«¡Pero yo no quiero irme!», grité en silencio para dejar mi orgullo a salvo. ¿Por qué no se daba cuenta de que no tenía ganas de pasármelo estupendamente en ningún sitio si no era junto a él? Todo lo que quería era que me quitara de la cabeza la idea de irme a Londres y propusiera que me trasladara a vivir con él y con su madre viuda hasta que encontráramos una casa que pudiéramos compartir los dos solos… No me molesté en hacer planes en voz alta…, ya sabía la respuesta. La señora Cooper, una insulsa hipocondríaca que nunca había conseguido recobrarse de la huida de su marido con la secretaria, me trataba amistosamente, pero yo tenía la sospecha de que bajo esa expresión edulcorada se escondía un odio profundo por mi persona y, además, una desaprobación completa de mi prolongada relación con David. Tuve la tentación de desnudarme y seducirlo allí mismo, en el garaje, pero el suelo era de cemento, hacia mucho frío y las manos de mi hombre estaban llenas de grasa de la peor especie. Solo una idiota, o una mujer desesperada, se atrevería a desprenderse de su ropa de abrigo en tales circunstancias. Y sí, yo estaba desesperada, pero a pesar de mi inexperiencia, era capaz de imaginar que nadie, en un estado próximo a la congelación, sería capaz de encender una llama de deseo.
—Tengo que confesarte que casi te envidio —dijo David—. Poder ver todos esos museos. ..
¿Museos? ¿Era esa la idea que tenía él de pasarlo estupendamente? Tuve ganas de abrazarlo, pero su mono estaba asqueroso, aunque si hubiera llevado puesto el jersey de la tía Alicia, no me hubiera importado tanto.
—Acaba de ocurrírseme que si vas al Museo de Ciencias — añadió él con cierto brío—, podrías…
¿Al Museo de Ciencias? Podría apetecerme ir a ver las joyas de la corona, pero… ¿Ir al Museo de Ciencias? Había perdido el hilo de la conversación…
—¿Me lo prometes? —pregunto él.
¿Prometer? ¿Prometer qué? Dios santo, debería haberlo escuchado.
—¿Por que no te vienes a pasar un fin de semana conmigo? — contesté, aprovechando la oportunidad—. Podríamos ver el Museo de Ciencias juntos.
Él echó un vistazo a su alrededor, incómodo.
—No creo que pudiera dejar a mi madre tanto tiempo sola, ya sabes que sufre de los nervios.
Era verdad, esa mujer había conseguido destrozar todos los planes que yo había hecho con David durante los últimos cuatro años, apelando a sus repentinas crisis nerviosas. Esa fue también la razón de que el viernes, una vez que hubieron partido mis padres, tuviera que cargar yo sola con la maleta para irme a la estación. David se había tomado la tarde libre para acompañarme, pero su madre había sufrido un pequeño ataque diez minutos antes de la hora acordada para salir. Estuve a punto de fingir yo misma otro ataque de nervios semejante, pero David tenía una expresión tan preocupada que lo dejé irse a casa para esperar al médico mientras yo llamaba a un taxi y me metía en el tren.
Mientras Maybridge desaparecía tras una cortina de fina lluvia helada propia de cualquier tarde de finales del mes de noviembre, me acomodé con un bocadillo de queso en una mano y la revista femenina GH la otra. Descubre si eres una «Tigresa» o una «Gatita», anunciaba la portada. Yo no necesitaba cumplimentar un cuestionario para saber la respuesta. Tenía casi veintitrés años, una madre que me trataba como si tuviera cinco y un novio que no daba rienda suelta a su libido. Así que tenia que ser una «gatita», ¿no? Pues no. Una vez cumplimentada la tanda de preguntas, descubrí que había sido demasiado optimista. Yo era una «Ratoncita» y me salvaba por los pelos de ser una «Ostra». Eso explicaba por qué me iba a Londres cuando lo que deseaba de veras era permanecer en Maybridge. Eso explicaba por qué mi novio siempre anteponía a su madre. Y también explicaba por qué me iba a pasar el día de Navidad con la tía abuela Alicia, en vez de disfrutar de una tórrida noche de pasión con David. Se me manejaba con facilidad. Era muy poco exigente. Mis expectativas de futuro se arrastraban por los suelos. Fui a morder el bocadillo de queso, pero me contuve, horrorizada: el queso era el plato favorito de la especie ratonil. Tendría que haber elegido un bocadillo de carne asada con mucho picante. Pero como «Ratoncita» que era, me encantaba el queso. Debería llevar unos vaqueros de marca y tacones de aguja, en vez de unos cómodos pantalones de algodón que habían pertenecido a alguno de mis hermanos y unas zapatillas deportivas de saldo. Al fin y al cabo, estaba ahorrando para casarme, ¿No?
No hay comentarios:
Publicar un comentario