Podía oír su voz al otro lado de la puerta y, aunque no entendía lo que estaba diciendo, la oía reír, una risa que era como un cuchillo en su corazón. Tragando saliva, miró hacia el río, que nunca sería el mismo después de haber paseado con ella. Aún podía verla, iluminada por los primeros rayos del sol, con el pelo como un halo de rizos oscuros. Paula colgó el teléfono y después de decirle unas palabras cariñosas a Simba, llamó a la puerta.
—¿Alguna noticia de Amanda? —preguntó, entrando en el cuarto de estar sin esperar a ser invitada.
—Está mucho mejor.
—Había pensado ir a verla al hospital. Supongo que tú también querrás venir.
Como si hubiera leído sus pensamientos.
—La verdad es que sí, pero había pensado ir en taxi para no molestarte.
—No me molestas.
Pedro no podía negarse porque habría sido absurdo. Aunque, últimamente, hacía muchas cosas absurdas, pensó.
Llegaron al hospital a las seis y Amanda, aunque dolorida y cansada, se alegró mucho de verlos. Paula le había llevado un ramo de flores y Pedro colgó la tarjeta junto con otras que la joven había recibido. Seguía llevando el collarín y tenía las piernas escayoladas, pero les dijo que lo peor era el aburrimiento.
—¡Y solo han pasado unos días! —exclamó—. No sé qué voy a hacer cuando lleve aquí un mes.
—Ya veras cuando los fisioterapeutas te pongan la mano encima. Entonces, desearás volver a la cama —sonrió Paula.
—De todas formas, es culpa mía. Iba galopando como una loca al borde de la carretera. ¿Saben con qué tropezó Pegaso?
—Con una pieza de metal escondida entre la hierba —contestó Pedro— . He hablado con los granjeros de alrededor y hemos decidido limpiar el camino entre todos.
—¿Qué saben de mi caballo?
—Lo han operado y parece que está mejor. No saben cómo va a curarse la fractura, pero esperan que salga bien. Es un animal muy fuerte.
Media hora después, Amanda parecía cansada y se despidieron. Cuando estaban a punto de salir de la habitación, la joven tomó la mano de Pedro.
—Gracias por todo. Me han dicho que me salvaron la vida.
Los ojos de Amanda estaban llenos de lágrimas y él se inclinó para darle un beso.
—Nos dedicamos a eso, tonta. Y, por cierto, tenemos que pasarte la factura.
—Cuídate —le dijo Paula.
En el pasillo se encontraron con los padres de Amanda. De nuevo, otra ronda de agradecimientos.
—¿Te apetece cenar en algún sitio? —preguntó Pedro cuando salían del hospital.
Paula lo miró, sorprendida. ¿Querría hacer las paces? ¿Querría hablar de lo que había pasado el viernes por la noche? ¿O simplemente tenía hambre? Daba igual. Ella también estaba hambrienta.
—Vale. Tú eliges.
Fueron a un restaurante indio y descubrieron que los dos sentían pasión por el pollo al curry y el arroz basmati. Paula se preguntó cómo podían tener tantas cosas en común y, sin embargo, ser incapaces de decir lo que realmente pensaban después de haberse entregado el uno al otro como lo habían hecho. Mientras cenaban, hablaron sobre trivialidades intentando no estropear la tregua. Pero cuando llegaron a casa, Paula decidió arriesgarse.
—¿Te apetece un café?
—No, gracias —contestó él—. Tengo que escribir un par de cartas y tardo siglos en hacerlo. Quizá otra noche.
—Muy bien —dijo Paula, intentando disimular la desilusión.
Media hora después estaba en la cama, con el diario sobre las rodillas, escribiendo: "Ha sido una cena muy agradable, pero izo hemos hablado de lo que deberíamos hablar. ¿Qué nos pasa? Tengo que llamar a Iván mañana para hablar sobre el concierto del sábado. Espero que no se me olvide".
Pero se le olvidó. Se le olvidó el miércoles y el jueves. Por la noche, puso una nota en la nevera en grandes letras rojas: Llamar a Iván para darle una respuesta. Aun así, se le olvidó. Pedro y ella seguían disfrutando de una tregua y, cuando volvieron a casa por la noche, Paula sintió el impulso de invitarlo a cenar.
—No tengo muchas cosas en la nevera, pero seguro que puedo preparar algo decente.
—Vale. Voy a dar un paseo con Simba y enseguida vuelvo.
Cuando llamó a la puerta, Paula tenía preparado un plato de pasta con huevos y beicon que tenía muy buena pinta. Mientras cenaban, Pedro se preguntó si Iván sería realmente importante para ella o tenía alguna oportunidad. Pero no sabía cómo averiguarlo. Paula se levantó para hacer el café y él la siguió, con los platos en la mano.
—¿Por qué no haces tú el café mientras yo friego los platos?
Se había hecho una coleta y Pedro no pudo evitar inclinarse y darle un beso en la nuca.
—Tengo una idea mejor —dijo, tomándola en sus brazos. La besó con suavidad, casi con timidez, pero le temblaban las piernas al hacerlo.
—Mejor nos olvidamos del café y de los platos, ¿Te parece? —sugirió ella.
—Voy a guardar la leche —sonrió Pedro.
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