Paula levantó una ceja al ver la lista. ¿Qué ponía allí? Debería haberle pedido una traducción. Seguramente también escribía fatal cuando podía usar las manos, pero con la escayola la escritura era atroz. ¿Hígado? Puso cara de asco. Pero allí ponía hígado, estaba segura. Cuando terminó de comprar, metió las bolsas en el coche y volvió a casa. Estaba cansada y deseando instalarse de una vez. Además, en su casita no tendría que preocuparse por molestar al fastidioso de Pedro.
—¿Hígado?
—Estaba en tu lista.
—¿Dónde?
Paula sacó la lista del bolsillo y se la puso debajo de la nariz.
—Aquí. Hígado, ¿Lo ves?
—Higos. Pone higos.
Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Para qué quieres higos?
—Porque me gustan —contestó él—. Lo que no me gusta es el hígado.
Paula sonrió.
—Pues ya estamos de acuerdo en algo. Pero da igual. Seguro que a Simba le gusta el hígado.
—Sí, ya. ¿Qué pasa, quieres robarme el cariño mi perro?
Paula ni se molestó en contestar, mientras seguía sacando las cosas de las bolsas.
—Pues yo no pienso pagar por el hígado. Que pague Simba —dijo, antes de salir de la cocina—. Voy a llevarme mis cosas a casa. Ahora vuelvo por la maleta.
Pedro se encontró a sí mismo en la ventana, mirándola cruzar el patio. Las cortinas de la casita estaban abiertas y la veía en el cuarto de estar que hacía también las veces de cocina.
—Hígado —murmuró, poniendo cara de asco. Simba lo miró entonces, moviendo la cola—. Esta noche vas a dormir conmigo, pero ni se te ocurra subirte a la cama.
Unos segundos después, vió a Paula cruzando el patio de nuevo. Como siempre, entró en la cocina con una sonrisa en los labios, subió la escalera corriendo y volvió poco después con los brazos llenos de ropa.
—Vendré a buscar el resto de mis cosas mañana —le dijo. Él asintió y los dos se quedaron en silencio durante unos segundos—. Gracias por soportarme esta semana.
—Ha sido un placer.
Ella soltó una carcajada.
—Mentiroso.
—No, en serio —murmuró Pedro, mirándose las manos—. Siento mucho haber sido tan antipático, pero es que no estoy acostumbrado a no poder hacer nada por mí mismo —añadió, levantando los ojos—. Te ayudaré a abrir. Vas muy cargada.
—Gracias.
Cuando llegaron a la casita, Pedro abrió la puerta, pero se quedó fuera.
—Bueno, hasta mañana.
Paula se puso de puntillas y le dió un beso en la mejilla.
—Gracias.
Era como si el mundo se hubiera parado de repente. Por un momento, ninguno de los dos se movió y, entonces, como a cámara lenta, Pedro inclinó la cabeza y le dió un beso en los labios. Paula sintió que se derretía por dentro y, si no se equivocaba, a él le pasaba lo mismo.
—Buenas noches —dijo con voz ronca.
Inmediatamente después, se dió la vuelta y entró en su casa sin mirar atrás.
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