Él la fulminó con la mirada. Qué hombre.
—Eso es precisamente lo que me temo.
—Tienes que animarte un poco. ¿Quién sabe? A lo mejor al final de la noche tienen que sacarte de la pista de baile.
—Seguro. Cuando las ranas críen pelo.
—Tengo que vestirme. ¿Quieres que te ponga el guante?
—Sí, por favor.
Paula lo observó quitarse la camisa antes de ayudarlo a ponerse una especie de guante de plástico que cubría toda la escayola. Era la única forma de ducharse sin problemas. Lo malo era que tenía que ver todos los días aquel torso tan masculino. Y no podía tocarlo. Después de ponérselo, salió corriendo hacia su casa. Tenía menos de una hora para ducharse, lavarse el pelo y ponerse guapa. La fiesta tenía lugar en el salón de baile del pueblo y no había que ponerse un traje de diseño, pero sí algo bonito y elegante. Miró en su armario y encontró unos pantalones negros y una camisola de lentejuelas que le quedaba estupendamente. Después de ducharse, se maquilló un poco y se puso unos pendientes dorados. No lo suficientemente elegante para los carísimos restaurantes a los que Iván la llevaba, pero sí para una fiesta en un pueblo. Y pensaba pasarlo de maravilla. No sabía lo que le estaba haciendo con aquella camisola de lentejuelas. Pero ella estaba en su elemento. Charlaba con todo el mundo y se reía con todos sin excepción, desde el padre de la novia hasta los niños que tiraban cacahuetes a los invitados. Pedro levantó los ojos al cielo y volvió a la conversación con Marcos y su mujer.
—Qué chica tan simpática —dijo Silvia.
—Sí, ya.
—Tú también eres muy simpático cuando quieres —lo regañó su amiga.
—Lo siento. Es que me hace sentir viejo.
—¿Viejo? Espera a cumplir los cincuenta, guapo. ¿Te ha dicho Marcos que vamos a ser abuelos?
—¿En serio? Enhorabuena, no sabía nada.
—Estoy contenta, pero la verdad es que pensé que esperarían un poco más. Son tan jóvenes los dos.
—¿Quieres decir esperar como esperaron ustedes? —rió Pedro.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Sí. Pero si uno espera mucho acaba siendo demasiado organizado, demasiado controlado, demasiado fastidioso. Y entonces te das cuenta de que la vida pasa y no te has enterado.
—Desde luego, esta fiesta está pasando sin que tú te enteres —sonrió Silvia—. Vamos a bailar.
—¿Qué?
—No te consiento que digas que no.
Silvia lo sacó a la pista y, mientras bailaban, Pedro notó los ojos de Paula clavados en su espalda. Unos minutos después, apareció a su lado, sonriendo como siempre.
—¿Me lo prestas?
Silvia sonrió, encantada.
—Todo tuyo.
Pedro apretó su espalda con la mano escayolada y con la izquierda tomó la de Paula y se la puso sobre el corazón. Podía sentir sus pechos aplastados contra su mano. Era estupendo. Demasiado estupendo. Pero era una buena razón para abrazarla y no pensaba desaprovechar la oportunidad. Y entonces el padrino tomó el micrófono para anunciar que el karaoke estaba en marcha y los novios iban a cantar una canción.
—Yo me voy —murmuró Pedro.
Paula lo acompañó a la mesa, riendo.
—No seas tan aburrido.
Pedro decidió seguir su consejo y tuvo que reírse al ver a algunos de los invitados intentando imitar a los cantantes de moda. Entonces, para su horror y consternación, Constanza empezó a llamar a Paula para que subiera al escenario. Y ella no lo dudó un momento.
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