Intercambiaron votos y anillos y, a pesar de que no habían ensayado, Pedro habló con voz clara y segura. Y cuando por fin le puso la alianza, Paula la miró fijamente y pensó que era increíble que hubiese ocurrido de verdad. Entonces Pedro la tomó entre sus brazos y la miró a los ojos. Y ella pensó que lo amaba con todo su corazón. Él la besó y ella le dijo con los labios que su corazón latía solo por él. Entonces Pedro se apartó, la miró con ternura y ella supo que por fin iba a escuchar las palabras que tanto había deseado oír.
–Gracias –dijo él–. Gracias por hacerme el hombre más feliz del mundo.
A ella le dió un vuelco el corazón y se obligó a sonreír. Si Pedro hubiese sentido algo por ella, aquel habría sido el momento de decírselo. Ana se acercó y todo empezó a girar a su alrededor, hubo felicitaciones y fotografías. Y ella siguió sonriendo y se dijo que así tendría que ser. Ella lo amaba y él era feliz. Pero lo más importante era que su hija iba a tener un padre. No obstante, a Paula seguía preocupándole la idea de no poder ser una buena madre. Se preguntó qué ocurriría cuando Pedro hubiese conseguido la fusión, cuando las mujeres volviesen a lanzarse a sus brazos. Le encantaban las mujeres. Y el sexo. Se había casado con ella, pero solo por obligación. No la amaba. Y su hija… ¿Y si ella no era capaz de querer a su hija? ¿Qué ocurriría entonces? Estuvo junto a su marido en la terraza que daba a la habitación en la que acaban de casarse y vio a lo lejos los tejados de Roma y el cieloprácticamente azul. Era un día perfecto para casarse.
–Ven, Paula, este es el día más feliz de mi vida. Eres mi esposa y vamos a tener un bebé. Vamos a ser felices. Tú vas a volver a bailar. Yo volveré a hacer deporte. No podemos pedir más.
La abrazó.
–Venga, cariño, quiero verte feliz.
Ella sonrió todo lo que pudo y rió.
–No podría ser más feliz. Estoy tan contenta como tú. Todo va ser estupendo.
Él cambió de gesto de repente. La miró a los ojos, sacudió la cabeza y se la llevó al interior. Cuando estuvieron a solas, le dijo:
–Sé que estás fingiendo, que no eres feliz. Supongo que ya estarás planeando cómo salir de aquí.
–No, no es cierto –mintió ella.
–Sí que lo es –la retó él–. Prométeme que no te marcharás, Paula. Quédate conmigo, por favor.
–Ahora me necesitas y no te voy a abandonar, pero no vas a necesitarme siempre.
–¿Qué estás diciendo? –le preguntó él–. Por supuesto que te voy a necesitar. Nuestro hijo nos va a necesitar a los dos. Tenemos una relación estupenda, somos completamente compatibles, acabamos de casarnos. Sé que cuando esto comenzó parecía una locura, pero yo ya no lo siento así.
–Venga ya, Pedro. Si no fuese por el bebé, no estaríamos aquí.
–¿Esto piensas? Ven. Quiero que leas esto.
Tomó su mano y se acercó a las estanterías llenas de libros. Allí había una colección de libros más delgados que los demás. Sacó uno de ellos.
–Son mis diarios. Escribo desde que era niño y este es el que estoy escribiendo en la actualidad.
Pasó las páginas, había dibujos y palabras. Miró a Paula y sonrió.
–Tú sales aquí –le dijo, llevándose el diario al pecho.
Salieron a la terraza y bajaron las escaleras que conducían al jardín. Se sentaron en un banco a la sombra y ella pensó que no podía haber un lugar más romántico.
–Nunca he dejado que los leyese nadie.
Ella lo miró y reconoció el libro que le había visto escribir en el barco.
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