—En el quirófano. Tiene fractura de pelvis, se ha roto el fémur de la pierna derecha y la tibia de la izquierda. Me temo que va a tener que estar en el hospital durante mucho tiempo.
—Pobrecilla.
Pedro miró su reloj, o más bien, donde solía llevar el reloj, y al recordar que se le había roto dejó escapar un suspiro.
—Supongo que no querrás venir conmigo al pueblo. Tengo que comprar un reloj.
—Claro que sí —dijo Paula.
Le dolían los pies con aquellas botas nuevas, pero lo intentaría. Quería estar con él, quería intentar que aquella relación que había empezado la noche anterior siguiera adelante. Era muy importante para ella. No sabía qué le había pasado a Pedro para que hubiera cambiado de actitud repentinamente, pero tenía que averiguarlo. Y si no podían mantener una relación amorosa, al menos quería que volvieran a ser amigos. No podía soportar aquella actitud fría y distante. Pedro se sentía enfermo. Paula era tan cálida, tan cariñosa... Era como si Iván no existiera. ¿Cómo podía ser tan frívola? Él decidió no pensar en ello, pero le resultaba imposible. Absolutamente imposible. Así que se encerró en sí mismo y tuvo que soportar las miradas sorprendidas de ella durante todo el día. Encontró un reloj, muy parecido al que se rompió al caerse de la escalera, pero le puso una cadena ajustable para que no le hiciera daño en la muñeca.
—Todavía la tienes un poco hinchada —dijo ella.
—No me extraña. Si no paro de hacer cosas con la mano... Pero no tengo más remedio, no me gusta depender de nadie.
—Podrías pedirme ayuda a mí —murmuró Paula.
—Lo he hecho demasiadas veces —la cortó Pedro.
Se sentía como un canalla, pero tenía suficientes problemas con sus emociones como para preocuparse por las de ella. No podía dejar de pensar en Iván y, al hacerlo, apretaba inconscientemente los puños.
—¿Por qué te pones así?
—Vámonos a casa —dijo él, cortante. Al ver la mirada triste en sus ojos verdes, suspiró, frustrado—. ¿Necesitas comprar algo en el pueblo?
—No. Podemos irnos si quieres.
Volvieron en silencio y, cuando llegaron frente a la casa, Paula se excusó diciendo que tenía cosas que hacer. Pedro entró en la cocina, acarició a Simba y encendió el contestador. Nada. Ningún mensaje, ninguna distracción, nada que lo hiciera dejar de pensar en la hermosa noche que había pasado con ella. Sin pensar, dió un puñetazo sobre la mesa y después tuvo que ahogar un grito de dolor. No había nada que lo impidiera competir con Iván... Nada, excepto su orgullo. Pero Iván tenía un coche que valía una millonada y estaba seguro de que no vivía en una casa destartalada en medio de ninguna parte. No podía competir con él por el corazón de una chica como Paula y no pensaba intentarlo siquiera. Tendría que aceptar lo que ocurrió la noche anterior como algo que no debería haber pasado y guardar el recuerdo en su corazón para siempre. Después de encender la chimenea, se preparó algo de comer, abrió una botella de whisky y se sentó frente a la televisión. Pero nada podía hacer que dejara de pensar en ella, ni las noticias, ni las películas ni los aburridos y pueriles concursos. Estaba a punto de meterse en la cama cuando sonó el teléfono. Era, de entre todas las personas que podrían haber llamado, Iván.
—Hola, ¿Puedo hablar con Paula?
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar. Descalzo, salió de la cocina y llamó a la puerta de Paula. Cuando ella abrió, con ojitos de sueño, hubiera dado cualquier cosa por estrecharla en sus brazos. Pero no lo hizo.
—Iván está al teléfono —dijo, antes de darse la vuelta, sin fijarse en las piedras que se clavaban en sus pies descalzos.
Paula lo siguió y Pedro, que no quería escuchar la conversación, cerró la puerta del cuarto de estar y subió el volumen del televisor.
—¿Iván? ¿Qué ocurre?
—Te echo de menos.
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