divinas y te puedes pasar horas mirando el tráfico de los barcos.


—Me encantaría conocerlo.


—Te invito a que lo veas, Paula.


—Me resultaría imposible: No puedo dejar a los animales solos —dijo amargamente la granjera.


—Entonces, te mandaría unas cuantas fotos.


—Gracias —respondió la joven, consciente de que caminaban al mismo ritmo. Por fin divisaron su granja.


A Paula le habría encantado que la electricidad no funcionase nunca más para que Pedro no se marchase de su lado. El estilo de vida de Pedro era el de todo un profesional, muy ocupado y con poder. Eso la intimidaba enormemente. Cuando entraron en la casa, la joven trató de ver su propio hogar con los ojos de él. Había humedad por todas partes, los marcos de las ventanas estaban podridos, etc. Nada que ver con su exquisito y moderno apartamento londinense. A continuación, dieron la comida a los perros y dejaron a un lado sus prendas de ropa sucia. Había que comenzar a ordeñar a las vacas y llenar los bebederos con cubos de agua. Mientras hacía su tarea, se paró a pensar en el mundo de Pedro. En cierto modo, era parecido al que ella misma había abandonado. Ella había tenido opción a una carrera profesional, con éxito y dinero. Sin embargo, había acabado harta de matrimonios rotos, de amargura y despecho… Se preguntaba qué pensaría Sam de su pequeña granja. Seguramente, la vería muy provinciana… Puso en marcha el sistema de ordeño mecánico, obteniendo de sus vacas una leche cuyos costosos excedentes irían a parar al montón de estiércol. Sin la electricidad, cada día que pasaba iba perdiendo más y más dinero. La joven se puso a pensar en su saldo bancario deficitario, en la avería de su coche y en la incapacidad de hacer funcionar el tractor… 

martes, 28 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 28

Pedro estuvo trabajando como una fiera, haciendo mil veces el recorrido desde el regato de agua hasta los establos, cubo va cubo viene. Luego se dedicó a limpiar los cobertizos y a amontonar los excrementos de los anímales. 


—¿Dónde pongo todo esto? —preguntó el joven, acercándose a Sandy, mientras que Paula terminaba de darle un masaje a la vaca en la ubre—. El contenedor está hasta arriba.


En ese momento, Sandy levantó su rabo y un chorro de líquido verdoso manchó a Pedro en el pecho.


—¡Cielos! Me ha puesto perdido… Estoy manchado hasta dentro de la camisa.


Paula intentó por todos los medios no reírse, pero fue imposible. Soltó una sonora carcajada mientras que Pedro lanzaba improperios a todo trapo. Finalmente, el joven se calmó y ella se secó las lágrimas.


—Más vale que te cambies de ropa —dijo la granjera ahogando aún su risa.


—Ésta era mi última camiseta limpia… Y no pienso usar la ropa de trabajo. Hasta que no termine con todas las faenas no me cambiaré.


—Como quieras.


Paula consideró un poco más al hombre, que volvió rápidamente a la labor.


—¿Dónde pongo la paja sucia?


—En aquel montón de allí. Cuando está fermentado, lo vendo como estiércol.


—La verdad es que ya debe estar preparado porque huele horriblemente —dijo Pedro, dándose cuenta de que la mancha de su pecho se había convertido en un emplasto duro.


—Siento no haber podido avisarte a tiempo, pero Sandy fue tan súbita… —se disculpó la joven con una sonrisa.


—Comprendo, no te preocupes. Y se puso a amontonar los excrementos como un loco.


¿Qué era mejor, vestirse y marcharse, o morir de frustración en la ciudad? Sam estaba de mal humor. Aparte del hedor que propagaba su camisa, el vello del pecho se había quedado duro. Cada vez que movía los brazos le tiraba como si se estuviese depilando. Se acordó de la depilación a la cera que padecían miles de mujeres y algunos nadadores… 


—Por favor, Sam, ¿me puedes bajar el tarro que está en la repisa del establo? El otro ungüento se me ha terminado ya.


—Ay… —dijo el pobre joven dando un pequeño grito. No quería mirar a Paula para no verla reír.


—¿Qué te ocurre, Pedro?


—El vello de mi pecho se ha quedado duro y, cuando estiro los brazos, me tira y me duele.


El hombre no vió la risa de la granjera, pero pudo oírla perfectamente…


—Dame entonces, el frasco que te pedí —pidió la joven.


—¡Sádica. Quieres hacerme sufrir!


Y siguió cabizbajo con la limpieza. La granjera se unió a él cuando terminó de cuidar a las vacas. Ambos finalizaron con el estiércol y se dirigieron a la cocina. Entonces, Paula le ordenó a Pedro que se quitara la camisa.


—Te voy a lavar con agua para que se te despegue la ropa del pecho.


—¿Y si la calientas un poco? —preguntó el hombre sensatamente.


Poco a poco, Paula le fue separando la tela de algodón de su vello, hasta que Pedro pudo quitársela.


—Dame. Te lavaré la camisa —le ofreció la joven.


—Necesito una ducha —dijo Pedro secamente.


—¿Qué te parece si vamos a visitar a tus abuelos?


—Me parece una estupenda idea. Tú también estás deseando tomar un baño, ¿Verdad?


—Por supuesto. Podemos ir a comer. La sopa de tu abuela es realmente deliciosa. Por otra parte, será mejor que te limpie un poco más a conciencia antes de partir.


—Creo que tengo que vigilar con detenimiento la evolución de tus manos. Están tan ásperas como las de un obrero de la construcción…


—¿Te importan de verdad?


—Por supuesto —dijo Pedro mientras observaba que la irónica mirada de Jemima se transformaba en una caricia muy sugerente. 


Estaban a punto de besarse cuando alguien llamó a la puerta.  «Si es Agustín, lo mataré» pensó furiosamente el arquitecto. Paula hizo callar a los perros y abrió la puerta.


—Hola, Agustín. Estábamos hablando de tí precisamente. ¿Cómo estás? —preguntó la joven educadamente.


A Pedro le sentó mal el tono de Paula. Pero, al fin y al cabo, estaba herido y, después de todo, había sido un buen vecino para ella. No quería ser maleducado con él, pero también quiso mostrarle cuál era su territorio… Se colocó detrás de Paula con las manos sobre sus hombros y saludó calurosamente:


—Hola, Agustín. Siento lo de tu accidente. ¿Cómo te encuentras?


Owen se sorprendió al verlo con el pecho desnudo. Articuló unas palabras incomprensibles, dio media vuelta y se marchó.


—Perdón, no quería molestar… Adiós.


—Espera, no molestas en absoluto. ¿Te apetece una taza de té?


—No, gracias… Veo que están ocupados. Sólo quería saber cómo estabas, pero ya veo que muy bien.


—Pero si sólo se estaba cambiando…


—Gracias por lo de anoche, Paula. Llámame si necesitas algo.


Pedro se sintió culpable de haberle hecho salir a toda prisa. Tenía que haberlo dejado claro antes de que la granjera le reprochase su conducta. Pero no podía negar que ella era su chica. Había estado a punto de besarla… Y esta noche sería él el que la acompañaría a casa. 

Refugio: Capítulo 27

 —Pues me las tendré que arreglar, teniendo en cuenta que tú vuelves a la ciudad. Además, la avería no tardará en solucionarse puesto que ya es lunes.


—Pero ¿Y si tardan otros tres días más?


La joven elevó los hombros desesperadamente y Pedro salió disparado en dirección a la salida.


—Pedro, espera. ¿Qué te ocurre? —preguntó Paula, poniéndose el abrigo y las botas a toda prisa, para seguirle.


—Eres tonta, testaruda y no tienes dos dedos de frente —le reprochó el hombre.


Paula, con las manos en las caderas, replicó:


—Muchas gracias. Ya veo que no estás bien y me alegro de perderte de vista. No has hecho más que criticarlo todo…


Pedro abrió el coche y sacó su equipaje y dió un portazo para cerrarlo. Cuando pasó de nuevo a su lado, le puso su dedo índice en los labios.


—Te voy a ayudar.


Abrió la puerta de la casa y subió las escaleras a toda prisa.


—Quizá no necesite tu ayuda —dijo Paula, siguiéndole a su dormitorio—. Es posible que sea autosuficiente. ¡Mandón, autocrático! ¡Como se ve que vienes de la capital!


A continuación se hizo el silencio. Al cabo de unos segundos se había quitado el traje y se había puesto ropa cómoda. Sentado en el último peldaño de la escalera, le dijo a Paula suavemente.


—Realmente, ¿Quieres que me vaya?


—No, claro que no —contestó Paula con voz temblorosa.


—Pues entonces, prepara el té y estaré abajo en unos instantes.


La joven no pudo evitar quedarse mirando a Pedro. Aunque a primera vista le hubiera parecido un hombre blandengue, ahora, medio desnudo, tenía un cuerpo atlético con las piernas más largas del mundo, matizadas por una fina capa de vello. Al contemplarlo, Paula se sintió enfermar de deseo. Bajó rápidamente a la cocina y se puso a comer un bol de cereales con leche. El joven bajó unos instantes más tarde. Se había puesto unosvaqueros y una camiseta de rugby. La granjera se dispuso a servir el té para evitar pensar en su cuerpo masculino.


—Toma, Pedro —le extendió la taza y, sin saber por qué, se sintió pequeña, torpe y sin atractivo alguno.


El hombre la estrechó bajo su hombro y la oyó defenderse, diciendo que, sin duda, habría podido arreglárselas sola.


—Ya sé que te podrías haber enfrentado tú sola a la tarea. Pero, quizá, lo que yo quiero en el fondo es dejar mi trabajo y escapar de ese tipo de vida.


—¿En serio? —preguntó Paula, atusándose el pelo.


—No te preocupes por mis problemas, los resolveré solo —contestó Pedro con mirada de chico travieso y un ligero tono de amargura.


La joven sonrió y él le dió una palmadita en el hombro. A Paula le encantó el cálido tacto de su piel. Pedro tomó su taza y se bebió el té, echando a Daisy para sentarse en la silla donde estaba dormitando la perra. Estiró sus largas piernas y, con un suspiro, preguntó por Agustín.


—Entonces, dices que se ha roto un brazo…


La granjera creyó ver una sonrisa afectada en sus labios.


—Pues sí, lo que puede ser catastrófico para su familia. Tendrá que estar sin moverse durante unas semanas y su padre no puede hacer frente a la situación, porque es bastante mayor. No obstante, pareces alegrarte…


—Puede que esté contento de tener una excusa para pasar más tiempo contigo.


Su sinceridad dejó muda a Paula.


—¿Por qué quieres estar conmigo?


—Porque me gustas, pequeña cosa.


—¡Oh! —dijo Paula, poniéndose colorada y escondiéndose tras su taza de té. Se sentía pletórica y lo dejó entrever con su sonrisa triunfante. 


Refugio: Capítulo 26

 —Todavía no lo sabemos, pero está hablando. Sus padres están allí; probablemente le gustará unirse a ellos.


Paula vió que la madre de Agustín estaba llorando preocupada, aunque su hijo la estaba consolando.


—No me pasa nada, madre. Lo único que me duele es este brazo — indicó el hombre mientras los bomberos intentaban rescatarlo del tractor abollado.


Cuando vió a Paula, Agustín sonrió valientemente y le rogó que se ocupara de su madre.


—No voy a separarme de mi hijo —decía la Señora Stockdale con firmeza—. Ya sé que no puedo hacer nada, pero no me quiero mover de aquí.


Su marido observaba sin palabras cómo los bomberos enderezaban el tractor, lo que tardó en producirse varios minutos. El médico ya había llegado y, en cuanto Agustín estuvo de pie, le diagnosticaron una rotura de brazo. Se lo llevaron en una ambulancia junto a su madre mientras que el padre les seguía en su coche. Un bombero le preguntó a la granjera qué podían hacer con el tractor.


—Si funciona todavía, lo puedo estacionar en el patio.


—¿Tiene usted carnet de conducir? —le preguntó el hombre, mirándola con desconfianza.


Paula lo ignoró y se subió al vehículo maltrecho. El motor arrancó a la primera pero luego, la conductora tuvo dificultad para estacionarlo al lado del establo. Dejó las llaves en el buzón de correos de los Stockdales. No es que desconfiara de nadie, pero nunca se sabe… Volvió a casa cuando era ya medianoche. Fue consciente de repente de que iba a volver a necesitar ayuda para transportar el agua.  Si no se restablecía el fluido eléctrico, tendría que cargar con los cubos de agua ella sola.


—Hola.


Paula levantó la vista. Estaba ordeñando a Betsy con el motor de Pedro. Era él, que venía vestido con traje y corbata, y tenía un aspecto realmente atractivo. La granjera fue consciente de la pinta que debía tener ella, con el cabello desordenado y las manos agrietadas y tan sucias como sus mejillas. La joven se levantó y fue hacia él, que permanecía en la puerta del establo iluminado por la débil luz del amanecer.


—Hola. ¿Te has vestido para ir a la oficina?


—Sí, efectivamente. Vuelvo a la ciudad. Venía a despedirme de tí…


La joven tenía que haberle dicho adiós y seguir con su tarea. No tenía tiempo que perder…


—¿Nos tomamos una taza de té? —sugirió él.


—Si tienes tiempo… —le sonrió Paula.


Cuando entraron en la cocina, los perros les hicieron auténticas fiestas. Sobre todo a Pedro. Verdaderamente, se trataba de una persona especial. De pronto, sonó el teléfono y Paula habló con la Señora Stockdale. Su hijo, que ya estaba en casa, tenía un brazo roto y se lo habían escayolado. Le dió las gracias por haberse ocupado del tractor.


—Dele recuerdos de mi parte y dígale que se reponga pronto. Adiós —dijo la granjera deseando que sus palabras de amistad no fuesen malinterpretadas por Agustín.


Paula volvió a la cocina y le comentó a Pedro:


—Era la madre de Agustín para decir que ya ha salido del hospital.


—¿Del hospital?


—Sí. Resulta que su tractor se salió del camino y volcó. Se ha roto un brazo.


—¿Quién va a ocuparse del agua? Paula, sabes que tú sola no puedes con todo. 

Refugio: Capítulo 25

Paula lo echaba de menos. Era ridículo, después de haber vivido completamente sola durante todo un año en la granja y sin necesitar a nadie a su lado. Pero el caso era que echaba de menos su risa, su compañía… incluso su irritante silbido. Lo echó de menos cuando Agustín vino a ayudarla con su tanque de agua y comenzó a hostigarla de nuevo con la compra de las vacas. No es que hiciera nada malo, pero su maciza presencia ya suponía de por sí una amenaza.


—¿Se ha ido Pedro? —preguntó a la granjera.


—Sí. Se ha ido con su familia —respondió Paula, molesta por la sonrisa mal disimulada del granjero.


—No lo necesitábamos para nada —dijo Agustín posesivamente.


—Pues yo sí lo he necesitado, y mucho —apostilló suavemente la joven—. Me ayudó enormemente con el agua del manantial.


—Sabes muy bien que yo podía haberte ayudado. Tú sabes perfectamente que yo haría cualquier cosa por tí, Paula.


La joven lo miró a los ojos y se acordó del nombre con que le había bautizado Pedro: Agustín el Buey. En efecto, su vecino se parecía enormemente a un buey: Era pesado, leal y completamente insensible.


—Gracias, Agustín. Es estupendo contar contigo como vecino…


—Soy algo más que un vecino —profirió el hombre rudo.


—Bueno, entonces, somos amigos. Como te digo, agradezco mucho tu ayuda —y la joven se dispuso a seguir con sus tareas—. Todavía tengo que dar de comer al ganado y recoger los huevos del gallinero.


—Si quieres, te ayudo.


—Oh, gracias Agustín. Ya has hecho demasiado por mí. Creo que puedo hacerlo yo sola.


El granjero se fue no especialmente contento. Paula pudo oír el motor de su tractor mientras ella se disponía a retomar su faena.  Estaba comenzando el deshielo y el tiempo se había suavizado notablemente en las últimas cuarenta y ocho horas. Paula se sintió aliviada al comprobar que la nieve se iba deshaciendo lentamente y que el rumor del manantial crecía alegremente. Cuando dejó a las gallinas, salió a pasear con los perros. De pronto, se dirigió hacia la casa de Alfredo, Luisa y Pedro. Se quedó quieta, culpándose por dejar marchar al joven arquitecto. Realmente, lo echaba de menos. Sin embargo, se dirigió hacia su casa recordando lo bien que lo habían pasado la noche anterior todos juntos. «Silencio. No debería pensar en esas cosas…» se decía. Acabó volviendo con los perros a la granja. Una vez en la cocina, la granjera echó nuevamente de menos a Sam. Le recordaba sentado en el asiento del tío Tomás que ahora estaba vacío. Notaba cómo le faltaba su presencia por toda la casa. Para distraerse, dió de comer a los perros. Cocinó unos huevos revueltos que estaban bastante malos. No tenían nada que ver con los que le había preparado el nieto de sus vecinos… «Esto es ridículo, deja en paz a Sam de una vez» se autocensuró la granjera. Pero esto resultaba sumamente difícil para ella. Subió al piso de arriba para deshacer la cama del joven y lavar las sábanas en cuanto pudiera utilizar la lavadora. Tuvo que hacer esfuerzos para no oler la ropa de cama que conservaba su aroma varonil. La joven pensó que era necesario espabilarse para no quedarse encerrada en su casa. Al fin y al cabo, ¡sólo convivía con sus animales! Siempre tendría a Agustín… Volvió a la cocina y puso agua a calentar. Encendió la radio, pero apenas quedaban pilas y no se oían más que ruidos molestos. Por lo tanto, se resignó a escuchar únicamente los ronquidos de Daisy. De pronto se oyó una sirena y la luz intermitente de un coche de bomberos llenó de curiosidad a la granjera. ¿Qué habría pasado? La sirena dejó de sonar y Paula se enfundó el abrigo y se puso sus botas. Cuando salió, vió que los bomberos se habían parado en la granja de los Stockdales. No parecía que hubiera fuego. De repente, descubrió que el tractor de Agustín estaba boca abajo en la entrada de la granja y se oían voces gritando.


—¿Agustín?


—¿Puedo ayudarla, señorita? —le preguntó un hombre que se acercó a ella apresuradamente.


—¿Hay algún herido?


—El hijo del granjero… ¿Quién es usted?


—Soy una vecina… ¿Está herido? 

jueves, 23 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 24

Se despertó con el ruido del tractor. Agustín estaba manipulando un enorme tanque de fibra de vidrio y metal, rellenando el bebedero de los animales. Pedro se preguntaba cuántos cubos serían necesarios para colmar el contenedor… Bueno, pues ahora ya era libre. Iría a reunirse con sus abuelos a reflexionar sobre el futuro, asunto por el cual había organizado esa escapada al campo. Descorrió las cortinas, se vistió y bajó a la cocina. La estufa necesitaba más madera. La rellenó con leños y puso agua a calentar. Desde luego, Agustín conseguía sacar de él lo peor de su carácter, como esos celos tan infantiles… Cuando estuvo preparado el té, le llevó una taza a Paula.


—No tenías por qué haberte levantado tan pronto —dijo la joven, sonriendo.


—Me despertó el ruido del tractor. De todas maneras, suelo madrugar a diario: A las siete ya estoy en danza.


—Eres arquitecto y trabajas en Londres, ¿No?


—Sí, pero no tengo muy claro lo que voy a hacer con mi futuro.


—¿Por qué?


—No quiero pasarme la vida haciendo lo mismo. Además, estoy muy presionado en el trabajo. No estoy seguro de querer plantearme la vida profesional en esos términos.


—Te entiendo.


—¿Esta vida produce estrés?


—No lo sé. Me estaba refiriendo a lo que hacía anteriormente. Soy abogada y estuve trabajando en un despacho hasta que el tío Tomás se puso enfermo y tuve que venir a cuidarlo. Cuando murió, me dejó la granja como herencia. De momento, estoy aquí replanteándome mi vida. Es posible que le venda las vacas a Agustín y que me instale aquí. Iría a trabajar como abogada a Dorchester. En cualquier caso, no volvería a Londres.


—¿Por qué abandonaste tu carrera para venir a cuidar a tu tío?


Pedro no podía comprender cómo, teniendo un brillante futuro, Paula había terminado en la granja, viviendo con lo mínimo indispensable. 


—¡Oh!… Llevaba casos de derecho matrimonialista. Ya sabes separaciones de parejas que pugnan por la pensión más alta, por la custodia de los hijos, etc.. Muchos matrimonios no tenían auténticos motivos de separación, lo que ocurría era que se habían casado siendo muy jóvenes y no tenían un vínculo conyugal sólido. No deberían haberse casado.


—Puede que tengas razón —asintió Pedro, sin estar completamente de acuerdo con su punto de vista.


El arquitecto se sentó sobre un cubo boca abajo y se dedicó a mirar hacia el establo. De repente, una vaca montó a otra.


—¿Eso es un buey? —preguntó Pedro, con curiosidad.


—No. Eso quiere decir que está preparada.


—¿Para qué?


—Oh, tengo que llamar al veterinario para que la insemine artificialmente. Y sabes, le introducen semen congelado con una varita…


—Sí, sí. Comprendo.


—Lo llamé antes del fin de semana, pero con este tiempo le habrá resultado imposible llegar hasta aquí. Según Agustín, las carreteras están ya despejadas, o sea, que lo llamaré para que venga mañana.


Le devolvió la taza vacía y le agradeció que le hubiera arreglado el motor de la ordeñadora.


—¡A trabajar! —dijo Paula, haciéndole reflexionar sobre cómo una persona tan pequeña podía trabajar tan duramente—. Me queda hacer la limpieza, pero como no se puede sacar a las vacas por la nieve, me costará más de lo habitual.


—¿Te ayudo? —se oyó decir el joven a sí mismo.


—Estás encantado con la tarea, ¿No es así? Pues venga, a limpiar —rió Paula, lanzando una gran risotada.


Cuando ya se pusieron serios, ambos se quedaron mirándose a los ojos. Ella sonrió y esa sonrisa llegó directamente al corazón de Pedro.


—Gracias por todo —murmuró Paula. 


Entonces, el hombre fue consciente de que habría hecho cualquier cosa por ella.



Pedro estaba trabajando como una fiera. Paula ordeñó a las vacas y tiró la leche obtenida, lamentándose por la onerosa pérdida. Hasta que volviese a funcionar la electricidad, no podría hacer nada más. Mientras tanto el joven no paraba, rellenando de heno fresco los comederos, arreglando cosas, silbando de aquí para allá. La granjera se daba cuenta de estaba disfrutando con el trabajo. Se preguntaba cómo es que no se había casado antes. Desde luego, Pedro tenía muy buena pinta y, aparte de un pequeño problema con los celos, sería un marido estupendo. No para ella, por supuesto. Estaba demasiado ocupada con su granja como para comprometerse con alguien. Era mejor evitarle. Se acercó a él y le quitó a horca de las manos.


—No hace falta que me ayudes, lo puedo hacer yo sola. ¿Por qué no recoges tus cosas y te vas de una vez con tus abuelos?


—¿Qué es lo que te pasa? He metido la pata, quizá…


Paula estaba deseando poner su cabeza bajo su hombro y llorar desconsoladamente.


—No, no tiene nada que ver contigo.


—Entonces, ¿Se trata de Agustín?


—No. No pasa absolutamente nada. Debes marcharte porque yo puedo perfectamente arreglármelas sola con la granja.


Pedro dejó a un lado la horca y, sin decir una palabra, cruzó el patio y se metió en casa, con Luna siguiéndole los talones. ¡Maldita sea! Era mucho más fácil estar sola… 

Refugio: Capítulo 23

 —Pensé que te habrías ido con tu flamante BMW, Pedro. ¿Cómo es qué no te has quedado con tu familia?


El joven no le contestó y repuso:


—Bonita hora para visitar a Paula. Lo más probable es que estuviese en la cama…


—Eso es lo que pienso yo; no necesita una carabina siguiéndola a todas horas.


—Eso mismo me planteo yo.


—¡Quieren callarse de una vez! Ni necesito carabina ni a ninguno de los dos revoloteando a mi alrededor como gallos de pelea. Pedro se está ocupando del agua…


—Yo te puedo ayudar con el tanque del tractor, como el verano pasado. No tienes más que pedírmelo.


—Ella no te necesita —replicó Pedro.


Recordando lo útil que sería el tanque y sintiéndose culpable por los esfuerzos de su huésped, Paula dijo:


—Simplificaría mucho las cosas.


En ese momento, comprendió que no debería haber dicho esas palabras. Pedro la fulminó con la mirada y Agustín se despidió hasta mañana. Verdaderamente, era muy torpe con los hombres. ¿Llegaría a comprenderlos algún día?


—De paso, me podría llevar las vacas para ordeñarlas mañana —dijo Agustín, abusando de nuevo de la granjera.


—No es necesario. Pedro ha arreglado un motor para hacer funcionar el sistema automático de ordeño.


Los dos jóvenes intercambiaron miradas de desprecio y el granjero se marchó sin tomar el té. Paula se había librado de uno. Ahora le tocaba lidiar con Pedro.


—No me importa ayudarte con los cubos de agua —dijo el huésped.


—Me siento culpable por las molestias que te has tomado, pero es que Agustín lo puede hacer en unos minutos.


—De verdad que no me importa —repitió tercamente Pedro.


—Bueno, pues ahora ya puedes irte a casa de tus abuelos. Al fin y al cabo, ése era el objeto de tu visita, ¿No es cierto? 


El joven no podía expresar con palabras lo que sentía y, en vez de intentar hablar, tomó su taza de té y subió a su habitación. Paula supo por fin que esa noche Pedro le iba a dar el beso de buenas noches… Pero tampoco estaba tan claro. Además, su vida era lo suficientemente complicada como para meterse en líos con un hombre de la ciudad. A todo esto, la joven no sabía con seguridad a qué se dedicaba… Debía ser arquitecto o aparejador. Recordaba vagamente que Luisa le había comentado algo de un premio para el cual estaba nominado. Tendría que preguntárselo, si aún le concedía la palabra.


Pedro estaba empezando a odiar a Agustín Stockdale. Primero tenía un quitanieves, ahora una máquina para levantar tanques… Se quitó la ropa y se puso el par de pijamas. Echó al gato y se metió en la cama. Si no moría de congelación, se trataría de un milagro. Mirando al techo del dormitorio, el joven se preguntaba por qué demonios estaba tan enfadado con Agustín y por qué estaba empeñado en llenar cubos de agua, si en el fondo le disgustaba profundamente la idea. Entonces, ¿Qué empeño tenía en impedir que su rival le sustituyera? No quería que el rudo granjero merodease alrededor de Paula. Sin embargo, ella no parecía tomar en serio el acoso de Agustín. Lo conocía de toda la vida. Quizá ella tuviera razón. El gato ronroneó y sacó sus uñas para jugar con la sábana.


—Tú también estás de parte de ese granjero… ¡Estupendo!


El joven se levantó para sacar al gato del dormitorio. En ese momento pasaba Paula que venía del cuarto de baño.


—El gato me estaba chuperreteando…


Paula se agachó y lo recogió del suelo. La luz de la lámpara de petróleo hizo reverberar el cabello y la piel de la joven, que parecían de oro. Era un cruce perfecto entre un ángel y un duendecillo travieso. Los ojos brillantes mostraban inteligencia y su boca sensual esbozó una amplia sonrisa. ¡Ésa era la razón por la que odiaba a Agustín Stockdale! 

Refugio: Capítulo 22

 —Luisa, le mentiste.


—Sólo un poco. Si vienes pasando por el pueblo, sí que hay tres kilómetros de distancia entre las dos casas.


—No te disculpes porque me ha venido muy bien.


—Alfredo, necesitamos más leña. ¿Por qué no traes algunos troncos más, querido? —le sugirió la anciana a su marido.


Luisa se acercó a la granjera y, tomándole la mano, le preguntó con curiosidad:


—Cuéntame qué tal.


—Está celoso de Agustín —dijo Paula, riendo—. Realmente, las cosas no han cambiado en estos veintidós años.


—¡Qué excitante! Nunca se han peleado por mí dos hombres al mismo tiempo.


—Pero Luisa —contestó la joven con una risita—, fue horrible. Parecían dos gallos acosándose a mi alrededor.


—Eso es un signo de que le interesas.


—Me importa un bledo que esté interesado por mí.


En ese momento apareció Pedro.


—Están hablando de Agustín, ¿Verdad?


—Paula me estaba contando que es un fastidio.


Antes de contestar, la joven observó que Pedro tenía el pelo mojado y que estaba recién afeitado. Le gustaba más cuando estaba más desaliñado y natural.


—Agustín me ha ayudado en muchas ocasiones —le defendió Paula.


—Con su juguetito de color amarillo…


—Dices eso porque tú no tienes ninguno y le tienes envidia.


—No necesito impresionar a las damas con ese tipo de vehículos —le espetó Pedro.


—Bueno, ahora que huelen mejor voy a ponerles la cena. Mientras comen les lavaré la ropa sucia.


Salieron de la casa achispados por el brandy. Iban caminando por una vereda y Pedro tropezó con un leño escondido. Se cayó todo lo largo que era en la nieve. Paula intentó levantarle, pero al final fue ella la que se cayó sobre él. Ambos comenzaron a reír hasta que la intimidad de la postura les hizo recobrar la seriedad.


—¿Pau? —murmuró Pedro, acariciando y alisando su pelo hacia atrás.


La luz de la luna iluminaba su cara y la joven podía entrever la expresión del hombre. Si ella bajaba el rostro y lo besaba… Tendrían que rematar la faena. Estaba tan claro como que amanecería dentro de unas horas, como que alguna vaca padecería mastitis y, sobre todo, como que Agustín seguiría importunándola. Paula se daba cuenta de que sería una locura. Sin embargo, bajó su cara y, cuando Pedro iba a besarla, apareció un cuerpo caliente que les puso la zarpa encima.


—Fuera, perro —dijo Pedro a Luna, mientras reía de buena gana.


La granjera fue consciente de que el mágico instante había desaparecido. Se levantó y ayudó a Sam a incorporarse. Luna daba vueltas alegremente a su alrededor, mientras que la pequeña Daisy esperaba pacientemente a que alguien la tomase en brazos. Regresaron a la granja cuando el viejo reloj daba las doce.


—A casa, Cenicienta —dijo el joven, poniendo sus firmes manos en la cintura de la granjera.



Ella se preguntaba si Pedro le daría un beso de buenas noches, mientras se quitaban la nieve y se preparaban una taza de té. Ambos estaban disfrutando con los perros al calor de la estufa, cuando alguien llamó a la puerta.


—¿Paula, dónde has estado? ¿Te encuentras bien?


—Hola, Agustín —saludó la joven con una risa disimulada y abrió la puerta.


—¿Qué ha pasado? Has salido de casa, ¿No?


—Hemos estado cenando en casa de los abuelos de Pedro.


—Estaba preocupado. Te podía haber pasado algo.


—No creo que tenga que pedirte permiso para salir…


—Tú no tienes dos dedos de frente y con este pardillo podrían haberse caído en una zanja.


—Pasa, vamos a tomar una taza de té. 

Refugio: Capítulo 21

 —¿Ya has terminado con todo?


—Sí.


—¿Tendrán suficiente heno para por la noche?


—Sí, no te preocupes.


—Gracias, Pedro.


Y sonriendo, el joven respondió:


—Es un placer…


—Eres un mentiroso.


—Bueno, entonces es un privilegio. Decías algo de un banquete gratis, ¿No?


—Estás muerto de hambre. En el congelador que está en el porche hay comida. ¿Qué te apetece?


—Ni pollo ni vaca.


—Pues lo siento, no estás de suerte.


La granjera sacó dos porciones de pollo, carne picada de vaca, un poco de pescado y guisantes…


—No me lo digas. Hoy tocaba hacer la compra…


Paula soltó una risita.


—La verdad es que el congelador está casi siempre a la cuarta pregunta.


Pedro miró hacia arriba y vió que el cielo estaba despejado. Aunque seguía haciendo mucho frío, la luna iluminaba la nieve con todo su esplendor.


—Podríamos ir a casa de mis abuelos.


—No creo que tengan mucha comida.


—Me estaban esperando, o sea que tendrá que haber algo especial.


—Es una buena idea —dijo Paula, contenta de poder comer hasta saciar todo su apetito—. De todas maneras, es mejor que llames primero. 


Pedro desapareció para hablar con Luisa en el pequeño salón. Cuando volvió, tenía una sonrisa en los labios.


—Mi abuela me había preparado montones de comida y está calentando la cena. Si llevamos ropa limpia podremos darnos un baño.


—¡Un baño de agua caliente! ¡Qué maravilla!


—Vayamos corriendo —dijo Pedro animadamente.


Salieron con los perros y se protegieron de la fría helada que estaba cayendo, con la ropa de abrigo. Cuando llegaron a la casa de Alfredo y Luisa, percibieron el aroma inconfundible de la comida casera. La abuela de Pedro los recibió con abrazos y besos, y aceptó con entusiasmo la leche cuajada que le traía Paula. Alfredo fue menos efusivo, pero estaba claro que tenía a Pedro en mucha estima.


—Siento haberles robado a su nieto —se disculpó Paula.


—No digas bobadas. ¿Qué les apetece primero: Brandy, una taza de té, un baño caliente o la cena?


—Un brandy —propuso Pedro.


—Una taza de té en el baño —solicitó Paula.


Tras una hora, la joven seguía aún en el baño, medio dormida. Pedro la despertó, diciendo:


—Yo también necesito un baño.


—Sí, verdaderamente hueles a vaca…


Pedro se encerró en el cuarto de baño y Paula se vistió, guardando la ropa sucia en una bolsa. Cuando estuvo lista, bajó al piso de abajo. Alfredo le ofreció una copa de brandy. Mientras la saboreaba, no dejaba de pensar que arriba estaría Pedro desnudo, disfrutando de su baño. De pronto, se dió cuenta de que los anfitriones le estaban diciendo algo.


—Perdonen, estaba distraída.


—Estás cansada. ¿Habéis tenido mucho trabajo?


—Gracias a la ayuda de Pedro no tanto. No habría podido con todo sin él.


—¡Qué oportuno ha sido! 

martes, 21 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 20

 —Cuéntame cosas de tus vacas.


Paula retiró el ordeñador automático de la ubre de Ruby y se levantó con el cubo de agua caliente en la mano.


—Mis vacas son de raza Dairy Shorthorns, pero, como podrás comprobar, parecen Frisonas con motas marrones en vez de negras. Dan menos leche, en general, que las Frisonas, pero es de mejor calidad.


—Y Agustín está interesado en ellas.


Acercándose a la siguiente vaca y limpiándole la ubre, ella le colocó el sistema mecánico. La leche fluía con suma facilidad.


—Pues sí, eso parece.


—¿Eso parece?


—Viene frecuentemente… Quizá tengas razón.


—Tengo razón.


—¿Siempre?


—Casi siempre.


—Yo, una vez, creí que me había equivocado, pero se trataba de un error —dijo Paula y, en seguida, ambos se pusieron a reír.


—Mira, Pau, lo único que puedo decirte es que, cuando un hombre mira de ese modo a una mujer, su mente está centrada en su bragueta.


La joven se puso colorada, pero no dijo nada porque Pedro la estaba mirando. El ajetreo de la ordeñadora hizo que su atención volviese al trabajo y dejase aparte otros pensamientos. No sabía si regañarle por su actitud de gallito, o caer en sus brazos. Por lo tanto, siguió con su tarea ignorando al huésped. Pero él no quería ser ignorado. La siguió a todas partes, hablándole sin parar hasta que la joven, mirándolo fijamente, le dijo:


—¿Te ocupas del agua o no?


—Ahora mismo. 


Acto seguido, Paula se arrepintió de haberle hablado así. ¡Al fin y al cabo, el hombre la estaba ayudando con todo su cariño y no se merecía ese trato! No le hablaría groseramente si fuese su empleado, o sea que, trabajando voluntariamente, menos aún. La joven corrió hacia él. Estaba llenando el primer cubo.


—Lo siento, Pedro.


—¿Siempre fuiste maleducada o lo aprendiste después de los seis años?


Paula notaba cómo le ardían las mejillas.


—Me estabas agobiando y no estoy acostumbrada a que me traten así. Llevo más de un año trabajando sola. Ya sé que no tengo excusa para hablarte en ese tono, pero lo que no entiendo es por qué no te has marchado ya.


Se hizo el silencio.


—Yo tampoco lo entiendo. ¿Quieres que me vaya?


—Oh, no —respondió la granjera, sacudiendo la cabeza violentamente—. Necesito tu ayuda. Pensé que podría salir del paso si se tratase de un breve apagón, pero esto parece no terminar nunca. De todas maneras, si te vas, podría recurrir a Agustín… Me imagino que no te parecerá bien…


—Si le pides ayuda a ese tipo, seguro que te pasará la factura.


—Te refieres a las vacas —dijo Paula.


—O a tí. Creo que le importan exactamente lo mismo.


—¿Y tú?


—¿Yo, qué?


—¿Cuánto quieres que te pague?


—Yo no quiero nada. Mejor dicho… Sí, un buen banquete. No, en serio. Te estoy ayudando porque si no, mi abuela me mataría.


La joven pareció un poco decepcionada y dijo:


—Voy a seguir con la ordeñadora.


Después de un buen rato, terminó la tarea vespertina. La granjera comprobó cómo había tardado la mitad de tiempo en ordeñar que por la mañana. El motor de Pedro funcionaba con demasiada gasolina y le había costado arrancarlo. Mientras observaba cómo el hombre trataba de ponerlo a punto para el día siguiente, Paula dió una palmada a Daisy en sus lomos. Muerta de cansancio, pero tremendamente satisfecha de su jornada, la joven fue a visitar a Pedro que estaba terminando con el bebedero de los terneros. 

Refugio: Capítulo 19

La vecina de Paula le contó todos los pasos a seguir. Cuando hubo terminado la llamada, la granjera salió para recoger leche del tanque y para interesarse por el motor de Pedro.


—¿Cómo va eso?


—No muy bien.


De nuevo en la cocina, Paula se puso a preparar el postre llena de satisfacción. Hizo también pasteles de fruta y tomó el último frasco de mermelada de fresas que le había regalado la abuela de Pedro. Cuando todo estuvo listo, la joven se puso las botas de plástico y abrió la puerta. ¿Qué era ese ruido? «El motor está funcionando. ¡Qué estupendo!» pensó la granjera. En efecto, el ruido fue interrumpido por sacudidas hasta que se paró. Pero lo importante era que había arrancado. Encantada con la idea de poder contar de nuevo con la ordeñadora automática, Paula corrió hacia el establo y le dió un abrazo a Pedro. Estaba más guapo que nunca, lleno de grasa y prácticamente asfixiado.


—¡Funciona, qué maravilla! —se alegró la joven.


Pedro sonrió también.


—¡Oh! Te has cortado y tienes los nudillos en sangrentados. Déjame ver —dijo Paula, tomando las sucias manos entre las suyas.


—Ven a verlo. No está terminado todavía, pero funcionará.


—El tío Tomás ponía melaza en el motor.


—¿Para qué sirve la melaza?


—Para que la correa esté pegajosa. Creo que por aquí había una lata, déjame ver —dijo la granjera, tomando el recipiente de una repisa polvorienta—. Puedes untarlo en la correa.


Intentaron ponerlo en marcha, Y… funcionó.


—Paula, he arreglado tu ordeñadora automática —declaró solemnemente Pedro, con una amplia sonrisa.


Acto seguido, la joven se puso a llorar.


—¿Qué te pasa? —le preguntó el hombre, sorprendido.


—Lo siento es que me he acordado del tío Tomás…


Una mano firme apretó su hombro para reconfortarla. 


—Tómenos una taza de té —sugirió Pedro, mientras que la joven se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.


Pedro paró el motor y se limpió las manos como pudo.


—Tendrás que ponerte un parche en los nudillos —le aconsejó Paula.


—Delego en tí.


—De acuerdo.


—¿Hay algo para comer? —preguntó el hombre que estaba hambriento.


—Claro que sí, además te mereces un premio…


Ambos entraron en casa, se quitaron las botas y una vez en la cocina, Pedro exclamó maravillado:


—¡Cuajada y pasteles de fruta!


—Y pudding de arroz con huevos escalfados en el horno.


Básicamente, huevos, leche y nata. Ése es el menú.


—Me apunto.


Pedro se bebió tres tazas de té, comió ocho pasteles de fruta y casi toda la cuajada.


—Te importa un bledo el exceso de colesterol, ¿No es cierto? —rió Paula, mientras que Pedro lamía los restos de la nata en sus sensuales labios.


—Sería una grosería no disfrutar de todo lo que has estado preparando —dijo Pedro sonriendo cálidamente.


A Paula le llegó el efecto de la sonrisa hasta lo más profundo de su cuerpo.


—Te agradezco que hayas puesto en marcha el motor porque a las vacas no les gusta que las ordeñen a mano.


—Es que a mí me encanta arreglar cosas.


—Supongo que ahora podrás marcharte; tu coche está listo y de nuevo puedo arreglármelas sola con las vacas…


—¿Y con el agua?


—Ya saldré del apuro —contestó Paula, irguiéndose orgullosamente.


—No lo dudo, pero no quiero darle una oportunidad a Agustín el Buey para que sea valiente.


Paula rió de buena gana, encontrándose ridículamente aliviada porque, por el momento, Pedro no se iba a marchar.


—En ese caso —dijo la granjera sonriendo—, voy a comenzar a ordeñar y tú puedes empezar a llenar cubos de agua. 

Refugio: Capítulo 18

El granjero no había hecho nunca nada realmente especial para ella. No como Pedro. Paula se quedó mirándolo mientras hacía una pausa con la horquilla y el heno fresco. El joven estaba recogiendo los restos del tejado que se había desplomado. Sus hombros eran más fuertes de lo que había advertido a primera vista y estaba en forma. Se había dado cuenta cuando aterrizó sobre ella… Se acordó del beso y le pareció demasiado breve. Se descubrió a sí misma lanzando un pequeño lamento. «¿Por qué me complicaré la vida? Si Pedro tiene razón, ya tengo bastante con aguantar a Agustín, no quiero meterme en líos de hombres» pensó indignada la granjera. En ese momento, el huésped llamó a Paula.


—Pau, ven a ver qué te parece esto —dijo Pedro, haciéndole señas para que se acercara a ese rincón del establo, lleno de trastos viejos.


—¿Qué pasa?


—Mira lo que he encontrado bajo una lona. Es un motor.


—¿Para qué sirve?


—Debe ser para bombear la leche de la ordeñadora automática. Necesito una correa —dijo Pedro limpiando el objeto metálico con la manga de su jersey.


—¿No te sirve la de mi cinturón? —bromeó Paula enseñando su cintura y ambos rieron al unísono—. ¿Crees que podría utilizarse para la ordeñadora automática?


El joven descubrió una correa medio escondida tras un montón de telas de araña. La descolgó de la pared, la limpió y la colocó en el aparato. ¡Tenía las dimensiones adecuadas!


—Parece como si se tratara de una pieza de repuesto que nunca llegó a ser utilizada —murmuró el huésped.


—¿Podrías hacerlo funcionar?


—Voy a ponerle gasolina y a intentarlo. ¿Dónde puedo encontrar combustible?


—En el cobertizo del tractor.


—Por cierto, ¿Qué le pasa al tractor…? A lo mejor puedo arreglarlo también.


Paula se sonrojó y dijo: 


—Se me olvidó ponerle anticongelante y reventó…


—Ah, ya comprendo —comentó irónicamente Sam.


Sus palabras molestaron a la joven, pero como parecía que iba a poder poner en marcha la ordeñadora, se calló juiciosamente y fue en busca de gasolina. Encontró dos bidones y se los llevó a Pedro, que de nuevo le pidió agua para encender el motor. La joven trajo un cubo de agua y rellenaron el compartimento en cuestión. Cuando el huésped tiró del motor para encenderlo, se quedó con el pequeño mango en la mano.


—Empezamos bien —comentó Paula, irónicamente.


Pedro suspiró y no dijo nada.


—¿Tendrá el tractor una pieza como ésta? —preguntó Pedro.


—¿Tú crees que se podría adaptar al nuevo motor?


—Voy a intentarlo. ¿Dónde está el tractor? Ah… Y necesito herramientas.


—Las podrás encontrar en el taller del tío Tomás.


El huésped trató de que funcionara el invento varias veces. Como su idea parecía no funcionar, Paula se retiró discretamente a la casa.


—Si quieres algo, estaré en la cocina.


Una vez allí, empezó a preparar la comida. Hizo pudding de arroz, huevos escalfados y puso leche a reposar para separar la nata. Le pareció una buena idea hacer cuajada. Pero no tenía la receta y pensó telefonear a Luisa, para que se la diera. Marcó el número.


—¿Luisa?


—Hola, Paula. ¿Te está ayudando Pedro? —preguntó la anciana animadamente.


—Sí, mucho. Gracias por enviármelo.


La abuela del joven rió pícaramente.


—Le viene muy bien hacer ejercicio porque se pasa el día sentado.


—Pues, en estos momentos, está tratando de arreglar un motor. Luisa, tengo un problema. El tanque refrigerador está hasta los topes de leche. Quiero hacer cuajada, pero no tengo la receta. 

Refugio: Capítulo 17

La granjera le ofreció a Agustín una taza de té después de haber sacado el coche del cúmulo de nieve con soltura y eficacia.


—Bonito BMW —dijo el granjero—. En la ciudad debe de funcionar de maravilla…


Los dos granjeros se tomaron el té tranquilamente, mientras que Pedro luchaba para no patinar con su automóvil y dejarlo en el interior del patio.  En la parte de atrás había un ramo de flores para su abuela. Decidió dárselo a Paula para que alegrara la casa y así fastidiar a Agustín. Cerró el coche con llave y se dirigió a la cocina donde fue recibido con alegría por Jess, que había gruñido previamente al vecino. Siguió acariciando al perro, sonriendo ingenuamente. A Paula no le hizo gracia esa inocencia y le fulminó con la mirada. A continuación, le dió el ramo de flores a la joven, que ya era parte de su vida, puesto que la había besado aquella misma mañana. Agustín puso los ojos desorbitados y Paula se quedó sorprendida. Pero, a continuación, su mirada se entristeció: le habría gustado que las hubiese comprado pensando en ella.


—Eran para mi abuela, pero pensé que podrían hacerte ilusión.


—Y ahora qué es lo que toca —dijo Agustín, desafiante.


Y acercándose a Paula, se despidió de ella con un beso en los labios que la dejó perpleja.


—No dudes en llamarnos si tienes algún problema. Si no puedes con todo el ganado, en casa podremos ordeñarlas gracias al generador.


—Ya nos las arreglaremos —replicó Pedro, que estaba furioso por el beso que le había dado a Paula en los labios.


De nuevo, la granjera lanzó una mirada fulminante a su huésped y, acercándose a su vecino, le sonrió diciendo:


—Gracias, Agustín. Eres muy amable. Pensaré en tu ofrecimiento si la avería eléctrica dura más de lo normal.


—Sería un buen momento para que fueras sensata y me vendieras tu ganado.


—Te ibas ya, ¿No es así? —le espetó Pedro, mientras Paula le asesinaba con la mirada.


Agustín enarcó una ceja, hizo un ademán tosco para despedirse y cerró la puerta de la casa con un portazo. En ese momento, Luna comenzó a gruñir y se acercó a su ama lamiéndole los dedos furiosamente.


—La perra no parece apreciar mucho a tu galán —dijo el joven con mala cara.


—Ni yo a ustedes dos —dijo ella mientras ponía las flores a remojo para tratar de que recuperaran la frescura—. Parecen un par de gallitos revoloteando a mi alrededor; es simplemente ridículo. 


—No pensabas lo mismo cuando tenías seis años.


—Yo era una mocosa y me impresionaba mucho tu descaro… Además, tu abuela hacía unas tartas más ricas que las de la madre de Agustín.


—Espero que aún lo sean —dijo Pedro, riéndose.


—Lo son… Pero mi criterio actual es un poco más sofisticado.


El joven suspiró. Cualquiera que defendiera a Agustín el Buey, tenía una escala de valores equivocada, excepto Luna, claro está.


—¿Hay más cosas que hacer? —preguntó Pedro, dolido porque Paula defendiera al granjero.


—Sí, la limpieza. Ya que no te vas a marchar, puedes serme muy útil…


El joven se tragó los improperios que le pasaron por la cabeza y siguió a la granjera. Se le ocurrían cientos de maneras de serle útil en su vida, pero recoger la suciedad no era una de ellas… 


«La verdad es que es muy eficaz» pensó Paula. Podía recordar que hace veintidós años, el verano que conoció a Pedro fue muy especial. Lo pasaron en grande juntos, riéndose con complicidad de cualquier cosa. También se acordaba del mal humor de Agustín, siempre enfurruñado porque Paula había sido su chica hasta que apareció Pedro. Tan sólo ahora se había acordado de la rivalidad que existía entre ellos dos, cuando eran niños. Puestos a recordar, ella se preguntó cómo no la había reconocido Pedro, nada más verla. Quizá el joven había cambiado mucho en estos veintidós años… Se rió ella sola. Por supuesto que había cambiado… Por lo menos físicamente. Seguía teniendo las mismas disputas con Agustín que cuando tenían ocho años… De pronto, su sonrisa se eclipsó y se quedó mirando a sus vacas, tan gordas y saludables. Eran el orgullo del tío Tomás. Agustín estaba empeñado en que se las vendiera, pero la granjera no sabía muy bien si le interesaban realmente, o si se trataba de una excusa para ir a visitarla a menudo. En el fondo, le daba igual. Eran su sustento y no pensaba abandonarlas ni por amor ni por dinero. Además, no amaba a Agustín, y nunca lo amaría. 

jueves, 16 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 16

Ambos fueron a buscarla. Pedro subió para hacerse una idea de lo que había que limpiar. Paula se subió hasta la mitad de la escalera y le pasó el escobón al joven. Él trató de barrer con fuerza la nieve, pero era imposible arrancar las ondas de hielo con la escoba. Paula bajó al suelo y, desde allí, le sugirió a Pedro que probara a golpear las manchas blancas.


—¿Quién lo está quitando, tú o yo?


—No me importaría en absoluto estar allí arriba, haciendo lo que estás haciendo —mintió Paula.


—Quédate quieta, no vaya a ser que seamos demasiados en el tejado. ¿Ya va cayendo nieve? Se nota cómo va cediendo.


—Quizá sería mejor que utilizases el palo del escobón para romper las planchas.


—Tú déjame a mí —replicó Pedro.


De pronto, se oyó suavemente cómo se deslizaba a cámara lenta la mitad del tejado por uno de los lados del establo. Paual empezó a chillar como una loca y, en ese momento, cayó Pedro encima de ella con otro alarido. Una vez en el suelo, la pareja recibió una ducha de nieve, como para poner el broche final a la aventura. Sin embargo, ella, que no dejaba de sonreír autosuficientemente, recibió en sus picaros labios un beso de Pedro, que se encontraba a pocos centímetros de ella. Ese beso tendría que habérselo dado veintidós años antes, pero entonces le faltó valor. Ahora, con más carácter y ante la amenaza de Agustín, se había atrevido finalmente. De momento, la joven no se podía mover porque estaba bajo el cuerpo esbelto de Pedro, pero poco a poco levantó un muslo, desenmarañó sus brazos y le rodeó el cuello con ellos. Con un murmullo de satisfacción, el hombre acarició sus cabellos mojados y la besó de nuevo en su deliciosa boca. Pedro notó cómo su corazón comenzó a latir desordenadamente e incluso oyó un zumbido enorme procedente del centro de la tierra.


—¿Están bien?


Pedro volvió la cabeza y descubrió a Agustín conduciendo el tractor, con el zumbido en cuestión.


—Sí, gracias. 


—Estaba limpiando la nieve del camino y pensé que quizá podía echarles una mano…Tú coche estará disponible en un minuto y podrás marcharte pronto.


—No me voy a ir —dijo Pedro, desafiando con la mirada al granjero que respondió del mismo modo.


—Ya veremos —replicó Agustín y se marchó con su tractor.


De pronto, Pedro se acordó de la pobre Paula que luchaba por poder incorporarse y levantarse del suelo.


—Lo siento —dijo el joven.


—¿El qué? ¿El beso o la visita de Agustín?


—Quiero pedirte perdón por haber aterrizado sobre tí… —repuso Pedro, sonriendo.


—Bueno, parecía como si el tejado estuviese empeñado en caerse — dijo Paula, riéndose—. ¿Te has hecho daño?


—No, ¿Y tú?


Pedro se quedó mirando a la joven tan frágil, con esos ojos tan vivos y con el cabello alborotado y lleno de nieve… No podía soportar la idea de que se hubiese herido.


—Estoy bien, gracias —contestó Paula.


Antes de decir o hacer más tonterías, el joven se levantó y se fue a buscar las llaves del BMW.


—¿Puedo meter el coche dentro del patio?


—Sí, pero antes habría que quitar la nieve del cercado. Podemos aprovechar para que Agustín me haga ese favor con su quitanieve.


Pedro se quedó muy frustrado pensando en los caminos que había despejado con tanto esfuerzo la víspera. El granjero, con su juguete de color amarillo, iba a hacer lo mismo pero en tres minutos. «Maldita sea» pensó para sí mismo.


Refugio: Capítulo 15

 —Claro que sí. Has crecido mucho. Yo te reconocí cuando me hablaste de tus abuelos Alfredo y Luisa.


—Pues como decía, Agustín, recuerdo que a aquel niño que fastidiaba a Pau le pegué un puñetazo —dijo Pedro, observando concienzudamente su taza de té—. Es más, a continuación se fue llorando a buscar a su mamá.


Paula trató de ocultarse tras su taza de té. A Agustín le iba a sentar como un tiro aquel comentario.


—No era más que un crío —respondió ofendido el visitante.


—Pero ella era más pequeña…


Pedro dejó de sonreír, impaciente por ver desaparecer a aquel pedazo de bruto.


—No te preocupes por Paula y vete con tu mamá.


Agustín dejó la taza de té violentamente sobre la mesa, atravesó la cocina y se marchó dando un portazo, lo que se repitió con la cancela de fuera. Pedro sonrió afectadamente. Eso puso de mal humor a Paula, que se levantó de golpe de su silla diciendo:


—¿Por qué demonios has tenido que decirle eso?


—¿Decirle el qué?


—No te hagas el inocente… Le has provocado y él casi te pega. No tienes ocho años y, además, es mucho más fuerte que tú.


—Y que tú —replicó Pedro, poniéndose serio—. Además, se ve claramente que te desea.


—No digas tonterías. No es más que un vecino.


—Pues se le nota a la legua y, si no quieres admitirlo, es que estás ciega.


—Estás equivocado —dijo Paula, poniéndose colorada. Nunca se ha propasado…


—Aún no. ¿Qué harías si eso ocurriera?


—Nada, porque nunca lo intentaría. Y además, ¿Cómo voy a saber que tú eres de confianza? 


—Por supuesto que lo sabes. Además… Te las has ingeniado para dejarme agotado. Me sería imposible abusar de tí en estas circunstancias.


Ella le lanzó una mirada irónica y soltó una carcajada.


—Bueno, pero por favor, no te vuelvas a meter con él. Tiene una pala mecánica y un motor cuatro por cuatro que sirve para almacenar el grano. Funciona como un auténtico quitanieve. Si manejas bien tus cartas, te dejaría el coche en perfecto estado y podrías marcharte rápidamente.


—Paula, ya lo hemos discutido antes. No me voy a ir dejándote aquí sin ayuda.


—¿No te vas a ir nunca? —preguntó la joven, incrédulamente.


Algo extraño le pasó a Pedro en su interior, mientras dejaba su taza en el fregadero. Al fin y al cabo, algún día tendría que dejarla… Y en manos de Agustín el Buey… Sonó un crujido en el tejado del establo y Paula miró hacia arriba con aire de preocupación.


—¿Qué ha sido eso? —preguntó el joven, dirigiendo su mirada hacia el techo.


—La nieve pesa demasiado. Tengo que subirme al tejado y despejarla toda.


—Eso será pasando sobre mi cadáver…


—Tiene arreglo.


—No lo dudo, pero el que se va a subir allí soy yo.


Paula se sintió aliviada porque detestaba las alturas. Salieron fuera para observar el tejado; por el lado del camino no había restos de nieve, pero por el otro lado el viento había ido almacenando verdaderas olas de hielo blanco.


—Debe de pesar toneladas —dijo Pedro con preocupación—. ¿Cómo será más fácil quitar las placas de nieve?


—El tío Tomás me subía en la pala del tractor y yo quitaba el hielo con un escobón, pero…


—No tenemos tractor, por lo tanto… ¿Dónde hay una escalera?


—En el establo. 

Refugio: Capítulo 14

Paula se levantó y sacó la tarrina de mantequilla y la leche. Cortó varias rebanadas de pan y las puso en el tostador. Acto seguido, se volvió a arrellanar en uno de los asientos.


—Desayunaremos pan tostado —propuso la joven mientras él reía y la miraba con una chispa de complicidad.


Paula se quedó pensando lo guapo y agradable que era Pedro…


—¿Cómo te gustan los huevos? —le preguntó el individuo.


—Más bien cremosos.


—Muy bien.


Cuando estuvieron hechos, la joven se abalanzó sobre el plato y los devoró sin esperar al cocinero. Estaban realmente en su punto. Pedro miraba con cierta satisfacción cómo la joven se tomaba el desayuno a toda prisa. Es más, se sorprendió a sí mismo sonriéndola protectoramente. ¿Qué es lo que le estaba pasando? Se comió los huevos revueltos, pero no estaban muy hechos. Se levantó para ponerse más té y le ofreció otra taza a Paula, mientras divisaba por la ventana la llegada de un hombre alto y fuerte. Sin saber exactamente la causa, se le pusieron los pelos de punta.


—Tienes visita, Paula.


—¿Una visita? —preguntó ella, acercándose a la ventana y alzándose de puntillas—. Es Agustín.


—¿Quién es Agustín…?


La granjera se acercó al pequeño vestíbulo sujetando a los perros. Cuando abrió la puerta, apareció un hombre joven que con voz animada le dijo:


—Buenos días, Paula. He venido para ver cómo te las estás arreglando sin electricidad y sin generador.


—Bastante bien, Agustín —contestó la granjera. A continuación, Pedro trató de acallar a los perros con los restos de sus huevos revueltos—. He visto un coche abandonado en el camino, con cierta ropa interior atada a un par de palos…


—Es todo mío —respondió Pedro, apareciendo detrás de Paula. 


—¿Suyo? Me cuesta mucho imaginarle llevando ese tipo de lencería, pero hay gente para todo en este mundo.


—Me refiero al coche con el lector de CD, la radio, etc. y no a la ropa interior roja.


—Ya. Entonces es tuya, Paula.


La joven se puso colorada ante la pregunta grosera del vecino, mientras que Pedro se puso delante para protegerla. No obstante, Paula murmuró algo incomprensible sobre el color rojo y dijo:


—¿Te apetece una taza de té, Agustín?


—Pues, sí —contestó dando un paso hacia adelante y haciendo retroceder a Pedro ligeramente.


Luna se colocó ante el visitante y le gruñó con el cuello erizado. Para esconder su cara de circunstancias, Pedro se puso a servir las tres tazas de té. El visitante tomó la suya con su mano peluda y se la bebió sorbiendo ruidosamente.


—No nos ha ido mal: Pedro se ha ocupado de sacar cubos de agua y yo he ordeñado y he alimentado a las vacas.


—Tenías que haber recurrido a mí en vez de confiar en extraños.


—¿Extraños? —repitió Pedro, enarcando una ceja.


—Sí, sin duda eres un londinense, blandengue como la mantequilla.


De pronto, Pedro se acordó de aquellas vacaciones de verano que pasó en la casa de sus abuelos.


—Recuerdo que, cuando estuve de vacaciones aquí, había un niño de unos ocho años que se llamaba Agustín y de una niña que se llamaba Pauli o Paulina,  o algo parecido.


—Pau, Paula —corrigió Paula suavemente.


—O sea, ¿Qué tú eres aquella niña? No puede ser… Ahora tendrías veintiocho años.


—Los tengo. Me preguntaba cuándo me reconocerías…


—Sí que has cambiado —dijo Pedro, sonriendo abiertamente—. Has crecido. Bueno, un poco. Y ahora… No me lo digas, no he cambiado nada. 

Refugio: Capítulo 13

 —Buenos días, mi héroe —saludó Paula, estirando la espalda con una mueca de dolor.


—¿Tienes agujetas? —preguntó Pedro.


—Sólo un poco. ¿Y tú?


—He descubierto algunos músculos que no había utilizado en la vida… —dijo Pedro, ofreciéndole el té—. ¿Cómo van tus manos?


—Mejor. Por cierto, no te di las gracias por la pomada. Es que me quedé dormida.


—Es mi toque especial —aseguró el joven, riéndose. De todas formas, ya estabas profundamente dormida cuando te la puse.


Paula se tomó el té de una sentada.


—Mmm… ¡Qué bueno! Estaba esperando a terminar de ordeñar para ir a casa y hacerme uno. Pero hoy las vacas están muy agitadas. Debe ser que el agua para limpiarlas se ha quedado fría.


—Voy a calentar más —dijo el joven solícitamente dirigiéndose hacia la casa.


—Eres un cielo. Recuérdame que le dé las gracias a Luisa por haberte invitado a Dorset. 



—Por cierto, a cuántos kilómetros está su casa —le interrogó el hombre, cruzándose de brazos.


—Está del otro lado de la colina —contestó la joven, poniéndose colorada.


—¿A unos tres kilómetros, más o menos?


—Sí…


—O sea, que habría podido llegar perfectamente anoche.


—Más o menos…


—Pues, ¡Fíjate lo que me habría perdido!


Una nube de tristeza y desesperación nubló la mirada de Jemima.


—Ahora estarías calentito y en la cama —repuso la joven, devolviéndole la taza vacía—. Venga, salgamos de aquí.


Se encaminaron hacia la casa y, una vez en la cocina, Pedro llenó un cubo de agua caliente e hizo más té. Cuando estuvo listo, Paula se lo bebió de una vez. El joven no entendía por qué la granjera se había puesto triste al preguntar por la casa de sus abuelos ¿Acaso temía que la dejara sola con todo ese panorama?


La verdad es que no lo conocía muy bien, pensó la joven mientras tomaba el cubo con una mano y el té con la otra. A continuación, Pedro se dedicó a llevar agua fresca a la cocina y al cuarto de baño; cuando terminó con esa tarea, se fue al establo.


—¿Relleno el bebedero y el pesebre?


—¿No te ibas ya? —le preguntó Paula, sorprendida.


—Sin mi coche, ¡Ni hablar!


Los ojos de la joven volvieron a brillar esperanzadoramente. Pedro tenía claro que se iba a quedar para ayudarla, además con la treta de su abuela, no iba a poder escurrir el bulto y marcharse así como así.


—Bueno, entonces, voy por agua —y se sorprendió a sí mismo silbando alegremente. 


Cuando amaneció, el cielo estaba precioso. Se había calmado el viento y la luz del sol se reflejaba en la nieve. Si no hubiera estado tan cansada, habría disfrutado mucho más del paisaje. Pedro estaba pletórico de energía. Además de haber llevado setenta y cinco cubos de agua, se había dedicado a apartar la nieve del camino que unía los establos y el gallinero con la casa. A Paula apenas le sorprendió, porque de pequeño era también muy inquieto.


—Puedes poner un poco de arena en los senderos que has hecho — dijo la joven, sacando la cabeza por un hueco del gallinero.


—¿Alguna sugerencia más?


—Sí, hay que vaciar la estufa de ceniza. El cubo de metal está a un lado de la puerta de la cocina. Ya que vas para allá, por favor, llévate esta cesta de huevos.


—Me pregunto qué vamos a desayunar… —dijo Pedro, con una mueca divertida que provocó la risa de la joven.


—Mientras tú pones más agua a calentar para el té, yo terminaré con tus pasadizos.


Ella volvió con las gallinas para recoger los últimos huevos y asegurarse de que tuvieran suficiente agua. En el fondo, se estaba preguntando cuándo la reconocería Pedro. De momento, Paula no se lo pensaba decir. Así iba a ser más divertido… Se quitó las botas nada más entrar en casa. Notó cómo el calor la envolvía, arropándola como una manta. Se sentó en uno de los asientos frente a la estufa. «¡Qué maravilla!» murmuró cerrando los ojos. En seguida, un cuerpo fuerte y varonil le dio un golpe en el pie, llamando su atención.


—¡Vamos, que no es hora de dormir sino de cocinar! —replicó Pedro— . Ponte crema en las manos y ayúdame a preparar el desayuno. ¿Dónde está la mantequilla? 

martes, 14 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 12

Pedro estaba congelado. Se puso un jersey encima del par de pijamas que llevaba puestos. Tomó la otra manta que le había dejado Paula y la extendió sobre la cama, dispuesto a acurrucarse de nuevo en su interior e intentar parar de tiritar. Estaba claro que sus padres le habían mimado hasta lo indecible… El viento golpeaba la ventana, colándose por las rendijas. El calor que subía de la cocina no podía hacer frente a la baja temperatura reinante en el dormitorio. Una vez más, el hombre intentó olvidar el frío hasta que encontró su postura y se relajó. Fuera, sólo se oía el bramido del viento. Se acordó de que, una vez cuando era pequeño, había pasado unas vacaciones de verano en la granja de sus abuelos. Por la noche, se oía todo tipo de mamíferos, aves e insectos y se había acostumbrado a sentarse en el alféizar de la ventana, para intentar identificarlos. Cuando ya estaba a gusto le asustó la presencia de un gato, que se había puesto a ronronear junto a su pecho. Le acarició cariñosamente hasta que el calorcito del felino le hizo sumergirse en un profundo sueño. Cuando se despertó había luz… Era la luna que iluminaba la nieve majestuosamente. Siguió mirando por la ventana y divisó una lucecita que procedía del establo. ¡Eran las cinco y media! Se vistió rápidamente y bajó a la cocina donde se encontró el mensaje siguiente: "Me he ido de pesca y no quería despertar al gato"…


Pedro sonrió y puso agua a calentar. Aunque tuviera prisa, necesitaba una taza de té para poder funcionar. Se dió cuenta de que la estufa necesitaba más leña y se dirigió al pequeño vestíbulo donde había un montón de troncos apilados. Los metió en la estufa y les prendió fuego; cuando las llamas estaban, altas, entreabrió la portezuela para que hiciera tiro…  Cómo no estaba comiendo, los perros lo ignoraron y se echaron junto al fuego. Les acompañó sentándose en uno de los asientos esperando a que el té estuviera preparado. Se dió cuenta de que necesitaba afeitarse, pero apenas podía usar agua… Por lo tanto, decidió llamar a la compañía eléctrica. Sin embargo, no pudieron informarle del estado de la avería. En la cocina encontró una radio y trató de sintonizar alguna emisora local. De ese modo, se enteró de que un helicóptero había chocado contra el tendido eléctrico y había dejado sin luz a la mitad de Dorset. En fin, habría que volver a ordeñar manualmente al ganado y amontonar cubos de agua en los bebederos. Se puso el abrigo y las botas de plástico y le llevó una taza de té a Paula. En el exterior, el viento se había calmado a pesar de lo cual seguía haciendo un frío helador. Dentro de una hora o así, amanecería. Unos pasos más allá estaba el establo. Cuando entró, le recibió la amplia sonrisa de la granjera.


Refugio: Capítulo 11

 —Los cortes de tus manos no deben infectarse, necesitas crema antiséptica…


La joven buscó en un armario y encontró finalmente un tubo de pomada medicinal. Pedro se sentó en una silla enfrente de ella y se dispuso a curarle las heridas.


—¿Por qué haces esto? —preguntó Paula, sin obtener contestación.


El hombre siguió embadurnando los dedos doloridos.


—¿No tienes algo más fuerte? —dijo Pedro, observando cómo no resultaba muy contundente el tratamiento.


—Tengo la crema que se les pone a las ubres cuando están en mal estado. Está en el establo, junto a la puerta. Pero puedo esperar a mañana para untármela.


—Ahora mismo voy por ella —aseguró el joven, dándole una palmadita con las manos en sus rodillas—. Me pondré la zamarra y las botas.


Salió a la gélida intemperie y se metió en el establo. La temperatura allí era mucho más agradable y se percibía un ambiente cálido y apacible. Bluebell vino a saludarle lamiéndole la mano. Al fin y al cabo, las vacas no parecían ser tan malas, y le devolvió la carantoña. Tomó la crema y se dirigió hacia la casa que resultaba más acogedora que nunca, con la tenue luz saliendo por una de las ventanas. En el pequeño vestíbulo, dejó la ropa de abrigo y las botas. Cuando entró en la cocina, se encontró a Paula durmiendo junto a la chimenea con Daisy en su regazo y Luna a sus pies. Con cuidado para no despertarla, abrió el recipiente de la crema y le puso un buen pegote en ambas manos. Daisy se despertó, olisqueó el ungüento y se quedó dormida de nuevo. La joven murmuró algo indescifrable, pero siguió durmiendo. Pedro masajeó la palma de sus manos, intentando cubrir bien las profundas grietas. El hombre fue consciente de que estaba exhausta por el exceso de trabajo. La culpa no se debía tanto a la tormenta de nieve ni al corte de luz, sino a las preocupaciones de su forma de vida. «¿Qué habría sido de Paula sin su ayuda? Lo más seguro es que hubiera salido adelante» pensó Sam mientras la contemplaba.  Preparó más té y lo degustó tranquilamente, sentándose frente a la estufa con Luna a sus pies esta vez. ¡Qué carácter y qué recursos tenía Paula comparada con las mujeres a las que estaba acostumbrado a ver en la gran ciudad! Poseía el espíritu de aventura que tenían los pioneros del salvaje oeste y un coraje, no exento de sentido del humor. Todo esto resultaba increíblemente interesante pensó Pedro, en cierto modo triste porque apenas iba a tener tiempo de conocerla mejor. Paula se despertó a medianoche, con dolor de cuello y se dió cuenta de que su huésped estaba dormido en la butaca contigua a la suya. Se quedó observando sus largas piernas cruzadas, sus oscuros cabellos revueltos y sus pobladas pestañas negras. Tenía una complexión de atleta, con huesos alargados y una energía prodigiosa…Daisy saltó de su regazo y la joven alimentó la estufa con más carbón para mantener lo más cálidamente posible la casa durante la noche. Pedro farfulló algunas palabras y la joven, que aún estaba pendiente de él, se preguntó qué habría sido de ella sin su ayuda. Se las habría arreglado pero no por mucho tiempo… Le sacudió para despertarle y enseñarle su habitación. Abrió sus ojos somnolientos y sonrió a Paula, con un gesto inconfundible. Esto hizo que el pulso de la joven se acelerara. El dormitorio estaba limpio y ordenado. Parecía acogedor, pero hacía frío en esa parte de la casa. Le recomendó a Pedro que dejase la puerta abierta para que penetrara bien el calor procedente de la cocina.


—Te daré varias mantas para que puedas acumular el máximo de calor. Dejaré la lámpara de petróleo aquí. Ah, y por favor, no tires de la cadena en el inodoro. Mañana tiraré un par de cubos. Pues entonces, hasta mañana.


—¿A qué hora hay que levantarse para ordeñar a las vacas?


—A las cinco.


—Despiértame, por favor.


—No te molestes…


—Tú despiértame —ordenó Pedro, directamente. 


—Los cortes de tus manos no deben infectarse, necesitas crema antiséptica…


La joven buscó en un armario y encontró finalmente un tubo de pomada medicinal. Sam se sentó en una silla enfrente de ella y se dispuso a curarle las heridas.


—¿Por qué haces esto? —preguntó Paula, sin obtener contestación.


El hombre siguió embadurnando los dedos doloridos.


—¿No tienes algo más fuerte? —dijo Pedro, observando cómo no resultaba muy contundente el tratamiento.


—Tengo la crema que se les pone a las ubres cuando están en mal estado. Está en el establo, junto a la puerta. Pero puedo esperar a mañana para untármela.


—Ahora mismo voy por ella —aseguró el joven, dándole una palmadita con las manos en sus rodillas—. Me pondré la zamarra y las botas.


Salió a la gélida intemperie y se metió en el establo. La temperatura allí era mucho más agradable y se percibía un ambiente cálido y apacible. Bluebell vino a saludarle lamiéndole la mano. Al fin y al cabo, las vacas no parecían ser tan malas, y le devolvió la carantoña. Tomó la crema y se dirigió hacia la casa que resultaba más acogedora que nunca, con la tenue luz saliendo por una de las ventanas. En el pequeño vestíbulo, dejó la ropa de abrigo y las botas. Cuando entró en la cocina, se encontró a Paula durmiendo junto a la chimenea con Daisy en su regazo y Luna a sus pies. Con cuidado para no despertarla, abrió el recipiente de la crema y le puso un buen pegote en ambas manos. Daisy se despertó, olisqueó el ungüento y se quedó dormida de nuevo. La joven murmuró algo indescifrable, pero siguió durmiendo. Pedro masajeó la palma de sus manos, intentando cubrir bien las profundas grietas. El hombre fue consciente de que estaba exhausta por el exceso de trabajo. La culpa no se debía tanto a la tormenta de nieve ni al corte de luz, sino a las preocupaciones de su forma de vida. «¿Qué habría sido de Paula sin su ayuda? Lo más seguro es que hubiera salido adelante» pensó Sam mientras la contemplaba.  Preparó más té y lo degustó tranquilamente, sentándose frente a la estufa con Luna a sus pies esta vez. ¡Qué carácter y qué recursos tenía Paula comparada con las mujeres a las que estaba acostumbrado a ver en la gran ciudad! Poseía el espíritu de aventura que tenían los pioneros del salvaje oeste y un coraje, no exento de sentido del humor. Todo esto resultaba increíblemente interesante pensó Pedro, en cierto modo triste porque apenas iba a tener tiempo de conocerla mejor. Paula se despertó a medianoche, con dolor de cuello y se dió cuenta de que su huésped estaba dormido en la butaca contigua a la suya. Se quedó observando sus largas piernas cruzadas, sus oscuros cabellos revueltos y sus pobladas pestañas negras. Tenía una complexión de atleta, con huesos alargados y una energía prodigiosa…Daisy saltó de su regazo y la joven alimentó la estufa con más carbón para mantener lo más cálidamente posible la casa durante la noche. Pedro farfulló algunas palabras y la joven, que aún estaba pendiente de él, se preguntó qué habría sido de ella sin su ayuda. Se las habría arreglado pero no por mucho tiempo… Le sacudió para despertarle y enseñarle su habitación. Abrió sus ojos somnolientos y sonrió a Paula, con un gesto inconfundible. Esto hizo que el pulso de la joven se acelerara. El dormitorio estaba limpio y ordenado. Parecía acogedor, pero hacía frío en esa parte de la casa. Le recomendó a Sam que dejase la puerta abierta para que penetrara bien el calor procedente de la cocina.


—Te daré varias mantas para que puedas acumular el máximo de calor. Dejaré la lámpara de petróleo aquí. Ah, y por favor, no tires de la cadena en el inodoro. Mañana tiraré un par de cubos. Pues entonces, hasta mañana.


—¿A qué hora hay que levantarse para ordeñar a las vacas?


—A las cinco.


—Despiértame, por favor.


—No te molestes…


—Tú despiértame —ordenó Pedro, directamente. 


—Está bien, como quieras —respondió Paula, sonriendo ante el aprendiz de héroe—. Buenas noches y gracias por tu ayuda. 


La joven dejó la puerta de su cuarto entreabierta para tener un poco de luz. Se lavó los dientes, se puso el pijama y cepilló su cabello rápidamente. Una vez dentro de la cama se hizo un ovillo, intentando entrar en calor lo antes posible. Las cinco de la mañana no tardarían en llegar…


Refugio: Capítulo 10

Pero ahora el problema era el bebedero que estaba prácticamente vacío… Paula suspiró cansada.


—¿Qué pasa? —preguntó Pedro.


—El bebedero está vacío y el agua se bombea eléctricamente desde el manantial. No estamos conectados a la red de agua corriente. Si las vacas no bebieran esa agua tan pura y cristalina, su leche no sería tan buena. De hecho, estoy vendiendo la producción a una compañía especializada en yogurt y cuajada, por lo tanto, la calidad lo es todo para la granja.


—¿Qué puedo hacer?


—Hay que ir a buscar el agua a ese manantial —dijo Paula, mostrando el regato con la lámpara de petróleo. Para llenar el pilón, serán necesarios entre cincuenta y cien cubos de agua.


—Pero eso es una locura… Espero que vuelva pronto la luz.


Cuando la granjera terminó de ordeñar, almacenó la leche en el tanque refrigerador esperando que se produjera el milagro y funcionase antes del día siguiente. A continuación se puso a ayudar a Pedro con los cubos, trabajando duramente. Ambos acabaron su tarea sobre las diez de la noche…


Las manos de Paula estaban sangrando por las grietas que habían cicatrizado anteriormente. Si no hubiera estado acompañada, se habría puesto a llorar amargamente. El caso es que su huésped estaba igualmente al borde de las lágrimas.


—Mañana, cuando te levantes, tendrás agujetas —le advirtió la joven.


—¿Pero acaso hemos terminado las tareas de hoy? —preguntó irónicamente Pedro.


—Por lo pronto, vayamos a la cocina a ver si puedo preparar algo de cena.


—¿Hay algún restaurante chino por aquí? —sugirió el joven, con sentido del humor, a pesar del arduo trabajo que había compartido con la granjera.


—¡Excelente idea! Hagamos una incursión en la despensa. Creo que tengo algo de comida china precocinada… 


Pedro no recordaba haber estado tan cansado en su vida. Le dolían las manos de llevar cubos, la espalda y los hombros de hacer movimientos ajenos a su vida cotidiana. Y sobre todo, estaba hambriento.


—¿Te ayudo a hacer algo? —dijo él, intentando acelerar el proceso.


—No hace falta. Tenemos pan con queso, sopa de pollo para calentar y té. De momento, puedes lavarte las manos, pero utiliza el mínimo de agua, por favor. Bueno, toma, utiliza mi agua —ordenó Paula, pasándole su vaso.


La joven se lavó las manos en el fregadero. Pedro pudo ver que la pila y el jabón estaban manchados de sangre. Tras depositar parte de la comida sobre la mesa, el hombre tomó las manos libres al fin, de Paula. Ya no sangraban, pero la porquería se había incrustado en las grietas y la piel estaba áspera y entumecida.


—Paula, tus manos tienen muy mal aspecto.


—Si te da asco, puedes servirte tú mismo la cena…


—No te enfades, no es eso. ¿Tienes alguna crema para las manos?


—Tengo hambre.


—¿Tienes alguna crema? —repitió el huésped una vez más.


—Me la pondré después de cenar. La sopa y el té se van a enfriar.


Ambos tomaron grandes cantidades de pan con queso. La sopa también fue recibida con gran satisfacción. Sobre todo, por parte de la joven, que se puso ración doble…


—Paula, ¿Cómo puedes comer tanto, con lo pequeñita que eres?


—No he parado para comer al mediodía. Mira, toma un poco de bizcocho de frutas, lo ha hecho tu abuela.


El propio Pedro estaba extrañado de lo mucho que estaba devorando. Cuando dieron fin a la cena, la joven dejó los platos en el fregadero.


—Déjame ver esas manos —ordenó el hombre.


Paula tomó una crema para manos que estaba junto al fregadero.


—Aquí hay una.


—Necesitas una antiséptica.


—¿Cómo?