La comida congelada era un asco, pensó Pedro, dándole vueltas a una bola de pasta enterrada en salsa de color rojo anaranjado. Y no olía tan bien como la salsa boloñesa que Paula había preparado el día anterior. La que le había dado a Simba.
—¿No te gusta? —preguntó Paula.
—No tengo hambre —mintió él—. Me haré un bocadillo más tarde.
—¿Quieres un bocadillo de jamón?
El estómago de Pedro empezó a protestar.
—¿Y por qué ibas a hacerme un bocadillo?
Paula echó la pasta en el plato de Simba, que lo agradeció moviendo la cola trescientos sesenta grados, y abrió la nevera.
—Porque voy a hacerme uno para mí. A mí tampoco me gusta la comida congelada, sabe fatal. Además, te necesito vivo si quiero terminar mis prácticas.
—Un bocadillo de jamón suena bien —dijo Pedro, entre dientes—. Gracias.
—De nada —sonrió Paula.
—Mientras lo preparas, voy a cambiarme de ropa.
En su dormitorio, Pedro empezó a luchar contra el cinturón y la cremallera de los pantalones, pero después de unos minutos y alguna ayuda con el picaporte de la puerta consiguió quitárselos. Él era un hombre de recursos, dispuesto a sobrevivir como fuera. Lo que hubiera deseado en ese momento más que nada en el mundo era un largo baño caliente para relajar los doloridos músculos, pero no podía hacerlo sin ayuda... ¡Y no pensaba pedirle a Paula Chaves que lo ayudara a meterse desnudo en la bañera! Quizá debería pedírselo a Amanda, pensó, con una sonrisa perversa. La idea era aterradora. Probablemente, Amanda lo frotaría con un guante de crin por todas partes para reestablecer la circulación. Pedro bajó a la cocina justo cuando Lucie estaba colocando los bocadillos sobre la mesa.
—Ahí lo tienes. Un buen bocadillo de jamón.
Él se preguntó dónde estaban las cinco porciones diarias de fruta y verdura, pero no era el momento de preocuparse por eso. Más tarde se comería una manzana. Hubiera preferido una naranja, pero no podía pelarla.
—Gracias.
—En cuanto a la limpieza...
—Ahí está la lavadora.
—No me refiero a la ropa. Me refiero a tí.
—¿A mí? —repitió Pedro, casi atragantándose con el bocadillo.
—Supongo que te gustaría darte un baño caliente. ¿Quieres que te envuelva la escayola en papel de plástico?
—¿Huelo mal? —preguntó él.
—No, tonto. Imagino que querrás darte un baño para relajar los músculos. Pero, claro, a lo mejor prefieres que venga Amanda a ayudarte...
—No, gracias —la interrumpió Pedro—. Puedo hacerlo solo. No necesito que nadie me frote la espalda.
—No pensaba ofrecerme. Pero si no puedes salir solo de la bañera, grita. No creo que tengas nada que yo no haya visto.
Excepto un cuerpo que, incluso en la adversidad, parecía traicionarlo cada vez que la maldita Paula sonreía, pensó Pedro.
—Gracias. Quizá más tarde —murmuró, mirando el bocadillo.
Pero sabía muy bien que iba a aceptar su oferta. Solo esperaba no quedarse atascado en la bañera porque las consecuencias eran impensables. La imaginación de Paula estaba jugándole una mala pasada. Pedro llevaba horas en la bañera y ella estaba en la cama escuchando sus gruñidos. Afortunadamente, no había cerrado la puerta. Ni siquiera Pedro Alfonso era tan autodestructivo.
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