Después de echar una última y triste mirada a la puerta, Simba lo siguió por el camino. Poco después empezó su exploración de todos los días y, gradualmente, amo y perro recuperaron la tranquilidad. Cuando volvían hacia la casa, Simba apareció a su lado con un regalo en la boca. Era la pata de un conejo. En ese momento, Paula salía de la casa.
—¡Qué asco! ¡Simba, tira eso!
—¿Qué tal has dormido?
—Bien. Iba a ver si necesitas algo.
¿Sería una oferta generosa o solo buscaba otra oportunidad para inmiscuirse en su vida?, se preguntó Pedro.
=No necesito nada, gracias.
—Vale —sonrió ella—. Si quieres algo, solo tienes que gritar. Estaré lista en veinte minutos.
Cuando Paula volvió a entrar en la casa, Pedro se quedó parado como un poste. La vida había sido mucho más fácil antes de que ella apareciera. La semana pasó sin pena ni gloria. Eso fue lo que Lucie escribió en su diario. Había días fáciles, días más difíciles. Las tardes eran largas y solitarias y las noches... Mejor no pensar en las noches. Lo único que podía decir era que Pedro aparecía en sus sueños extensamente y empezaba a preguntarse si el reto de rescatar al doctor Alfonso de sí mismo no iba a ser un reto demasiado grande para ella. Desde luego, no estaba haciendo progreso alguno. Ni su primer paciente del viernes. El señor Gregory seguía quejándose del estómago y aunque el electrocardiograma les confirmó que no padecía del corazón, aún no habían llegado los resultados del laboratorio.
—¿Qué hacemos? —le preguntó a Pedro antes de que el paciente entrase en la consulta—. Si vuelve antes de tener los resultados es que está peor.
—No lo sé. Ponle un tratamiento paliativo hasta que llegue el informe. No podemos hacer nada más. Puede que esto esté empezando a ser algo psicológico.
—Es posible.
Pedro tenía razón. El señor Gregory solo había ido a la consulta porque estaba preocupado y quería que le dijeran que no tenía nada grave. Cuando estuvo satisfecho de que no iba a morir al día siguiente, se marchó y Paula pudo terminar la consulta del día sin más complicaciones. Estaba a punto de empezar con las visitas a domicilio cuando la recepcionista recibió la llamada de una señora cuya hija estaba vomítando.
—¿Quién es? —preguntó Pedro.
—La señora Webb —contestó Verónica.
—Dile que nos pasaremos por su casa. Nos pilla de camino. Y dame su historial médico. Seguramente, no es más que una resaca.
—¿Una resaca?
—Los jóvenes ya no aguantan nada.
—Seguro que tú eras un salvaje cuando estabas en la universidad.
—Tuve mis momentos —sonrió él—. Pero en mis tiempos no bebíamos tanto.
—¿En tus tiempos? Pobre ancianito —rió Paula.
—¿Nos vamos? —preguntó Pedro, tomando el historial con la mano izquierda.
Cada día la movía mejor, afortunadamente. Pero no tanto como para poder conducir. Y eso lo irritaba profundamente.
—¿Cuándo podrás volver a conducir?
—Cuando me quiten la venda de cinc. Es por el seguro, más que nada. Si tengo un accidente con las manos vendadas, me la juego.
—Ah, ya veo.
—Y, por el momento, tendremos que ir juntos, así que será mejor que nos llevemos bien.
—Sí, señor —dijo Paula, haciendo un gesto militar.
Inmediatamente después Pedro procedió a decirle que iba demasiado pegada al carril izquierdo, que fuera más despacio, que adelantase, que no adelantase... En fin, esas cosas tan agradables.
—¿No has visto a ese ciclista? —le gritó un minuto después. Ella encendió la radio sin decir nada—. ¿Tenemos que oír eso?
Paula paró el coche en el arcén, apagó la radio y se volvió para mirarlo.
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