—¿Respira?
—Sí. Le he dado un masaje cardiorrespiratorio y está descansando.
En ese momento, Amanda abrió los ojos.
—Pedro, cuida de Pegaso...
—Lo haré.
—Por favor...
—Ya he llamado al veterinario, no te preocupes.
En el hospital me han dicho que van a enviar un helicóptero porque la carretera es muy mala.
—Espero que lleguen cuanto antes —dijo Paula.
—Hay que ponerle suero.
—Lo sé. ¿Puedes sujetarle el cuello mientras lo hago?
Mientras Pedro sujetaba la cabeza de Amanda, Paula abría el maletín.
—Les he dicho que traigan fluidos porque imagino que habrá un colapso circulatorio.
—Tiene la tensión bajísima —murmuró ella, preocupada—. ¿Dónde está ese helicóptero?
—No tengo ni idea. Pero Pegaso se va a asustar cuando lo oiga.
—¿Puedes llevártelo al establo? —preguntó Paula, mientras le ponía a Amanda una vía intravenosa.
—¿Y dejarte sola?
—Esto ya está. Solo falta que venga el maldito helicóptero.
Pedro se acercó a Pegaso y acarició su cuello, intentando calmar al aterrorizado animal. El caballo iba cojeando, con una pata en el aire, y Paula tuvo que apartar la mirada. Cuando el helicóptero apareció sobre sus cabezas, él estaba de nuevo a su lado.
—Gracias a Dios.
—Me he encontrado al veterinario al lado de casa. Él se encargará de Pegaso —le gritó Pedro para hacerse oír por encima del ruido de la hélice.
Paula agachó la cabeza, asustada. Unos minutos después, Amanda estaba en una camilla con las piernas entablilladas y un collarín sujetando su cuello. Cuando el helicóptero desapareció, Pedro y Paula se quedaron mirando al cielo, conmocionados.
—Tengo que llamar a su madre. Tendrá que hablar con el veterinario y tomar una decisión sobre Pegaso.
—¿Con qué se ha tropezado? —preguntó Paula.
Empezaron a mirar alrededor y poco después descubrieron medio escondida entre la hierba una enorme pieza de metal oxidado, posiblemente los restos de una máquina de alguna de las granjas. Seguramente llevaba allí años. Había sido mala suerte que Pegaso se tropezara con ella. Podría haberles costado la vida a los dos. Paula se estremeció. Y pensar que ella había sentido envidia al verlos... Cuando volvieron a la casa, encontraron al veterinario en el establo acariciando a Pegaso.
—¿Cómo está? —preguntó Pedro.
—Se ha roto la pata y no es una fractura limpia. Lo normal en estos casos es sacrificar al animal, pero no puedo hacerlo. Tengo que hablar con Amanda.
—Supongo que ella querrá salvar la vida de Pegaso a toda costa.
—Voy a llamar a la clínica para que traigan un remolque, pero tendrán que poner algún tipo de sujeción. El pobre animal no puede viajar en ese estado.
El veterinario entró con ellos en la casa y Pedro llamó a los padres de Amanda para contarles lo que había pasado. Después de insistir en que su hija iba a ponerse bien, les habló sobre Pegaso y, como había supuesto, ellos le rogaron que hiciera lo posible por salvar la vida del animal. Una hora después, llegaba un remolque de la clínica veterinaria para llevarse al caballo.
—Voy a llamar al hospital —murmuró Pedro.
Unos minutos después, colgaba el teléfono y se sentaba frente a Paula, que estaba tomando una taza de té.
—¿Cómo está Amanda?
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