—La doctora Paula Chaves va a cantarnos la canción de Whitney Houston, I will always love you, de la película El guardaespaldas — anunció el padrino—. ¡Un aplauso para la doctora Chaves!
Los invitados aplaudieron y Paula empezó a cantar. Pedro se quedó transfigurado. Era maravillosa. Cantaba con una voz muy suave que le ponía la piel de gallina. Y no dejaba de mirarlo. Lo miraba con tanta intensidad que se le formó un nudo en la garganta. Era imposible que estuviera cantando para él, se dijo. Pero podía hacerse ilusiones. Cantaba de maravilla, parecía una profesional. Todo el mundo se había quedado en silencio escuchando aquellas notas puras, llenas de sentimiento. Cuando terminó, aguantando la última nota hasta que Pedro creyó que iba a quedarse sin oxígeno, hizo una reverencia y el público empezó a aplaudir, emocionado. Cuando volvía a la mesa, todo el mundo la felicitaba.
—Ya estoy aquí. ¿Eso es agua?
—Sí.
—¿Me das un poco?
—Claro —sonrió Pedro.
—¡Ay, qué sed! Hacía siglos que no cantaba.
—Cantas muy bien.
—Gracias —sonrió Paula.
Él hubiera querido abrazarla. Bueno, hubiera querido hacer algo más, pero un abrazo era tan buena forma de empezar como cualquier otra.
—¿Te sabías la canción? —preguntó, intentando concentrarse en algo que no fuera el abrazo. O su cuerpo. O su boca.
—Cantaba en un club nocturno para pagarme la universidad. Lo único malo era el humo y los sátiros.
—¿Ah, sí?
Él se sentía como un sátiro en aquel momento, pero decidió pensar en otra cosa.
—Me apetece una copa —dijo Pedro entonces.
Pedro pensó que iba a tener que cruzar el salón en el estado en que se encontraba, un estado en el que no era fácil caminar, pero el padrino lo salvó apareciendo con dos copas en la mano para agradecer su interpretación. Habían vuelto a poner música y todo el mundo estaba en la pista moviendo el esqueleto. Pedro aceptó el whisky. No tenía que conducir y le iba a hacer falta algún anestésico si quería pegar ojo aquella noche.
—¿Nos vamos? —sugirió media hora después.
Paula, un poco alegre, le puso un dedo en los labios.
—¿Es hora de irse a la cama, abuelito? —preguntó, sonriendo.
No lo sabía ella bien.
Se despidieron de todo el mundo y veinte minutos después estaban frente a la casa. Él tendría que irse por un lado y Paula por otro y, de repente, no quería que terminase la noche.
—¿Te apetece un café? —preguntó entonces Paula.
Él miró al cielo para dar las gracias.
—Me encantaría.
Mientras Paula encendía la cafetera, Pedro se quedó apoyado en la pared, mirándola.
—¿Lo has pasado bien? —le preguntó ella, con una mano en la cadera, en una de esas poses que lo volvían loco.
—Sí, lo he pasado bien. Tú has estado maravillosa. Cantas fenomenal.
—Gracias.
Estaban mirándose a los ojos y Pedro supo que se moriría si no la besaba en ese momento. Llevaba tres semanas sin besarla. Y eso era demasiado tiempo. Levantó los brazos y Paula fue hacia él sin decir nada, levantando la cara para ofrecerle sus labios. Pedro los tomó con un rugido que salió de lo más hondo de su corazón. Ella le pasó los brazos por el cuello, enredando los dedos en su pelo mientras se besaban, apretándose contra él de tal forma que él creía que iba a perder la cabeza. Cuando Paula empezó a desabrocharle la camisa, se apartó, asustado.
—¿Qué haces? —preguntó, con voz estrangulada.
—¿Necesitas que te lo explique? —rió ella. Su voz era suave, ronca e increíblemente sexy.
—No necesito que me lo expliques. Yo soy el instructor.
—Es verdad —murmuró Paula, besándolo en el cuello—. ¿Qué tal lo hago?
—Bien —susurró Pedro, levantando su barbilla con la escayola—. No juegues conmigo, Paula.
Los ojos verdes se volvieron muy serios.
—No estoy jugando. Quiero hacer el amor contigo.
Pedro dejó escapar un suspiro. Paula quería hacer el amor con él y... ¿Había pensado él en eso? ¿Estaba preparado? Era como si hubiera ganado la lotería, pero no encontrara el décimo.
—No podemos. No tengo... Nada, ya sabes.
—Pero yo sí —sonrió ella, con una sonrisa que era un pecado.
Pedro sintió que se le doblaban las rodillas y, cuando Paula alargó la mano, la tomó para seguirla al dormitorio. Ella era increíble. Dulce, atrevida, frágil y segura de sí misma a la vez. Era mil mujeres y él las deseaba a todas. La deseaba y no podía pensar en nada más. Solo después, con Paula sobre su pecho, exhausto, su corazón latiendo acelerado, Pedro recordó que ella era de otro hombre. Iván.
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