—Me imagino que estarás deseando que nazcan, ¿No, Ángela?
—La verdad es que no lo sé —le confesó la joven—. No sé cómo voy a cuidar de tres niños a la vez. Mi madre ha dicho que me ayudaría, pero va a ser muy difícil. No habíamos planeado tener trillizos y la verdad es que tampoco tenemos dinero para contratar a una niñera.
¿Trillizos en un hogar sin mucho dinero? Menudo problema.
Cuando terminó con las pacientes, Paula fue a buscar a Pedro con una taza de té en la mano. Él levantó la cabeza y le ofreció algo parecido a una sonrisa. Quizá sus músculos faciales tenían un presupuesto reducido, como Ángela Brown, pensó disimulando una risita.
—¿Has conseguido la moqueta?
—Más o menos —contestó él—. Tendré que pagar un dineral, pero la ponen el lunes. ¡Por fin!
—Entonces, solo tendremos que soportarnos durante el fin de semana, ¿No?
Él masculló algo inaudible y Paula sonrió. La divertía aquel ogro. En el fondo, sabía que no lo era. Solo que no estaba acostumbrado a compartir su vida con nadie.
—¿Y el colchón?
—También lo llevan el lunes. Les dejaré la llave bajo el felpudo para que puedan entrar. No creo que haya peligro. Por la carretera de mi casa no pasa nadie, a menos que sea un turista ocasional, perdido en su camino hacia el ferry.
—Yo nunca he visto el ferry. ¿Qué días funciona?
—No hay ningún ferry. Es así como llamamos al muelle. Hace años había un ferry, pero después construyeron un puente.
—Ah.
Ese fue el final de la conversación sobre temas personales. Por la expresión de Pedro, no tenía intención de seguir charlando.
—¿Qué tal la consulta?
—He visto a Ángela Brown. Está preocupada por los trillizos.
—No me extraña. Su marido es muy impaciente y no sé cómo va a soportar tres críos. Ni siquiera quería que Ángela se quedase embarazada.
Paula lo miró, sorprendida.
—No me lo ha dicho. ¿Tú crees que sobrevivirán?
—¿Los gemelos o los Brown?
—Los cuatro. Los niños son más pequeños de lo normal.
—Suele pasar, especialmente al final de un embarazo tan complicado. Pero imagino que si el parto va bien, saldrán adelante. Uno se acostumbra a todo —dijo Pedro, echándose hacia atrás en la silla—. Bueno, si has terminado con la consulta, supongo que podemos irnos a casa.
—¿No hay consulta esta tarde?
—Los martes no.
—Entonces, podemos irnos. ¿Vas a ir al hospital?
Él levantó el brazo y Paula se fijó que llevaba una escayola nueva, más flexible.
—¡Ah! ¡Ya has ido!
—Fui mientras pasabas consulta.
—Qué bien.
—Me llevó una de las enfermeras, que está loca por mí.
Paula hizo una mueca. Dudaba que alguien estuviera loca por aquel ogro.
—¿Nos vamos?
—Venga.
Pedro volvió a hacer un gesto de dolor al golpearse la cabeza con el techo del coche. Ella ignoró la retahíla de maldiciones y lo ayudó a abrocharse el cinturón de seguridad.
—La verdad es que eres un poco grande.
—Ah, por fin te das cuenta —murmuró él, irritado.
Paula hizo como si no hubiera oído. No pensaba decirle que había decidido usar el jeep a partir del día siguiente. Que se jorobara.
—¿Quieres que paremos en el supermercado para comprar la cena? No hay nada en la nevera.
—Podemos comprar comida congelada para que no tengas que cocinar.
Paula lo miró de reojo. ¿Se sentía culpable por haber rechazado la cena de la noche anterior o era una forma de decirle que no pensaba probar nada que ella hubiera cocinado? En realidad, le daba igual. A ella no le gustaba cocinar. En alguna ocasión especial, quizá, pero cocinar todos los días era un aburrimiento mortal.
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