En ese momento, sonó el teléfono.
—Doctora Chaves.
—La señora Brown está teniendo contracciones —le dijo Verónica—. ¿Podrían ir a su casa?
La mujer que esperaba trillizos. Paula le pasó el teléfono a Pedro para que hablase con ella.
—Muy bien. No se mueva, vamos para allá —dijo después de hacerle un par de preguntas.
—No he terminado con la consulta.
—Pásale los pacientes a Marcos. Si no me equivoco, Ángela Brown está a punto de perder los niños.
—Voy por mi maletín.
Llegaron diez minutos después. Ángela había empezado a sangrar. Manchaba poco, pero tenía la tensión muy baja y había un gran riesgo de que perdiera a los niños.
—Hay que llevarla al hospital —dijo Pedro.
—¿Y los niños? —preguntó la mujer, preocupada.
—En este momento, quien me preocupa es usted. Paula, ¿Puedes llamar al hospital?
Mientras ella lo hacía, Pedro escuchaba el latido de los niños a través de un estetoscopio fetal.
—¿No van a examinarme? —preguntó Ángela, angustiada.
—Es mejor que no. Existe el riesgo de que el útero se contraiga. Hasta que llegue la ambulancia, quiero que esté lo más tranquila posible.
La ambulancia pareció tardar siglos en llegar, pero cuando la pusieron en la camilla, Pedro y Paula se quedaron un poco más tranquilos. En el hospital, sabrían cómo tratar el problema. Un parto de trillizos era algo que debía monitorizar un equipo de ginecólogos expertos.
—Espero que no pierda a los niños —dijo Paula—. Antes estaba preocupada por tenerlos y ahora por perderlos.
—Los tenga o no, lo va a pasar mal. Si no los tiene, será un disgusto enorme y si los tiene, con un marido que no quiere saber nada... — murmuró Pedro, consternado.
Paula se alegraba de no tener que tomar ese tipo de decisión. La naturaleza tendría que seguir su curso, ayudada... O a veces, estorbada por una intervención médica. Cuando volvieron a la clínica, Marcos había terminado de ver a los pacientes y todo el personal estaba brindando con champán.
—¡Una fiesta! —exclamó Paula.
—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Pedro.
—¡Lo he conseguido por fin! —sonrió Constanza, una de las recepcionistas, mostrándoles un anillo de compromiso.
—Enhorabuena. Te ha costado, ¿Eh?
—Desde luego. Y como no me fío de él, nos casamos el viernes. Ya sé que la mayoría no podéis venir a la boda, pero podríais venir a la fiesta por la noche.
—Ah, estupendo —sonrió Marcos—. Espero que tú también vengas, Pedro. La mano escayolada no te impedirá tomar una copa.
—Claro que no.
—Paula, tú también tienes que venir —dijo Constanza.
—Por supuesto.
Sería interesante ver a Pedro en una fiesta. Quizá hasta lo pasaría bien.
—De verdad no quiero ir —estaba diciendo Pedro.
—Tienes que venir. Venga, a Constanza le hará ilusión.
Él suspiró, derrotado.
—Ya lo sé. Bueno, iré, pero no me apetece.
—Vamos a pasarlo bien —sonrió Paula.
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